La Gran Muralla china es el muro más famoso del mundo. Fue construida durante mil años y tiene una extensión de 21 mil kilómetros. Fue concebida como una barrera militar para impedir las invasiones de los ejércitos enemigos.
Para los chinos, dice Gomá, marcaba la frontera real entre la civilización y los “bárbaros”, es decir, aquellos pueblos (hunos, turcos, mongoles) que amenazaban la estabilidad del Imperio. El muro sirvió para fijar diferencias entre dos tipos de sociedad: la china y la nómada.
Históricamente, la construcción de muros tuvo una lógica estrictamente defensiva. Las ciudades confiaban únicamente en preservar su espacio vital inmediato frente a las amenazas externas. Y la resistencia a los asedios podía durar años.
El referente más significativo de la historia contemporánea fue el muro de Berlín. Su objetivo, no obstante, cambió el sentido de la barrera. Ya no se trataba de impedir el acceso de un hipotético enemigo, sino de bloquear la salida de la población de un territorio determinado. El espacio vital que se suponía proteger no era un refugio, sino un reclusorio. Cuando el pueblo alemán lo echó abajo, la expectativa mundial se cifró en la posibilidad de que esas prácticas llegaran a su fin.
Los gobiernos de los Estados Unidos (basados en el modelo del apartheid israelí, que divide al país en ciudadanos de primera y palestinos de segunda clase) empezaron la construcción de un muro que ha invertido totalmente el sentido de los muros del pasado. No protege; agrede. No busca repeler a un enemigo; excluye a una población civil. No quiere encerrase; quiere proyectar una lógica del poder. Los migrantes que buscan ingresar a ese país son lo más distante de los ejércitos que, a lo largo de la Historia, han asediado ciudades y territorios. Los migrantes solamente son seres humanos que buscan sobrevivir y, si no lo logran, al menos intentan dar un futuro con mayores posibilidades a sus hijos. Así lo demuestran las brutales imágenes de niños y niñas aupados y lanzados por sobre el muro para dejar atrás su destino miserable.
En manos de la primera potencia mundial, el muro de la frontera con México aparece más como un medio para ampliar la dominación que como una medida defensiva. Quienes quieren traspasarlo no atacan a nadie; solamente huyen de la exclusión generada precisamente por las desigualdades que aseguran la riqueza de los Estados Unidos. Los migrantes están dispuestos a dejarse explotar en ese país con tal de superar su miseria. Desde ningún punto de vista pueden ser vistos como enemigos.
La noción de muro ofensivo parece ocupar el imaginario del poder político. Aquel que instaló López Obrador alrededor del Palacio Nacional, en contra de las manifestaciones feministas del 8 de marzo, tiene un claro mensaje: el patriarcado debe normar el funcionamiento de la sociedad y, por ende, debe establecer los términos en que se aplican y desarrollan los derechos de las mujeres. A menos que el gobierno mexicano haya conferido condición beligerante a las manifestantes, es inconcebible que les impida acercarse al símbolo del poder político para pintarrajearlo. ¿Son los grafitis un arma de guerra?
Simone de Beauvoir analizaba la forma en que se llega a ser mujer: desde la inmanencia y como objeto antes que como sujeto. En ese sentido, se sigue normalizado el hecho de que las mujeres no sean dueñas de su destino sino vidas desechables (como ejemplo puede citarse la epidemia de femicidios en toda la región). Cuando las mujeres no tienen la vocación de agradar sino de pelear con garras y dientes por su propio destino, son consideradas bárbaras, enemigas. Entonces, hay que blindar al patriarcado contra esa supuesta amenaza.
El ser mujer ha sido históricamente un rol secundario incluso en la izquierda; las “cuestiones de las mujeres” (aborto, derecho al voto, paridad, derechos sexuales) han sido sacrificadas/negociadas frente a la verdadera revolución y a la lucha de clases. Ser ciudadanas de segunda categoría que intentan destruir el imperio del patriarcado las convierte en un peligro para el statu quo.
Hasta los proyectos denominados progresistas han terminado ratificando su pacto patriarcal, ese mismo pacto que promueve la violencia directa e indirecta, que silencia a las víctimas y cuestiona a la ex pareja de Evo Morales (Gabriela Zapata) más que al líder, a la hijastra de Daniel Ortega más que al violador, o que guarda absoluto silencio frente al legítimo derecho de las jóvenes mexicanas frente al gobierno de López Obrador.
Dice Aída Hernández que “la radicalización de una nueva generación de jóvenes feministas es el resultado del hartazgo de tratar de construir proyectos junto con una izquierda misógina, machista y patriarcal, que no está dispuesta a cuestionar sus privilegios ni a dar paso a las visiones y propuestas de las mujeres”. Esa misma izquierda progresista que avala la imposición del silencio y la instalación de muros para contener la avalancha de los movimientos feministas, convertidos en enemigos desde las conveniencias del poder. Por fortuna, el patriarcado se tambalea cada día más.
Notas:
Gomá, 2017. Crónica de la construcción de la Gran Muralla China. La Vanguardia. https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-antigua/20170307/47310282005/cronica-de-la-construccion-de-la-gran-muralla-china.html
Hernández Castillo, Aída, 2021. Las izquierdas y los pactos patriarcales. Rompeviento. https://www.rompeviento.tv/las-izquierdas-y-los-pactos-patriarcales/?fbclid=IwAR0eavdstsPHHc2MNivuaiJ0djNO5FgH_yKtW6JakkIvcMhOW6RWk7xSCn4
Fuente: https://ecuadortoday.media/2021/04/27/opinion-el-muro-de-amlo/