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La pesadilla de Martin Luther King

Fuentes: Rebelión

«No quiero que evoquen las palabras; quiero que evoquen las acciones. Cualquiera puede soltar muchas palabras. Pero, ¿qué van a hacer para ayudar a cambiar las vidas de millones de personas en este país? Ustedes han sido elegidos como líderes del mundo libre y no pueden hacerlo reprimiendo a la gente. No pueden hacerlo denigrando a la gente… Tienen que hacer un cambio drástico.» (Martin Luther King III en declaración a USA TODAY el pasado 20 de enero.)

Han querido los hados, en un gesto al que no sé si atribuirle sarcasmo o más bien un punto de cinismo, que en este año que acaba de echar a andar el Inauguration Day o día de inicio del nuevo período presidencial norteamericano coincida con el Día de Martin Luther King Jr. En efecto, el pasado 20 de enero Donald John Trump juró su cargo de Presidente de la República Federal de los Estados Unidos de América, inaugurando el que es su segundo mandato como jefe de Gobierno del que se tiene aún por el país más poderoso del mundo, y que hace décadas está en brega por serlo indefinidamente. En la misma fecha tocaba celebrar este año el nacimiento de quien fuera galardonado hace sesenta años con el Premio Nobel de la Paz por su decisiva acción en el movimiento por la igualdad de los derechos civiles. El mismo día que Trump juró su cargo se celebró el natalicio de Martin Luther King, que nació el 15 de enero de 1929. Desde 1983 tal celebración tiene lugar oficialmente cada tercer lunes de enero. Es lo que explica la rocambolesca coincidencia de este año. 

También es lo que ha motivado la impostada referencia al predicador de Atlanta por parte del magnate metido a político mesiánico echando mano en su discurso inaugural al poder evocador de los sueños. Es como si volviera a estar de moda la utopía en política después de su proscripción a manos del neoliberalismo que decretó el final de la historia. Eso sí, vuelve con un sesgo retro que trata de reconectar con el espíritu más rancio del conjunto de la ciudadanía, y no inspirándose en el horizonte de racionalidad vislumbrado por el proyecto ilustrado, sino en las pulsiones emotivas que alimenta desde hace años ese paradigma político de maneras autoritarias que ya se ha quitado la careta y que apela a una ilustración oscura. 

La edad de oro de Estados Unidos comienza ahora. Quedó dicho con ese tono mesiánico que Trump se ve legitimado a usar desde que salió vivo del atentado que sufrió, y como enviado divino según él mismo proclama, aseguró: «soñaremos con valentía y nada se interpondrá en nuestro camino, porque somos estadounidenses. El futuro es nuestro y nuestra era dorada acaba de comenzar». En ese diseño retórico del próspero porvenir, que no hay más que esperar confiando en su labor presidencial, el multimillonario de 78 años (solo cuatro menos que Joe Biden) aseguró que luchará por hacer realidad el sueño del que fuera el más importante activista por la igualdad de las minorías. Según parece lo dijo sin despeinarse (evoquemos en este punto su rutilante cabellera) a pesar de prometer también el desmantelamiento de los programas de equidad y de protección de la diversidad, así como de expresar su desprecio por los derechos humanos habida cuenta de lo que se propone hacer con los que él cuenta por «millones y millones» de inmigrantes (todos criminales, violadores y terroristas, claro está). El espíritu del gamberrismo de la alt-right con su troleo masivo en las redes sociales se ha hecho carne política para romper todo lo que haga falta romper del entramado institucional nacional e internacional construido tras la Segunda Guerra Mundial. Para alcanzar esa meta hace tiempo que viene usando como motor la popular guerra cultural y como combustible emociones tóxicas más y más extendidas –más y más agresivamente expresadas mediante palabra y obra– como el resentimiento, el miedo y el odio. ¿Cuánto tiempo llevamos ya siendo testigos de un uso frívolo de elementos de la extrema derecha, como ese gesto réplica del saludo nazi realizado por Elon Musk en la ceremonia del Inauguration Day? Sobre todas esas inquietantes expresiones escribió hace ocho años el politólogo Marcos Reguera advirtiendo de cómo se convirtió en normal el uso público de frases racistas y machistas, difuminando los límites entre la broma y la propaganda; de esta manera se consigue  generar «un juego perverso e hipócrita por el cual todo es una broma hasta que se demuestre lo contrario» (léase su artículo «Alt Rigjt: radiografía de la extrema derecha del fututro»). Ahora la cosa va en serio; no es como el primer mandato de Trump, que se pudo tomar como una broma (de mal gusto) que se les había ido de las manos. Esta vez no, porque ha quedado demostrado en estos últimos años que el poder económico –del que Elon Musk es un notable exponente– le respalda. 

