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La injerencia de Estados Unidos en Latinoamérica 

Fuentes: Rebelión

“Todos sabemos que Estados Unidos es quien decide las cosas en Centroamérica.”
Salvador Nasralla, ex candidato presidencial en Honduras

Del soft power al America First: EEUU y la asistencia — CELAG

Nos preocupan seriamente las últimas declaraciones del senador Mitch McConnell, y si a la brevedad no modifica esa forma de pensar, nos veremos obligados a actuar enérgicamente”. “Queremos dejar muy claro que si el presidente Joe Biden continúa con esa postura, deberá atenerse a las consecuencias, porque no podemos aceptar de ningún modo ese tipo de acciones”. “La comunidad internacional repudia enérgicamente la instalación de nuevas bases de Estados Unidos, y si no las cierra de inmediato exigiremos por todos los medios que lo hagan, guardándonos el derecho de usar la fuerza si ello fuera necesario”. “Estamos hondamente consternados porque el Ku Klux Klan da muestras de estar acompañando a los republicanos, y eso nos preocupa mucho”. “Instamos a la Casa Blanca a que termine urgentemente con el visceral racismo supremacista de los wasp dentro de Estados Unidos, porque si no debemos tomar medidas muy enérgicas”.

¿Alguien podría imaginarse declaraciones de ese tipo? Seguramente no. ¡Son impensables! Provocarían risa. Nadie se dirige diplomáticamente así a la superpotencia de Estados Unidos, ni siquiera sus rivales que están a la par en términos económicos y/o militares, Rusia y China.

Ahora bien: no nos resulta en absoluto llamativo que Washington haga continuamente uso de esta modalidad insultante. Es parte de la “normalidad” vigente. ¿Quién le responde de tú a tú al imperio, no intimidándose de la altanería con que él nos trata a los latinoamericanos? Casi nadie; solo los países –pueblo y gobierno– que se atrevieron a zafarse de su yugo: Cuba revolucionaria, en su momento la Nicaragua Sandinista allá en la década de los 80 del siglo pasado, Bolivia con el MAS y Evo Morales a la cabeza, la Revolución Bolivariana de Venezuela liderada por Hugo Chávez. Es decir, países que, con distintas modalidades y estilos, caminaron por la senda del socialismo. Conclusión rápida que se desprende de eso: solo el socialismo puede liberar de verdad

Ahora, con el más absoluto descaro y desparpajo, una vez más Washington desconoce y maniobra políticamente para sacar del poder en Venezuela al actual presidente, Nicolás Maduro. Las medidas que ha venido tomando para lograr ese cometido son interminables, desde intentos de magnicidio hasta la promoción de disturbios callejeros (guarimbas) para incentivar la “reacción popular”, la colocación de un “presidente” alterno, como Juan Guaidó hasta el desconocimiento de las actuales elecciones realizadas el 28 de julio pasado, atentados, sabotajes, creación de matrices mediáticas globales desprestigiando al gobierno de Caracas, bloqueo económico para buscar la desesperación de la población y su consecuente reacción, operadores de la CIA que actúan impunemente buscando la reversión del proceso. ¿Por qué el imperio ataca de esa manera despiadada a la Revolución Bolivariana y no dice una palabra, por ejemplo, de la carnicería que está llevando a cabo el Estado de Israel contra el pueblo palestino? Digámoslo claro una vez más, con todas las letras: porque en Venezuela están las reservas probadas de petróleo más grandes del planeta, y la voracidad de sus multinacionales energéticas: Exxon-Mobil (capitalización bursátil de 420,000 millones de dólares), Chevron (283,000 millones), Conoco-Phillips (134,000 millones), etc., no se detiene en su búsqueda de apropiárselas. 

Por último, si en Venezuela hubiera habido un proceso irregular en las elecciones pasadas, ¿por qué esa virulencia de la Casa Blanca y no deja que los problemas del país los arregle su propia población? No actúa de la misma manera en interminable cantidad de casos donde los fraudes electorales son descomunales, si esas maniobras convienen a su geoestrategia. Su hipocresía tiene el tamaño de las reservas petroleras que busca en el país caribeño.

