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Venezuela, primero la soberanía nacional, luego la popular

Fuentes: Rebelión

No nos confundamos y que no nos confundan. Si caemos en la confusión, terminaremos jugando el juego del enemigo y hundiéndonos nosotros mismos en el fango de quienes nos quieren siervos. Tal ha estado ocurriendo con Venezuela, donde buena parte de las fuerzas progresistas (o lo que queda de ellas) viene bailando el trompo de EEUU y su gallinero europeo, haciendo pulpa, de golpe, cien años de lucha por la soberanía de los países iberoamericanos. Esto es resultado de haber caído en el juego del enemigo.

Vayamos por partes, con un recordatorio histórico. En 1928, en plena guerra de Sandino contra la ocupación yanqui, se debatió en la VI Conferencia Internacional Americana, por vez primera en la historia, el principio de no intervención. Un principio propuesto y promovido por países iberoamericanos, como un medio de poner un coto jurídico a la violencia de las intervenciones contra nuestros países. No pudo ser en La Habana, pero sí en la VII Conferencia, celebrada en Montevideo, en 1933. Dentro del Sistema Panamericano, quedaba prohibida la intervención extranjera en los asuntos internos y externos de los Estados. Pasó a ser el principio cardinal en las relaciones entre el Uno y los 20, como se llegó a decir en pretéritos tiempos. El Uno era EE.UU. Los 20, nosotros. 

De poco ha servido en la práctica ese principio, pero, al menos, dejó claro y diáfano que la intervención de una potencia extranjera contra un país o grupo de países era ilegal, ilícita y una violación flagrante del Derecho Internacional. Del Sistema Interamericano el principio pasó al de NN.UU., convirtiéndose en uno de los principios de Derecho Imperativo dentro del ordenamiento jurídico mundial. Santo y seña de dicho orden. En su sentencia de 1986, en el caso Nicaragua vs EE.UU., la CIJ lo dejó taxativamente claro. Previamente, en su resolución sobre medidas provisionales, la Corte expresó:

“Que el derecho a la soberanía y a la independencia política que posee la República de Nicaragua, como cualquier otro Estado de la región o del mundo, sea plenamente respetado y no sea comprometido en manera alguna por actividades militares y paramilitares que están prohibidas por los principios del derecho internacional, particularmente por el principio de que los Estados se abstengan, en sus relaciones internacionales, de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, y por el principio relativo al deber de no intervenir en los asuntos que dependan de la competencia nacional de un Estado, consagrado por la Carta de las Naciones Unidas y la Carta de los Estados Americanos».

Más claro imposible, como agua potabilizada. Vamos al siguiente punto.

Las amenazas y coacciones son figuras delictivas recogidas en todos los códigos penales del mundo que merezcan ser considerados como tales códigos. Se castiga que, por cualquier medio ilegal, se obligue a una persona o grupo de personas a actuar de determinada manera, incluyendo en su propio perjuicio. Las amenazas y coacciones pueden ser materiales, económicas, físicas o morales. Lo relevante, en materia penal, es que tales amenazas y coacciones sean de tal naturaleza que impongan un miedo suficiente como para doblegar o reducir la voluntad de la víctima. Según sea su magnitud, las amenazas y coacciones pueden ser eximentes o atenuantes de un delito, pues se considera que la víctima no actuó en libertad, sino que fueron las amenazas o coacciones las que le obligaron a actuar de una determinaba manera. En suma, que la víctima no era libre ni dueña de sus actos. El Derecho Penal la exonera de culpa. Los verdaderos culpables son aquellos que ejercieron las amenazas y coacciones y es a ellos a los que castiga la ley. Lo hemos visto mil veces en las películas de cine negro.

Lo que vale en Derecho Penal vale con más fuerza en Derecho Internacional. La resolución 2625, aprobada por la Asamblea General de NN.UU, en octubre de 1970, es concluyendo en cuanto a “El principio relativo a la obligación de no intervenir en los asuntos que son de la jurisdicción interna de los Estados, de conformidad con la Carta”, que se define en los siguientes términos:

Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente, y sea cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de cualquier otro. Por tanto, no solamente la intervención armada, sino también cualesquiera otras formas de injerencia o de amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y culturales que lo constituyen, son violaciones del Derecho Internacional.

Ningún Estado puede aplicar o fomentar el uso de medidas económicas, políticas o de cualquier otra índole para coaccionar a otro Estado a fin de lograr que subordine el ejercicio de sus derechos soberanos y obtener de él ventajas de cualquier orden. Todos los Estados deberán también abstenerse de organizar, apoyar, fomentar, financiar, instigar o tolerar actividades armadas, subversivas o terroristas encaminadas a cambiar por la violencia el régimen de otro Estado, y de intervenir en una guerra civil de otro Estado.”

Establecido el derecho, vayamos a los hechos. Desde el año 2000, la República de Venezuela, Estado libre, soberano e independiente, miembro de NN.UU, viene siendo objeto de múltiples medidas coercitivas por parte de EE.UU., de orden económico, comercial, financiero y político. Se le ha restringido gravemente la venta y comercialización de su principal producto de exportación, el petróleo, dentro de una política intervencionista que busca, de forma deliberada, la ruina económica del país, para, de esa manera, provocar un colapso social, que lleve a una mayoría de venezolanos a rebelarse contra el gobierno chavista. 