El flamante Presidente norteamericano es una especie de Jesús Gil hormonado de dinero y poder, pero en esencia con su misma concepción del ejercicio de la política que ve en los métodos democráticos nada más que un obstáculo, un conjunto de cortapisas para el visionario mandamás que sabe mejor que nadie qué es lo que hay que hacer para resolverlo todo. Así piensan los que integran la clase del empresario exitoso metido a político. En este sentido Gil fue un adelantado a su época. Tosco prototipo si se quiere que ganó en sofisticación con Silvio Berlusconi, quien incorporó ese poderío mediático televisivo de entonces, hoy en poder de las redes sociales y que Musk aporta en el caso del triunfo de Trump. Se puede decir que el italiano nos inoculó el grado de tolerancia necesaria para tragar tiempo después con la primera victoria del gerifalte neoyorquino.

Hiere a la sensibilidad cívica escuchar el nombre de Martin Luther King pronunciado por un tipo como Donald Trump. Pero forma parte de la estrategia de este movimiento internacional impulsado por personajes tan turbios como Peter Thiel, otro milmillonario inversor de éxito, fundador con Elon Musk de PayPal, y –según él mismo se confiesa– «muy libertario» y firme convencido de que democracia y libertad son incompatibles; así como verdad y libertad, habría que añadir. Por eso la referencia al Nobel de la Paz asesinado es una perversión de la verdad histórica con la que se legitima un proyecto político en realidad incompatible con sus ideales políticos y que en absoluto comparte sus fundamentos éticos. No debemos pasar por alto que esta es una pieza clave de la metodología de la internacional ultraconservadora, de la que hemos tenido una muestra también de la mano de Musk. En su red social, rebautizada X, recientemente hizo pública una entrevista a Alice Elisabeth Weidel, la líder de Alternativ für Deutschland (Alternativa para Alemania o AfD), en la que la política alemana de extrema derecha sentenció que Hitler era comunista. A esta clase de dislate histórico corresponde igualmente la reivindicación del sueño de Martin Luther King por parte de Donald Trump. Es una maniobra más que contribuye al cultivo de esa confusión que gana las mentes de una parte considerable de quienes conforman la base electoral de las sociedades democráticas. Forma parte de una estrategia que trata de impedir que la ciudadanía desarrolle un criterio lo suficientemente aquilatado en el interés por la verdad objetiva y la autonomía de pensamiento. Sin estos dos elementos de juicio las democracias liberales corren el riesgo cierto de entrar en proceso de degeneración (que es justamente lo que verosímilmente esté ocurriendo).

Pretender arrogarse la altura moral de Martin Luther King haciendo creer que lo que él persiguió hasta su asesinato es lo mismo que persigue Donald Trump es un truco propio de un farsante acostumbrado a mentir día sí y día también para crear esa realidad de hechos alternativos que ya es moneda corriente en el universo mediático actual. El flamante Presidente norteamericano está muy lejos de ese hombre que el 3 de abril de 1968 aterrizó en el aeropuerto de Menphis, Tennessee, para apoyar la huelga de los trabajadores negros de limpieza de la ciudad. A pesar de estar exhausto por sus muchos viajes para impulsar su Campaña de los Pobres, con fiebre y dolor de garganta, el Reverendo King acudió al Mason Temple, el lugar donde, ante dos mil sindicalistas y partidarios de la huelga, pronunció el que sería su último discurso público. Menos de veinticuatro horas le separaban del atentado que pondría fin a su vida. 

Tras las victorias en materia de derechos civiles que culminaron en 1965 King se centró en las cuestiones de justicia económica sustancial, el núcleo para él de la segunda fase del movimiento por los derechos civiles. Más allá de la emancipación de la minoría negra la lucha militante pero no violenta debía expandirse del Sur al Norte y focalizarse en el objetivo de acabar con la pobreza y la explotación laboral creando justicia económica general sin importar el color de la gente o la región. Con este objetivo el ministro de la Iglesia Baptista vivió con su familia en un gueto del West Side de Chicago donde hizo campaña, reclutando incluso a miembros de bandas, debatiendo sobre cuestiones sociales urgentes, así como sobre la política de no violencia. En este punto tenía claro que las formas de protesta masiva y desobediencia civil debían utilizarse para atacar no sólo la desigualdad de derechos sino también la desigualdad económica. La marcha por la libertad de Misisipi de 1966 y las marchas por el acceso a la vivienda (hay problemas que no pasan de moda) que tuvieron lugar en Chicago ese mismo verano fueron el resultado de aquel trabajo. Hubo por parte de King una significativa coincidencia con las reivindicaciones del movimiento del Poder Negro (Black Power), pero total desacuerdo en los medios que acostumbraba usar, entre los cuales se hallaban de manera destacada los disturbios. Para el Nobel de la Paz únicamente era válida la acción política organizada; asimismo rechazaba cualquier forma de nacionalismo o separatismo negro, pues ignoraba lo esencial en la lucha política, a saber, las cuestiones de clase y justicia económica que traspasaban las fronteras raciales. Por eso abogó por un movimiento obrero interracial y se comprometió a fondo con los activistas obreros.