¿Por qué actúa así el imperio? Podemos empezar respondiéndolo con una afirmación que, en principio, no parece pertinente: México, gran productor de petróleo, tiene que comprar combustible (petróleo refinado: gasolina, diesel, etc.) a las empresas petroleras estadounidenses. O Guatemala, de donde provienen los tradicionales “hombres de maíz” (los mayas hace 4,000 años que cultivan esa planta en Mesoamérica), le debe comprar maíz transgénico a Estados Unidos. Y mucho del chocolate norteamericano que consumimos en nuestros países (de marcas “caras” y “elegantes”), tiene como materia prima el cacao que sale de Latinoamericana. Esto comienza a explicar la anterior pregunta: somos rehenes de la gran potencia del norte

Eso tiene historia. Las oligarquías vernáculas, nacidas de la colonia española o portuguesa, surgidas ya de la corrupción y el facilismo con una visión más feudal que capitalista moderna, no se desarrollaron al mismo ritmo de los enclaves anglosajones de América del Norte. Desde el inicio de la vida republicana los países del sur quedaron supeditados al amo yanki. Salvo honrosas excepciones antiimperialistas, en general esas oligarquías prefirieron el papel de segundo violín, teniendo asegurado su pasar a partir de la monumental explotación a la que sometieron a sus pueblos. Y, desde el vamos, se prosternaron hacia el capital anglosajón impetuoso. Dos siglos después, nada ha cambiado. Las “independencias” no pasaron de ser formales separaciones de las coronas española o portuguesa, para terminar siendo rápidamente dependientes de Estados Unidos. Haití fue el único país donde realmente hubo una independencia popular, producto de una rebelión de esclavos negros en 1804, que rompió lazos con su amo colonial: Francia. Hoy día -¿producto de una venganza histórica que le propiciaron las potencias por aquella osadía?- Haití languidece, siendo uno de los cinco países más pobres del planeta. 

El otrora Secretario de Estado durante la presidencia de Bush hijo, el general Colin Powell, lo dijo sin ambages: los tratados de libre comercio firmados por Washington sirven para “garantizar para las empresas estadounidenses el control de un territorio que va del Ártico hasta la Antártida y el libre acceso, sin ningún obstáculo o dificultad, a nuestros productos, servicios, tecnología y capital en todo el hemisferio”. Más claro: imposible. 

Desde la tristemente célebre Doctrina Monroe de 1823 (“América para los americanos”… ¡del Norte!, habría que recordar), Latinoamérica es el resguardo de la potencia estadounidense. De aquí saca una larga serie de beneficios:

  • El 25% de los recursos naturales que consume Estados Unidos (energéticos y materias primas), proviene de esta región. Los contratos que le permiten operar aquí para la explotación de esos recursos son francamente leoninos, porque en general solo dejan un 1 o 2% de regalías al país anfitrión de todo lo que extrae (mineras, petroleras, sembradíos para agrocombustibles), llevándose (robándose) el resto. Eso, sin contar con los daños ecológicos irreversibles que provocan, además del aplastamiento de pueblos y culturas originarias. Las oligarquías nacionales lo toleran, y se aprovechan de eso como socias menores. 
  • Latinoamérica mantiene una deuda externa de medio billón y medio de dólares con los organismos crediticios internacionales (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), de los que son principales accionistas bancos privados estadounidenses. Cada latinoamericano, al nacer, ya está debiendo 2,500 dólares a esta banca, con lo que su vida ya está hipotecada. Lo pagará con su carencia crónica de servicios que deberían brindarle sus respectivos Estados, y que nunca lo harán, pese a que lo mandatan sus respectivas Constituciones. ¿Dónde queda ese dinero? En la banca internacional de las potencias, básicamente las estadounidenses.
  • Dado la mano de obra tan barata que rige en la región (salarios básicos de 300 a 500 dólares mensuales, cuando en territorio estadounidense son el cuádruple), mucha industria del Norte se instala en nuestros países (ensambladoras, maquilas, call centers, sin hacer ninguna transferencia tecnológica), aprovechando, además de los bajos salarios, también la falta de regulaciones laborales y medioambientales. Una vez más: las oligarquías nacionales lo toleran, y se aprovechan de eso como socias menores. 
  • Buena parte de la población latinoamericana y caribeña, dada sus pésimas condiciones de sobrevivencia en sus propios países, viaja masivamente al “sueño americano” en búsqueda de un mejor porvenir. Según datos de las organizaciones que le dan seguimiento al tema migratorio, no menos de 4,000 personas indocumentadas llegan a la frontera sur de Estados Unidos cada día. Muchos no pasan, pero sí una gran cantidad, y pese a al endurecimiento de las políticas migratorias, el capital norteamericano se aprovecha inmisericordemente de esa población (ejército de reserva industrial), chantajeándola con su irregular estatus migratorio, con lo que se permite pagar salarios de hambre, imponiendo condiciones laborales infames. Los gobiernos de la región latinoamericana no dicen nada al respecto, pues esa masa de migrantes envía divisas a los familiares que se quedaron (alrededor de un 20% del PBI de esos países), con lo que se descomprime en parte la bomba de tiempo de la pobreza. 
  • Como las relaciones del imperio con nuestros países latinoamericanos no son igualitarias, Washington, aunque hable de tratados comerciales “libres”, impone abusivamente productos y servicios de su propiedad, convirtiendo a Latinoamérica en un rehén comercial. De aquí salen materias primas baratas (vendidas por las oligarquías), pero llegan productos industriales y servicios caros, muy elaborados (que paga la totalidad de las poblaciones). La asimetría en la balanza comercial se inclina tremendamente a favor de las empresas del norte. 

