Las extremas derechas no son ya las de antes. Esto no significa que sean menos peligrosas, pero se han transformado. Muchos análisis que leemos en los últimos tiempos repiten viejas ideas que a menudo no se corresponden con la realidad. O que, como mínimo, simplifican un fenómeno más complejo de lo que creemos. Para entender estas nuevas extremas derechas, y consecuentemente para poder combatirlas, hay que conocerlas: es decir, estudiarlas.
Y esto es lo que ha hecho Pablo Stefanoni en su último libro, ¿La rebeldía se volvió de derecha?, publicado en Argentina por Siglo XXI Editores. Se trata de un estudio imprescindible para poder entender procesos y dinámicas que están transformando el panorama político actual. La extrema derecha está construyendo un nuevo sentido común y la izquierda, no tomándoselo en serio, se está equivocando mucho, sostiene en síntesis Stefanoni, historiador, miembro del Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas de la Universidad Nacional de San Martín y jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad. Stefanoni nos atiende en una conversación vía Zoom desde Buenos Aires.
Su libro se titula ¿La rebeldía se volvió de derecha?. ¿Hasta qué punto podemos contestar afirmativamente a esta pregunta?
Esa pregunta-título busca, por un lado, poner de relieve desplazamientos en el “hemisferio derechas”; el hecho de que las nuevas derechas –las que están por fuera del espectro de las derechas liberal-conservadoras tradicionales– se presentan como antisistema, transgresoras y políticamente incorrectas. Y, por el otro, las dificultades de los progresismos para canalizar muchos de los descontentos sociales y su asociación con el statu quo. Esto no es completamente nuevo, el fascismo histórico, como propuso Zeev Sternhell, compitió con el socialismo proponiendo un tipo de revolución diferente: futurista, vitalista, irracionalista. Luego perduraron espacios culturales, como la música, que activaron simbologías nazis como una forma de rebeldía, pero más bien como espacios de nicho.
Pero si bien puede haber rimas con los años 30, los contextos y los proyectos son muy distintos. El húngaro Miklós Tamás, que habló de posfacismo, señaló que estas nuevas derechas radicalizadas no son, sin duda, las derechas neofascistas de antaño; sus líderes ya no son cabezas rapadas ni calzan borceguíes, ni se tatúan esvásticas en el cuerpo. Son figuras más “respetables” en el juego político. Cada vez parecen menos nazis; sus fuerzas políticas no son totalitarias, no se basan en movimientos de masas violentos ni en filosofías irracionalistas y voluntaristas, ni juegan al anticapitalismo. Si aparece una esvástica o una referencia al nazismo, esto parece más una provocación que una adhesión doctrinaria. Con esto no estoy diciendo que no sean dañinas, sino que es necesario estudiar cómo funcionan estas formas de transgresión y dónde está el atractivo para las nuevas generaciones. Ahí entra tu concepto de extremas derechas 2.0. Los riesgos sobre la democracia también riman con el pasado y es necesario analizar en detalle el funcionamiento de estas derechas que tienden a menudo a derechizar a parte de las derechas más convencionales.
En el libro, me interesaba indagar sobre todo cómo las derechas pueden aparecer de maneras menos convencionales. Por ejemplo, es interesante prestar atención al tema de género: Marine Le Pen lidera la extrema derecha francesa –es una mujer autónoma, alejada del tipo de familia tradicional, que se hizo un lugar en el ambiente ultra que heredó el viejo Le Pen–; en Alemania Alice Weidel, una de las líderes de AfD, es lesbiana, en pareja con una mujer de origen migrante y con niños; en España, Rocío Monasterio renueva –y refresca a su modo– la imagen de la derecha post-franquista. Lo mismo vale para figuras gays que detallo bastante en el libro. Hace unas semanas El País publicó un artículo sobre el youtuber español InfoVlogger, ubicado entre la derecha del Partido Popular y Vox. Joven, gay, con piercings y pantalones rotos. Alguien a quien estéticamente antes no habríamos asociado con la extrema derecha. Y esto no es algo aislado. Cuando ganó Trump, el británico Milo Yiannopoulos hizo una gira trumpista por universidades progresistas de Estados Unidos a la que bautizó “la gira del maricón peligroso”.
