La ultraderecha se ha impuesto en las elecciones italianas. Una coalición de dos partidos de extrema derecha y uno de derecha gobernará Italia. En primer lugar, Fratelli d’Italia, partido liderado por la que será próxima Primera Ministra, Georgia Meloni, y heredero del MSI (Movimento Sociale Italiano) -fundado tras la II Guerra Mundial por los fascistas que apoyaron y acompañaron a Mussollini- ha quedado en primer lugar con un 26% de los votos. Seguido, dentro de la coalición ultraderechista, del otro partido de extrema derecha italiano (aunque de otra familia dentro de ese espectro), la Lega de Matteo Salvini, y del conservador Forza Italia, fuerza encabezada por el estrambótico Silvio Berlusconi.
No voy a entrar en este texto a analizar las causas concretas de los resultados en Italia, pues no soy ningún experto en la política del país transalpino y hay decenas de artículos estos días de autores y autoras que sí lo son, a través de los cuales podemos aprender mucho. Lo que me interesa es dar mi opinión acerca de las condiciones necesarias (aunque no suficientes) del ascenso que en Europa occidental está teniendo las fuerzas de extrema derecha (en sus diferentes variantes) durante los últimos años.
Para mí hay tres grandes condiciones sin las que este fenómeno no podía estar produciéndose: la normalización y socialización de sus ideas, la creciente precariedad e inestabilidad vital fruto de décadas de neoliberalismo y la cada vez mayor desafección política en nuestras sociedades.
Respecto de la primera de las condiciones, tenemos que considerar que llevamos unos años en los que, paulatinamente, planteamientos políticos que hasta hace menos de una década eran prácticamente imposibles de lanzar a la esfera pública sin salir de la marginalidad, son hoy considerados como normales por gran parte de la sociedad. Es lo que se conoce como desplazamiento de la Ventana de Overton, a través del que el grado de tolerancia de una sociedad con respecto a las ideas que diferentes actores sociales y/o políticos pueden plantear se va moviendo, pasando de considerar dichas ideas como radicales a verlas como sensatas e incluso populares.
Para que esto suceda hay diversos actores que deben jugar un papel fundamental. Sobre todo dos, los partidos políticos y los medios de comunicación. En España, por ejemplo, estamos asistiendo a un lamentable espectáculo cotidiano en los mass media por el que ideas que hace unos pocos años no salían de la barra de un bar frecuentado por radicales fascistas hoy tienen todas las cámaras a su disposición para llegar a millones de personas. Son los mismos medios que, cuando los actores políticos que asumen estas ideas ascienden en popularidad para después hacerlo en votos, se preguntan por qué eso ha podido pasar, lamentándose por el peligo que acecha a la democracia liberal.
Y tras el benepláctico mediático llega la asunción política. Discursos antes marginales se vuelven populares en la calle a través de los medios de comunicación y se articulan políticamente a través de formaciones de diversa índole que se aprovecvhan de esta desdiabolización y popularidad de estos planteamientos para buscar su hueco en la política institucional y, sobre todo, impregnar aún más a la sociedad de sus ideas. Así podemos ver a diputados de VOX llevando a la Tribuna del Parlamento discursos propios de grupúsculos nazis, a la derecha política asumiendo y reproduciendo los postulados de VOX y, hasta al presidente del Gobierno de España y otros miembros del Ejecutivo y del PSOE enmarcando su discurso en materia migratoria tal y como lo haría la extrema derecha (lo vimos no hace demasiado con sus declaraciones sobre la masacre de personas migrantes por parte de la Policía marroquí).
Lo que está claro es que, sin esta normalización de ideas antes excluidas del consenso democrático, el ascenso de la ultraderecha tanto en capacidad de permear a la sociedad con sus ideas como en porcentaje de voto, sería imposible. Como sociedades tenemos el deber de transformar nuestras esferas públicas para que esto deje de suceder.
El segundo de los puntos al que hice referencia es la crecientre precariedad e inestabilidad vital en la que vivimos inmersos, consecuencia de décadas de políticas neoliberales responsabes de haber roto el tejido social y comunitario existente y haber sumido a los pueblos de Europa en una sensación de constante inestabilidad con cada vez mayor dificultad para edificar una vida hacia el futuro.