Por todos esos motivos el subcontinente latinoamericano sigue siendo el patio trasero de la geoestrategia de la Casa Blanca. Es una región tremendamente controlada; de ahí que existan no menos de 75 bases militares de Washington con gran capacidad operativa, de las que no se sabe a ciencia cierta qué potencial tienen; y en adición, la IV Flota Naval, con base en Jacksonville, Florida, custodiando los mares que bañan las islas caribeñas y América Central y del Sur. Algunas de las instalaciones militares más grandes están en Honduras, cerca de las reservas petrolíferas de Venezuela, y en Paraguay, cerca de la triple frontera paraguayo-brasileño-argentina, donde se encuentra el Acuífero Guaraní, una de las reservas subterráneas de agua dulce más grande del mundo. ¿Coincidencia? 

En general, todos los gobiernos de la región –de derecha, obviamente defensores a ultranza del libre mercado, y también los “progresismos” de estos últimos tiempos, a los que no les queda mayor margen de maniobra– terminan arrodillándose ante las directivas norteamericanas. Las oligarquías nacionales no osan enfrentársele porque, así como están, están muy bien. En todo caso, son socias menores del capital estadounidense, y los gobiernos mantienen amables amistades (tanto, que un genuflexo presidente argentino: Carlos Menem, llegó a decir que eran “relaciones carnales”). De ahí que cada vez que algún mandatario de la región se sale un milímetro del guión trazado por el gran imperio, altaneramente la Casa Blanca se permite las más groseras intromisiones (como lo estamos viendo ahora en forma descarada en Venezuela). En tal sentido, la injerencia en los asuntos internos de nuestros países es proverbial. Tanto, que un ex candidato presidencial hondureño, Salvador Nasralla, pudo decir sin vergüenza, casi con candidez, que “al final todos sabemos que Estados Unidos es quien decide las cosas en Centroamérica” (expresión que se podría extender a toda Latinoamérica).

Todo lo que acontece en términos políticos en nuestra sufrida zona, tiene siempre como actor –más o menos directo, más o menos oculto– a Estados Unidos. Los golpes de Estado que barrieron nuestros países en prácticamente todo el siglo pasado, las fuerzas armadas de cada país preparadas en estrategias contrainsurgentes y anticomunistas desde la Escuela de las Américas, las actuales frágiles democracias, las decisiones que toma la Organización de Estados Americanos –OEA– (su “ministerio de colonias”, según expresión del cubano Raúl Roa García), o el actual coro global anti-Maduro que se ha gestado, no son sino movidas de la política de Washington. Su injerencia, su abierta y grosera intromisión en nuestros asuntos, ya se acepta como normal. 

¿Con qué derecho Washington declara ahora ilegal, ilegítimo o usurpador al gobierno bolivariano de Nicolás Maduro? No hace lo mismo, por ejemplo, con Paul Biya, en Camerún (casi 50 años en el poder), o con Teodoro Obiang Nguema (Guinea Ecuatorial, dictador durante 40 años), o con Denis Sassou-Nguesso (República del Congo, 40 años como mandatario), o con Yoweri Museveni (Uganda, 40 años como presidente elegido “democráticamente” con probados fraudes), ni con ninguna petro-monarquía de Medio Oriente, que fungen en la dirección de sus feudos sin ninguna elección, ni con las parasitarias monarquías europeas, de ascendencia real (¿divina?), que permanecen en sus tronos por décadas. Como ninguno de estos procesos toca los intereses geoestratégicos de Washington, no pronuncian una palabra. En la Venezuela actual es distinto: no hay ahí el más mínimo interés por la supuesta democracia o por el bienestar de su población, sino solo el mezquino interés encubierto de mantener la reserva petrolera más grande del mundo bajo su influencia, la cual, con la revolución popular y antiimperialista que está teniendo lugar (más allá de todas las necesarias críticas que se le puedan hacer), no está asegurada para su proyecto hegemónico.

¿Hasta cuándo las burguesías nacionales y los blandengues gobiernos de la región van a seguir permitiendo la injerencia norteamericana? ¿De verdad que quieren las relaciones carnales? Es un poco vergonzoso, ¿verdad? Como vemos, solo el socialismo puede ser realmente antiimperialista.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.