No sé si la rebeldía “se volvió” de derecha, no creo, pero parece cierto que la derecha está capturando parte del inconformismo social frente a un progresismo que se vuelve previsible e incluso conservador en muchos sentidos. La idea del libro fue cartografiar estas transformaciones, indagar sobre las facetas menos evidentes de las nuevas derechas radicales; sobre las plataformas de circulación de estas ideas, los pensadores que están atrás (desde figuras intelectuales conocidas hasta influencers y otras formas de ser una suerte de intelectuales públicos en la era Youtube); sobre los lenguajes y estéticas que ponen en juego; y cómo construyen una especie de sentido común antiprogresista.
¿Podríamos decir entonces que lo que les mola ahora a los jóvenes no es tatuarse el Che Guevara sino Pepe The Frog con los rasgos de Trump? ¿Me estoy pasando?
No tanto. Lo cierto es que la izquierda revolucionaria se ha vuelto crecientemente marginal. En su libro Realismo capitalista, Mark Fisher ponía de relieve que no solo resulta difícil llevar adelante proyectos transformadores, sino imaginar esos proyectos. Sin duda, el socialismo revolucionario no logró reponerse a la caída del bloque soviético (incluso las corrientes que no congeniaban con ese modelo). Y no debemos olvidar el fracaso venezolano, el único país en declararse socialista después de 1991. Marina Garcés, que escribió Nueva ilustración radical, un libro breve pero sustancial, habla de una especie de “parálisis de la imaginación” que provoca que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”.
No cabe duda de que en varias latitudes, decirse de derecha para muchos jóvenes suena transgresor e incluso cool. Y hay formas de politización, y radicalización, por internet que potencian ese fenómeno. De todos modos, debemos matizar todo esto. El feminismo moviliza a millones de jóvenes en todo el mundo, y lo mismo el activismo climático. El problema es cómo salir de ciertas zonas de confort y superioridad moral e intelectual, langues de bois y discursos prefabricados que a menudo capturan la discursividad y la acción progresista.
¿La izquierda se ha vuelto aburrida? ¿Es esta la triste conclusión al fin y al cabo?
Hay cierta “banalidad del bien” en el progresismo en clave socialdemócrata, según la formulación de Tony Judt. Pero a la vez, este progresismo se volvió en gran medida parte del statu quo. La izquierda comunista directamente dejó de existir en un sentido significativo. Pero quizás lo más importante es que lo que está en crisis es la cultura de izquierda, que constituía formas de sociabilidad muy extendidas que ya no existen más. En segundo lugar, parece haber una cierta moralización de la política, de un tipo de construcción de las “víctimas” un poco complicado. El historiador Enzo Traverso ha mostrado cómo el auge de la “memoria” de los últimos años, con incidencia en el mundo académico y político, ha ido en paralelo a otro fenómeno: la construcción de los oprimidos como meras víctimas: del colonialismo, de la esclavitud, del nazismo… De esta forma la “memoria de las víctimas” fue reemplazando a la “memoria de las luchas” y modificando la forma en que percibimos los sujetos sociales, que aparecen ahora como víctimas pasivas, inocentes, que merecen ser recordadas y al mismo tiempo escindidas de sus compromisos políticos y de su subjetividad. Como señala Traverso, “el siglo XX no se compone exclusivamente de las guerras, el genocidio y el totalitarismo. También fue el siglo de las revoluciones, la descolonización, la conquista de la democracia y de grandes luchas colectivas”. Pero también hay cuestiones vinculadas a una especie de inocencia antropológica de las víctimas. El escritor afroestadounidense James Baldwin escribió que “existe una tradición entre los blancos emancipados y los negros progresistas según la cual nunca se debe decir una verdad desagradable sobre los negros” y que esto es “una tradición tan paralizante e insidiosa como esa otra tradición según la cual los negros solo son unos payasos amorales y risueños”.