Dijo Bertolt Brecht tras la derrota del nazismo en la II Guerra Mundial: “señores, no estén tan contentos con la derrota (de Hitler). Porque aunque el mundo se haya puesto de pie y haya detenido al Bastardo, la Puta que lo parió (el capitalismo) está caliente de nuevo“. El capitalismo al que hacía referencia Bretch no era el neoliberal que sufrimos desde finales de los 70 y principios de los 80, pero podemos establecer una analogía. Son estas décadas de fragmentación social las que han generado el caldo de cultivo ideal para el crecimiento de la ultraderecha. Además, una ultraderecha, que en muchos casos, como el de la propia Meloni, viene a reforzar aún más ese neoliberalismo económico y social en base a medidas favorecedoras a las clases más privilegiadas y que dejarán con una mayor inseguridad a las mayorías sociales trabajadoras.
Por último, mencioné la desafección política como condición necesaria para el ascenso de la ultraderecha. La abstención en Italia creció en ocho puntos desde las últimas elecciones de 2018. En estos últimos años la gente cada vez confía menos en la política como forma de resolver sus problemas. Los problemas de sus países. Como manera de mejorar la calidad de sus vidad y de dejar una sociedad y un mundo mejor a sus hijos e hijas. Y, siempre que sucede esto, se aprovechan los mismos monstruos para crecer.
Las mayorías sociales necesitan sentir y notar que cuando las fuerzas progresistas gobiernan sus vidas cambias sustancialmente a mejor. Necesitan creer en que no da igual quién gobierne. Quién tome las decisiones sobre la forma de ordenar su país. Y, sobre todo, necesitan imaginar la posibilidad de un futuro mejor en base a confiar y participar de una opción política determinada. Actualmente la izquierda que ocupa el espacio que en el Siglo XX ocuparon la socialdemocracia y el comunismo no está siendo capaz de construir un horizonte en el que las clases populares crean. Por el que piensen que merece la pena trabajar. Sin rumbo es imposible la movilización necesaria. Y esta no se logrará apelando a detener a la bestia, como ha quedado ya suficientemente demostrado.
Para terminar este texto quiero hacer mención a un par de fenómenos más que se dan siempre que la ultraderecha obtiene buenos resultados. Uno es el intento de explicación de este fenómeno apelando a responsabilidad de las fuerzas de izquierda por haber olvidado a la clase obrera y “sus verdaderos intereses” y “auténticas preocupaciones” para sustituirlos por las agendas de “las minorías” (sic), refiriéndse con este término, entre otros colectivos, a personas migrantes, personas LGTBI e ncluso mujeres en su condición de tales, como si no fueran la mitad de la población.
Estas acusaciones son prueba de una pereza analítica tremenda, sí. Pero es mucho más grave que eso. Porque de lo que son auténtica muestra es de la creciente hegemonía ideológica de la ultraderecha. De la penetración de sus ideas en la sociedad que hablé antes, hasta llegar a entrar en fuerzas y personas que se dicen de izquierda y explican todo lo que sucede en el mundo con las gafas de la ultraderecha.
Esta es una de las principales victorias de esta última, la capacidad de cambiar el foco para que los de abajo nos miremos entre nosotros en vez de centrar nuestra vista en los de arriba. Para que nos sintamos como víctimas en los procesos de transformación social que se han producido en las últimas décadas a través de los cuales personas y colectivos tradicionalmente marginados de la vida política y social han adquirido derechos, cuestionando los roles tradicionales que organizaban nuestras sociedades. Para las fuerzas de izquierda la ampliación de derechos siempre debería ser algo a celebrar, jamás algo a lo que acudir para explicar su propia impotencia.
Y el último fenómeno al que quiero hacer mención es la reacción de los poderes económicos (eso que hoy solemos conocer como “los mercados”) ante la victoria de fuerzas de extrema derecha. Tras la victoria de Meloni, ninguna bolsa se hundió. Ninguna multinacional planteó que llegaba el apocalípisis. Todo siguió su curso. Reacción radicalmente distina a la que se produce cuando son fuerzas de izquierda las que vencen, como por ejemplo pasó en Grecia en el año 2015 tras la victoria de Tsipras.
En la cosmovisión del mundo de las élites económicas tiene cabida la ultraderecha racista, xenófoba, homófoba y violenta. Pero no tienen cabida las fuerzas progresistas que buscan la redistribución de la riqueza para construir unas sociedades más justas e igualitarias. Y es que la ultraderecha siempre ha sido el recurso de las oligarquías tiempos de fuertes transformaciones que traen consigo importantes convulsiones sociales. Conviene que no olvidemos esto.
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