Hay un Lenin que “no sabe”, o por mejor decir, que “sabe no saber”, que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el más necesario.
Creo que hay que entender a Lenin como un revolucionario especialmente caracterizado por el uso que hace de la dialéctica como arma para el conocimiento y la acción. Si cabe entender el leninismo como una respuesta al qué hacer, parece necesario destacar en el conjunto de su obra la fuerte relación entre la praxis y la teoría que la caracteriza. Su praxis. Su relación dialéctica con la realidad. Con una realidad que la asunción de la dialéctica le permitía ver como algo a la vez concreto y en movimiento: esa revolución en marcha, aconteciendo. Leer a Lenin hoy, leerlo como un interlocutor válido, también hoy, para enfrentarse con los obstáculos y tentaciones estratégicas que encuentran quienes desean recuperar el horizonte de la emancipación, tiene sentido en la medida en que su obra –sus textos– es resultado de la atenta y muy reflexiva relación que mantuvo, desde su praxis de dirigente, con el concreto acontecer con que la marcha revolucionaria fue saliendo a su encuentro. Consideremos las teorías leninistas como respuesta, como responsabilidad, como diálogo con una realidad cambiante, como fruto de esa experiencia única que la revolución supone. Frente a la imagen tan generalizada de un Lenin como teórico rígido, inflexible y dogmático, parece necesario ofrecer hoy, a cien años de su muerte, el perfil más obviado del Lenin dialéctico e inquisitivo, en permanente estado de aprendizaje. Un Lenin como lector atento de la realidad que, si bien en su lectura recurre a las categorías y conceptos que el marxismo le ofrece, no deja de ser consciente, al mismo tiempo, de que el marxismo no es un libro de recetas y que «sería una gran equivocación limitarse a aprender el comunismo simplemente de lo que dicen los libros», dado que «no existe la verdad abstracta. La verdad es siempre concreta». Lenin como lector de una realidad que es siempre concreta y a la vez está en perpetuo movimiento. Una realidad cambiante, siempre entre el pasado y el futuro, pero que también es fruto de un presente en el que conviven los restos de lo que fue con las tensiones propias de que lo está empezando a ser. Lenin para aprender a leer.
Leer a Lenin hoy quizá sea una impertinencia, por cuanto, para la sensibilidad postmoderna, él mismo y aquella revolución de la que fue uno de los principales protagonistas pertenecen a un pasado inexistente, que es la forma que se confiere al pasado cuando se desea darlo por muerto. Pero la celebración del centenario de su muerte –y ya es paradójico hablar de la celebración de una muerte– hace oportuno –más allá del mero oportunismo– volver a retomar el comentario sobre su obra y figura, como si el calendario fuera el único motor de la memoria colectiva. Habrá que confiar en que, al menos, esta oportunidad que el centenario ofrece sirva para que su obra vuelva a ocupar un lugar importante en el marco de reflexiones que la situación social y política, aquí y ahora, está exigiendo. Un aquí y un ahora que en nada parece anunciar tiempos de revolución, por lo que quizá merezca recordar que el mismo Lenin, en una conferencia pronunciada en enero de 1917 en la Casa del Pueblo de Zúrich, ante una asamblea de jóvenes obreros suizos, afirmó: «Nosotros, los viejos, quizá no lleguemos a ver las batallas decisivas de esa revolución futura». Unos momentos antes, sin embargo, había señalado que «no debemos dejarnos engañar por el silencio sepulcral que ahora reina en Europa: Europa lleva en sus entrañas la revolución». Silencio sepulcral de aquella Europa que hoy se ve sacudida por el ruido de unos conflictos bélicos que la agitan en medio de un clima de gran inseguridad.
Más allá de las coyunturales celebraciones, Lenin es una figura fuertemente cuestionada, objeto de severos juicios y todavía más severos prejuicios. Conforme a la mayor parte de esos juicios, Lenin no pasa de ser un mero oportunista táctico, protagonista relevante e implacable de una toma del poder que las circunstancias de la Primera Guerra Mundial pusieron al alcance del partido bolchevique. Se dibuja así un Lenin como gestor y responsable de un modelo de partido político autoritario, sectario y jerarquizado al máximo, tozudo líder de una revolución de signo marxista que la ortodoxia marxista había juzgado como imposible, defensor de la dictadura del partido único sobre un proletariado sojuzgado en nombre de su libertad. En cuanto a los prejuicios –en los que, como conviene no olvidar, descansa fundamentalmente la construcción de los imaginarios colectivos–, Lenin sería una reliquia histórica, cadáver mental momificado que no pasa de ser reclamo y objeto de veneración para turistas ideológicos y nostálgicos, autor de doctrinas anacrónicas ya superadas y refutadas por el propio devenir histórico de la desaparecida Unión Soviética, precursor o eslabón necesario de las monstruosidades y aberraciones que se achacan de manera monolítica a los años en los que Stalin ostentó el poder en el país de los soviets.