Cuando fue asesinado en Memphis en 1968 King estaba organizando la Campaña de los Pobres como un movimiento de clase. Eso significaba trascender las fronteras raciales y étnicas, incluyendo a los nativos americanos e hispanos, y también a los trabajadores blancos pobres y a los desempleados, que habían sido los perjudicados por la desindustrialización de las ciudades o por la automatización en los campos. Su prematura muerte a la edad de 39 años le impidió culminar la planificación de una nueva marcha en Washington D.C. que tomara la capital para mostrar una alianza interracial entre los pobres. Esta acción era coherente con su cada vez más frecuente énfasis durante los últimos años de su vida en que «hay algo mal en el sistema económico de nuestra nación… Algo va mal con el capitalismo». Lo suyo no eran reivindicaciones de carácter abstracto o identitario, sino que tenían que ver con problemas concretos de vivienda, educación y bienestar conocidos de primera mano a través de su trabajo en los guetos del Norte y su experiencia acumulada con los pobres de las ciudades y las zonas rurales del Sur. Todo este conocimiento, según él mismo reconoció, le llevó desde una postura reformista de las instituciones existentes al convencimiento de la necesidad de «hacer una reconstrucción de la sociedad, una revolución de valores». Fue consciente en sus últimos años de que su última apuesta política iba a ser contestada con mucha más violencia que su campaña para poner fin a la discriminación legal. Exigir una verdadera justicia económica significaba –declaró– «pisar un terreno peligroso, porque entonces te metes con la gente. Te metes con Wall Street, con los capitanes de la industria». En la Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano (SCLC) de agosto de 1967 King subrayó la necesidad de «cuestionar la economía capitalista». El cuestionamiento del capitalismo, del que ya supo cuando estudió a Karl Marx a sus veinte años, fue el desenlace lógico de su búsqueda de la libertad unida como estaba a su compromiso de acabar con la pobreza. Como sostuvo repetidamente: «El problema del racismo, el problema de la explotación económica y el problema de la guerra están unidos».

Tras la muerte violenta de King vino la domesticación de su figura quedando en gran parte olvidado su legado radical, el cual se ha ido reduciendo con el tiempo a un mensaje de paz y consenso, en detrimento de lo que realmente dijo y luchó por conseguir. En su famoso discurso «I Have a Dream», pronunciado el 28 de agosto de 1963, hallamos la misma idea radical a la que ya hemos visto que recurre una y otra vez: que la libertad y la igualdad son inseparables de la justicia económica. La argumenta a partir de la tesis de que los padres fundadores de la nación norteamericana firmaron un pagaré  al pueblo para que se cobrara «las riquezas de la libertad y la seguridad de la justicia». En un postrer discurso de 1968 volverá a aludir a ese pagaré  de los padres fundadores para explicar que la libertad y la búsqueda de la felicidad reconocidas por ellos como derechos fundamentales de todo ciudadano requieren los recursos económicos para poder materializarlas. En vez de cumplirse esa promesa fundacional de Estados Unidos la realidad de la nación es la representada por «las dos Américas», donde denuncia King que hay «socialismo para los ricos e individualismo duro para los pobres». A través de sus propuestas oficiales abogó por una renta anual garantizada, creación de puestos de trabajo por parte del Estado, programas de ayuda a la vivienda, asistencia sanitaria gratuita y la promoción de un sistema escolar público. Todo orientado a la redistribución de la riqueza, lo propio de la socialdemocracia. Ahora bien, esto con ser necesario no garantiza la emancipación universal; por eso pedirá repetidamente, más conforme se acerque al final de su vida, «una revolución radical de los valores», la cual –según explicitó– estaría basada en un «cambio de una sociedad orientada a las cosas a una sociedad orientada a las personas».  

¿Qué tiene que ver el sueño de Martin Luther King Jr. con la pesadilla de Donald John Trump? Quizá no haya otras dos personas que tengan menos en común (salvo que ambas sufrieron sendos atentados, eso sí, con consecuencias bien distintas para cada uno). Sin duda el legado de King debe conocerse en toda su radical dimensión política además de social, y mantenerse vivo como el de otros que a lo largo de la historia han aportado algo decisivo al progreso ético de la humanidad. Forma parte de la necesaria memoria democrática (tan denostada en nuestro país por la derecha). Merece el máximo respeto, y por eso hay que exponer a las claras la vileza moral que supone que Trump pervierta el valor de la utopía apropiándose de su sueño.  

(La parte de la semblanza ideológica de Martin Luther King se basa en la conclusión del libro Esta vida: por qué la religión y el capitalismo no nos hace libres del filósofo sueco Martin Hägglund.)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.