De esa guisa, el quebrantamiento de la soberanía nacional -por la violación masiva del principio de no intervención-, deviene en un quebrantamiento de la soberanía popular, porque el pueblo venezolano, sometido a un brutal castigo económico, pierde buena parte de su libertad y se ve compelido a decidir, no en un estado de libertad real, sino bajo coacciones y amenazas que adulteran, vician, brutalizan y deforman su libertad. No actúa ni decide libremente, sino que lo hace con una pistola (la de EE.UU.) apuntando a su cabeza. El atropello de la soberanía nacional termina por demoler, desde los cimientos, la soberanía popular. 

Para entendernos mejor, pondremos dos ejemplos de lo que busca EE.UU. con su política de amenazas, coacciones y uso de la fuerza directa o indirectamente. En 1984, sometida la Nicaragua sandinista a una feroz intervención estadounidense, la Junta de Gobierno y la dirección sandinista decidieron convocar a elecciones. Se quería responder, con hechos, a la avalancha de acusaciones yanquis de que Nicaragua era una dictadura que oprimía a su pobre pueblo. 

En 1984, la suma de un generoso apoyo internacional y del repunte de la economía después de seis años de guerra, permitían a la revolución sandinista satisfacer las necesidades básicas de la población. Todos, cristianos, moros, budistas y selenitas, sabían que las elecciones serían ganadas limpiamente por el sandinismo. Aquella perspectiva aterró al gobierno yanqui, que no buscaba la democracia ni el bien de Nicaragua, sino solamente destruir la revolución. Para no quedarse sin argumentos, EE.UU. ordenó a la coalición opositora derechista, organizada por EE.UU., que se retirara de las elecciones. Y se retiró. Las elecciones se celebraron. Observadores de toda la galaxia dieron fe de que habían sido limpias y transparentes, pero aquello carecía de importancia. EE.UU. las desconoció, las declaró antidemocráticas y la guerra continuó. 

En febrero de 1990 se celebraron las siguientes elecciones, cuando Nicaragua era otra cosa. La economía estaba en ruina absoluta; la guerra había devastado, humana y psicológicamente, a la población, y la ayuda internacional -con la crisis terminal del campo socialista-, era ya simbólica. Convocar a elecciones era el recurso desesperado de un país consumido hasta la agonía. Los gringos lo sabían y organizaron un gran sainete, de confrontación entre la democracia y la libertad contra la dictadura. Y ganó la coalición organizada por EE.UU. Es decir, ganó EE.UU. y perdió Nicaragua. El triunfo de los gringos fue seguido del mayor saqueo sufrido por el país en toda su historia. La casta vendepatria y traidora lo vendió todo, hasta los rieles del ferrocarril. Nicaragua fue sumida en la peor miseria, sólo comparable a la dejada por la Guerra Nacional contra los filibusteros yanquis, en 1856, y al saqueo sufrido entre 1912 y 1924, tras la ocupación del país por tropas gringas.

Pero aquellas elecciones del 90 fueron aplaudidas, celebradas y glorificadas porque habían ganado los peleles de EE.UU., que era lo único que importaba. ¿Fueron libres? Tan libres como los galeotes de los barcos romanos o los esclavos negros en un algodonal.

En similares circunstancias se celebraron las pasadas elecciones en Venezuela, con el país arrastrando una crisis económica y social creada adrede por EE.UU. y sus adláteres, y con una oposición pelele de EEUU que se presenta a sí misma como la que rescatará a Venezuela de la crisis creada por EE.UU.. Si lograran hacerse con el poder, verán a Venezuela saqueada, como lo fue Nicaragua, y a una clase corrupta vender a precio de saldo el país a EE.UU. Porque no es democracia lo que quieren en Washington, sino el control del país para proceder al saqueo. Nada nuevo bajo estos soles.

El Centro Carter ha afirmado que las recientes elecciones en Venezuela no fueron democráticas. Opinamos lo mismo, aunque por motivos diametralmente diferentes. No es posible que compartan una misma visión el opresor y el oprimido; el agresor y el agredido; el expoliador y el expoliado. 

Olvidar estas insolubles contradicciones lleva a infinitos infiernos, entre ellos situar como culpable a la víctima o entrar al juego de considerar -o no- democráticas elecciones como las celebradas en Venezuela, bailando el trompo que quiere EE.UU. En ese trompo se han enredado los gobiernos progresistas de México, Colombia y Brasil, que, sumidos en el pecado de anteponer la soberanía popular a la soberanía nacional, le están pidiendo a la víctima que actúe de la forma que quiere el victimario. Legalizan la intervención extranjera y, al hacerlo, nos devuelven a 1928. 

No, compañeros presidentes, las elecciones en Venezuela no fueron libres. No lo podrán ser mientras se mantenga la intervención extranjera. Mientras EEUU no respete la soberanía nacional. Mientras no cumpla, a rajatabla, con el principio de la no intervención. Exijan eso a EE.UU. Exíjanlo, y le harán un favor a Venezuela y a todos nuestros países, incluyendo los suyos. Que la multipolaridad viene y conductas delincuentes como las de EE.UU. y sus vasallos europeos pasarán a la historia. Hagan el esfuerzo, presidentes. Súmense a la nueva era. Que Venezuela, como todos los países del mundo, debe ser de su pueblo. Un pueblo que pueda elegir libre de amenazas y coacciones, ejerciendo su derecho a organizarse soberanamente, en aplicación del principio de la libre determinación de los pueblos. 

Es una cuestión tan importante que es menester repetirla: sin soberanía nacional no hay soberanía popular. La una presupone la otra. Lo demás es farsa, hipocresía, mala fe.

Eso, nada más. Quien dude, se equivocó de acera. Por muy presidente que sea.

(Escrito a vuelapluma. Los criticones, a la Antártida, que Siberia la tenemos reservada para el gallinero).

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.