«Lenin es una figura fuertemente cuestionada, objeto de severos juicios y todavía más severos prejuicios»
A pesar de todo, acercarse a Lenin y a su forma de pensar, a sus formas de reflexionar sobre los acontecimientos, puede resultar útil para quien se plantee con seriedad tanto lo que el partido bolchevique hizo durante el proceso revolucionario, en cada una de sus etapas concretas, como aquello que no hizo o dejó de hacer. Sin duda una de las características más sobresalientes de Lenin como dirigente es su capacidad de sacar lecciones tanto de lo hecho como de lo no hecho. Para él, lo que no es forma parte de lo que es, lo que está dejando de ser forma parte de la construcción de lo que está siendo y conforme a la cual, como escribió Engels, «nada se mantiene siendo lo que era, allí donde estaba, ni como era, sino que todo se mueve, cambia, deviene y perece». La realidad como un «estar siendo», un «estar aconteciendo». Una lectura de la realidad en la que, en paradoja sólo aparente, también ocupa un lugar sobresaliente el derecho a soñar: «Si el hombre quedase privado por completo de la capacidad de soñar así, si no pudiese adelantarse alguna que otra vez y contemplar con su imaginación el cuadro enteramente acabado de la obra que empieza a perfilarse por su mano, no podría figurarme de ningún modo qué móviles lo obligarían a emprender y llevar a cabo vastas y penosas empresas en el terreno de las artes, de las ciencias y de la vida práctica… La disparidad entre los sueños y la realidad no produce daño alguno, siempre que el soñador crea seriamente en un sueño, se fije atentamente en la vida, compare sus observaciones con sus castillos en el aire y, en general, trabaje a conciencia por que se cumplan sus fantasías. Cuando existe algún contacto entre los sueños y la vida, todo va bien». Lenin, pues, suma al análisis concreto de lo concreto el derecho a soñar.
Claro está que la figura de Lenin, su filosofía, no se limita a la reflexión teórica o a la elaboración de una estrategia para la toma del poder. Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución, que puede sorprender a quienes ingenuamente creen que una revolución acaba el día de la toma del poder. Pero no, la revolución, como decía Martín López Navia, empieza realmente en el momento después de la toma del poder. En ese «día después» en que se hace necesario responder a las nuevas preguntas que el cambio de sistema plantea. ¿Cómo hacer que el pan, las frutas, verduras, carnes y pescados lleguen al día siguiente a los mercados? ¿Cómo saber cuánto va a valer el dinero de siempre cuando el nuevo día amanezca? ¿Cómo garantizar que los trenes y tranvías sigan funcionando? ¿Cómo conseguir que los ricos no escapen a toda velocidad con sus riquezas? ¿Cómo evitar que nadie asalte las tiendas y que los bares y escuelas sigan funcionando? ¿Quiénes y cómo van a imponer orden? Porque toda revolución es precisamente eso: la promesa de un nuevo orden, de un orden mejor por más justo, pero orden en todo caso, por más que su llegada desordene el orden viejo, injusto y opresor. Es el «día después» cuando la revolución –¿qué hacer?– deviene en respuesta, en responsabilidad. Ya Maquiavelo había anotado que «no hay nada más difícil de llevar a cabo, más dudoso de éxito, nada más peligroso de manejar, que el inicio de un nuevo orden». Y Hannah Arendt subrayó correctamente que la revolución «nos enfrenta directa e inevitablemente con el problema del comienzo». Al día siguiente de la revolución nace la revolución. Y, no lo olvidemos, la contrarrevolución. Se toma el poder y se descubre su potencia, pero –pura dialéctica– también hace acto de presencia la impotencia. Porque lo que se puede conlleva dentro lo que no se puede.