Adolph L. Reed Jr., un antiguo profesor marxista y escritor sobre temas políticos y raciales, provocó diciendo que los progresistas ya no creen en la política de verdad sino que se dedican a “ser testigos del sufrimiento”. Y Mark Fisher escribió en 2013 un sombrío artículo titulado “Salir del Castillo del Vampiro” en el que critica “la conversión del sufrimiento de grupos particulares –mientras más ‘marginales’ mejor– en capital académico”. También habría que ver bien los pliegues del concepto de “privilegio blanco”. En una entrevista, la autora afroestadounidense Heather McGhee sostiene que no es que el concepto de privilegio blanco no sea útil; obviamente describe algo real. “Lo que hace la conciencia del privilegio, en el mejor de los casos, es revelar la injusticia sistemática, y quitar la culpa de las víctimas de un sistema corrompido”. Pero, prosigue: “creo que a estas alturas –también cuando tantas personas blancas se sienten profundamente desfavorecidas– es más importante hablar del mundo que queremos para todos”. Por ello, McGhee intenta cambiar el enfoque de cómo el racismo beneficia a los blancos a cuánto les cuesta.
Se ha ido construyendo lo que ahora se denomina “corrección política” pero también una forma de sermón moralizante. El problema es que la nueva ola de “incorrección política” promovida por las nuevas derechas trafica diversas formas de xenofobia, misoginia, antiigualitarismo y todo tipo de posiciones reaccionarias. Todo eso unido a la “memización” de la política, la lógica 4Chan, el troleo, etc. Por eso es necesario precisar bien las discusiones sobre la “cultura de la cancelación”, un término que viajó por todo el mundo sin el contexto en el que surgió en Estados Unidos, que es un contexto político-cultural (e incluso religioso si tomamos en cuenta el sustrato protestante y las formas catártico-terapéuticas que asume) muy específico. Creo que hay una incomodidad con todo esto en sectores del progresismo.
¿Y qué debería hacer entonces la izquierda para volver a ser otra vez sexy?
Esta es la pregunta del millón. Hay ahí un problema de fondo: la izquierda, al igual que el liberalismo, presuponía la posibilidad de imaginar futuros mejores, incluso emancipados. Hoy las imágenes de futuro son entre muy negativas y distópicas. Si antes se pensaba que la robotización/automatización del trabajo iba a ser liberadora, hoy pensamos que los robots nos van a reemplazar y arruinar. El cambio climático amenaza al planeta y por muchas razones resulta muy complicado emprender acciones comunes eficaces. Las plataformas van a “uberizar” el mundo y acabar con el empleo estable y por eso se acaba por defender, muchas veces de manera idealizada, formas actuales de trabajo. Y podemos seguir. Eso tiene el riesgo de que desde el progresismo se termine defendiendo el capitalismo tal como es frente a lo que podría devenir. Hay un libro muy interesante de Alejandro Galliano, un escritor argentino, que se titula ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?, que muestra cómo sectores del capitalismo tecnológico mantienen vivas un conjunto de utopías mientras que las izquierdas, después de los fracasos previos, temen ser consideradas “utópicas” y cancelan la posibilidad de imaginar un mundo diferente.
Claramente, hoy no tenemos un Qué hacer, con lo bueno y lo malo de eso. Yo estoy lejos de tener recetas o sentirme habilitado para hacer recomendaciones. Sí coincido con quienes sostienen que los progresismos deben reenfocarse en las discusiones socioeconómicas y buscar una reconexión con las clases trabajadoras y el “precariado”. En gran medida, la militancia de izquierda dejó de leer economía. Hay una retórica anticapitalista sin que se debata sobre qué significa pensar hoy un mundo más desmercantilizado, por no hablar de las viejas discusiones sobre la planificación económica, que son objeto de economistas ultraespecializados o de los historiadores. La verdad es que es más fácil discutir sobre lenguaje inclusivo que sobre qué hacer con el sistema financiero o cómo reconstruir la educación y la salud pública, o los sistemas de protección social. Por eso, cuando las izquierdas ganan elecciones suele sobrevenir la decepción.
Hay un fenómeno que me parece muy interesante: el de los libertarios y los anarcocapitalistas. ¿Por qué esta gente giró en los últimos años a la extrema derecha?