Con Lenin leemos la Revolución soviética como potencia, como poder del poder. La tarde siguiente a la toma del Palacio de Invierno se proclama que «todo el poder en las localidades pasa a los soviets de diputados obreros, soldados y campesinos», y bajo su autoridad se forma como Gobierno el Consejo de Comisarios del Pueblo que Lenin, por elección, va a presidir. Aparte del decreto de constitución del Gobierno, se aprueban dos decretos: el primero –que más que un acto de poder es una declaración de deseos–, en nombre del Gobierno Obrero y Campesino, propone a todos los pueblos y gobiernos en conflicto el comienzo de negociaciones para una paz justa, democrática, sin anexiones ni indemnizaciones. El segundo decreto es sobre la tierra, y participa ya claramente de la marcha dialéctica que la realidad en movimiento supone. Por un lado, es un acto de poder: la propiedad de los terratenientes se expropia sin compensaciones, se abole la propiedad privada de la tierra y se concede el derecho a usarla a todos los ciudadanos (sin distinción de sexo) que quieran trabajarla; pero es también un acto que encierra en sí mismo la impotencia del partido bolchevique para imponer la nacionalización que recogía en su programa. Poder e impotencia en un mismo acto y ocasión para aprender de la mano de Lenin, como lectores de su obra, a saber situar ese suceso, ese acontecer que, como todo hecho, es movimiento. «Se dice aquí que el decreto y el mandato han sido redactados por los socialistas revolucionarios. Sea así –dirá Lenin poco más tarde, durante el II Congreso de los Soviets–. No importa quién los haya redactado: como gobierno democrático no podemos dar de lado la decisión de las masas populares, aun en el caso de que no estemos de acuerdo con ella. En el crisol de la vida, en su aplicación práctica, al hacerla realidad en cada lugar, los propios campesinos verán dónde está la verdad».
«Hay en Lenin un vector pragmático, de dirigente comprometido con las realidades del día a día de la revolución»
Creo sinceramente que esta reflexión de Lenin sirve mejor que ninguna otra para entender la clarividencia con que abarca y entiende el ser de la dialéctica. Frente a aquellos que, de manera simplificadora, entienden la lucha de clases y por tanto la revolución como un enfrentamiento entre contrarios, Lenin –que ya en los Cuadernos filosóficos hace ver que «las relaciones de cada cosa (fenómeno, etc.) no sólo son múltiples, sino además universales, y que cada cosa (fenómeno, proceso, etc.) está vinculada con todas las demás»– entiende que «cuando lo nuevo acaba de nacer, lo antiguo se mantiene un cierto tiempo más fuerte que él. Siempre es así, también en la naturaleza y en la vida social». Esta forma suya de atender al movimiento de las cosas le permite a Lenin ver las contradicciones no sólo entre el pasado y el porvenir, sino también aquellas que tienen lugar en el interior de la revolución, con los enfrentamientos internos entre revolucionarios y el desgarro que todo avance supone.
Está el Lenin que supo construir un partido sólido, disciplinado y eficiente, que fue capaz de analizar y determinar el momento en el que la toma del poder era posible: de ese Lenin cabe extraer lecciones para quien comparta la necesidad de construir una sociedad más justa y razonable. Pero hay también un Lenin que «no sabe», o por mejor decir, que «sabe no saber», y que quizá sea hoy, en estos tiempos de crisis, desorientación y desánimo, el Lenin más necesario. El Lenin que es capaz, a la hora por ejemplo de dar un inesperado giro en el campo económico, de reconocer lo que no sabe: «El capitalismo de Estado es el capitalismo que debemos colocar dentro de un determinado marco y que aún hoy no sabemos cómo hacerlo. He ahí el quid de toda la cuestión». El Lenin que aprende y avanza según la revolución avanza o retrocede.
Los clásicos del marxismo, como escribió Manuel Sacristán, son clásicos de una concepción del mundo, no de una teoría científico-positiva especial y, por más que sea también evidente que el propio desarrollo histórico ha puesto sobre el tapete ‘problemas post-leninianos’ relacionados con nuevas formas de explotación o resistencia –la ecología, el movimiento feminista, las tecnologías de la información y comunicación (TIC) o los problemas del desarrollo sostenible en el ecohorizonte de unos recursos energéticos no renovables–, el pensamiento de Lenin sigue aportando una visión absolutamente conveniente y necesaria para todo aquel que no se conforme con que la condición humana que el trabajo representa para unos muchos, dependa de la conveniencia de unos pocos.
Constantino Bértolo (Navia de Suarna, Lugo, 1946), editor, crítico, ensayista y agitador cultural, es autor, entre otros libros, de Lenin. El revolucionario que no sabía demasiado (Madrid, Catarata, 2012), antología de ensayos y folletos de Lenin precedida de un extenso ensayo introductorio. Véase la entrevista que sobre este libro le hizo Salvador López Arnal para Rebelión.