En el caso argentino se dio algo particular: la emergencia de un pequeño pero ruidoso movimiento libertario de derecha que atrae a gente muy joven, sobre todo varones. Hay un fenómeno curioso de recepción con los textos de Murray Rothbard, con una larga historia en el libertarismo estadounidense, que creó el término “paleolibertarismo”. Su posición era que no había que confundir la oposición a la autoridad estatal con la oposición a cualquier forma de autoridad. Por eso predicaba que, para acabar con el Estado, era necesario fortalecer instituciones sociales como las iglesias, las familias y las empresas. Contra un libertarismo al que consideraba demasiado hippie, propuso una articulación entre anarcocapitalismo e ideas reaccionarias en el plano social. De hecho, en 1992, habló de manera bastante profética de poner en pie un “populismo de derecha” que se parecía bastante al bloque político-social que armaría después Donald Trump. Hay un artículo de Elliot Gulliver-Needham que da cuenta de cómo el movimiento libertario estadounidense en su conjunto parece confluir con la extrema derecha. Y cómo desde hace tiempo la alt-right anda pescando libertarios. Lo que es claro hoy es que el libertarismo clásico estilo estadounidense tipo Reason, plasmado en el Partido Libertario, es poco atractivo, no tiene casi público, mientras que el libertarismo de derecha se articula con otras expresiones de las “derechas alternativas”, con neorreaccionarios de Silicon Valley, y con diferentes expresiones antiprogresistas y antiigualitarias. No es casual que el referente del libertarismo en Argentina, Javier Milei, haya firmado la Carta de Madrid impulsada por Vox junto a varios exponentes globales de extrema derecha ni que elogie a menudo a este partido. Esta confluencia entre liberales y reaccionarios no es nueva (muchos apoyaron, por ejemplo, a la dictadura de Pinochet), pero tampoco es una mera repetición. Tiene muchos de los componentes “transgresores” que mencionamos al comienzo y de algún modo se plantean patear el tablero, como vimos con Trump y vemos con Vox.
Nombra el caso de Javier Milei en Argentina ¿Debemos tomarnos en serio a personajes como él?
Milei es un personaje muy excéntrico. Un economista matemático convertido a la escuela Austriaca y una figura mediática bastante estrambótica, que atrae a muchos jóvenes. Él cree que las viejas fundaciones liberales no pudieron horadar la piedra ni siquiera en los años noventa, cuando el viento parecía soplar en las velas de los liberales; incluso cree que esas fundaciones hicieron que la gente odie las ideas liberales. Llama resentidos y fracasados a los “dinosaurios de la vieja era” que querían mantener el liberalismo limitado a una pequeña élite. Dice que la pelea se podría dar por la vía revolucionaria pero que “las armas las tienen ellos, el Estado”. Y que por eso se decidió a ser candidato a diputado por el frente Avanza Libertad para las elecciones de medio término de 2021 y “dinamitar el sistema desde adentro”. Puede ir vestido de superhéroe a un festival de otakus, insultar a los keynesianos en televisión, envolverse en banderas de Gadsden, decir que quiere cerrar el Banco Central, llamar Basura general a la Teoría general de Keynes, hacer una obra de teatro para difundir la economía austriaca o defender a los gritos en un plató de televisión la “estruendosa superioridad del capitalismo”. Esto obliga a la izquierda a volver a discutir de economía. Y a demostrar que la igualdad es mejor que la desigualdad en términos, no solo morales, sino también económicos.
En su libro aborda también cuestiones resbaladizas como el homonacionalismo y el ecofascismo. ¿La ultraderecha se está apropiando de muchas de las banderas progresistas?
Yo traté de transitar las facetas menos evidentes de las extremas derechas. Que la mayor parte de esos grupos son homófobos, negacionistas del cambio climático o antisemitas es claro y no requiere mayor investigación. Lo que me interesaba era centrarme en fenómenos más incipientes o menos estudiados que obligan a ajustar el foco. Por ejemplo, las extremas derechas, sobre todo en Europa del norte, usan la laicidad como bandera. Eso les permite tener un discurso para los votantes LGBT: “Si votas progresista te van a islamizar tu barrio, si nos votas a nosotros seremos garantes de la laicidad y podrás pasear de la mano de tu pareja”. Y a esto se suman figuras abiertamente gays en las direcciones de esos partidos. Por otro lado, hay cambios en la “geopolítica del erotismo”, como muestra un muy buen libro de Jean Stern Mirage gay à Tel Aviv. Con la islamización, el mundo árabe no es un buen destino para el orientalismo sexual como lo era en los años 70 u 80, cuando muchos viajaban en busca de aventuras sexuales, y Tel Aviv ocupó ese lugar, y hoy es una meca gay. Pero ese pinkwashing, que da muchos recursos económicos, tiene consecuencias políticas. Es una forma de soft power y sirve para recubrir la política israelí de una pátina progresista: las fuerzas armadas reprimen a los palestinos pero son las más inclusivas del mundo. Si bien es cierto que sigue habiendo un antisemitismo extendido en las extremas derechas, también lo es que un Israel gobernado por la derecha es vista como un aliado contra la “islamización” y la “defensa de Occidente”. Y Netanyahu es visto con simpatía; fue por ejemplo la figura estrella en la asunción de Bolsonaro. Y comparte con Orbán su odio a Soros.
En el caso del clima, me interesó explorar en la tradición ecofascista porque si la crisis climática se agrava van a entrar en conflicto dos lógicas contrapuestas: la de la “nave tierra” y la del “bote salvavidas”. La primera es solidaria –nos salvamos todos o no se salva nadie–, mientras que la segunda dice que si entra demasiada gente al bote, este se hunde y nos ahogamos todos. ¿Cuál va a predominar? Una parte de la extrema derecha va más allá del negacionismo climático. Marine Le Pen habla de una nueva civilización ecológica que une defensa de la producción local con posiciones antiinmigración; los Verdes en Austria se aliaron con los conservadores que acababan de terminar una alianza con la extrema derecha, con la consigna de defender el ambiente y las fronteras. Revisar la tradición del ecofascismo puede servir para estar más atentos a estos fenómenos y tener alertas tempranas. El ambientalismo progresista no tiene compradas sus banderas.
¿Qué particularidades tienen las derechas más radicales en América Latina respecto de lo que venimos hablando?
En el caso latinoamericano, que es heterogéneo, hay algunos elementos para tener en cuenta, sobre todo el elemento militar. Las extremas derechas, en muchos países o regiones (Colombia, América Central, Perú), están vinculadas con la lucha antisubversiva. Tampoco es casual que Bolsonaro reivindique la dictadura militar brasileña. Ni que la experiencia neoliberal más exitosa haya sido la de Pinochet en el Chile de los años 70 y 80. En estos últimos años, hay que sumar el crecimiento del evangelismo pentecostal, aunque hay que evitar la tentación de convertirlo en un factor explicativo “fácil” de los triunfos de las derechas. Durante años, la izquierda no se ocupó de este fenómeno y ahora muchos lo sobredimensionan.
No es claro, por ejemplo, que haya un “voto evangélico”, como lo muestra bien el antropólogo de la religión Pablo Semán, pero al mismo tiempo hemos visto un efecto desborde, desde la religión hacia la política, del evangelismo más conservador, y movilizaciones contra los derechos sexuales y reproductivos. Es interesante ver cierta confluencia conservadora católica-evangélica aun cuando esas dos religiones compiten históricamente (una de las tareas del papa Francisco es, precisamente, reposicionar a una Iglesia católica debilitada en el mundo popular latinoamericano frente a los evangélicos). De todos modos, es interesante que el fenómeno más exitoso de construcción política del evangelismo, Brasil, se diera a partir de la Iglesia Universal del Reino de Dios, que es la iglesia pentecostal más heterodoxa de América Latina, hasta el punto de que muchos ni la consideran evangélica.
¿La derrota de Trump nos permite ser un poco más optimistas?
Sin duda. Pero más que la derrota de Trump en sí misma, creo que lo que permite ser optimistas es el desarrollo de una izquierda interesante en Estados Unidos. Una izquierda que ha sido capaz de articular dimensiones de identidad y de clase en su discurso –desde las luchas por la justicia racial hasta el salario mínimo y la sindicalización, o los problemas de segregación urbana–. El programa progresista de Biden en temas de impuestos, reforma policial, clima, etc. no se explica sin el crecimiento de la izquierda en el interior del Partido Demócrata. Resulta paradójico que el país donde históricamente fue más difícil construir corrientes socialistas –y que mereció el famoso libro ¿Por qué no hay socialismo en Estados Unidos?– hoy haya dado lugar a una izquierda con perspectivas programáticas que no rehuye al pragmatismo –y a tener los pies sobre la tierra– y dosis de entusiasmo a veces sorprendentes frente a un ciclo latinoamericano bastante amesetado y sin muchas ideas y unas izquierdas europeas que, en líneas generales, han retrocedido en los últimos años.