Siguen algunos pensamientos sobre historia y teoría que me provocó el libro de Stephen Kotkin, Stalin: Waiting for Hitler, 1929-1941 (Penguin, 2017). Esta voluminosa investigación enriquece el tema y cita cientos o miles de documentos en ruso y otras lenguas. Lo hace en la ideología angloamericana usual –integrada a editoriales y universidades y servicios de información del Estado– pero se distancia de narrativas anteriores, como si atisbara mejor la complejidad contradictoria que el déspota soviético implica. Aclarar el ‘misterio’ de Stalin ayuda a desmontar los relatos de supuesta eternidad occidental y norteamericana, su carácter mitológico y racista; y también algún fetichismo que se haya hecho del marxismo.
Kotkin sigue la tradición que opone regímenes ‘democráticos’ a ‘dictatoriales’, sin ver que las pretendidas democracias liberales –Inglaterra, Estados Unidos, etc.– se han fundado en sistemas coloniales y esclavistas. Aunque después de 1945 la mente común las oponga a la Alemania nazi, en las regiones oprimidas por los estados ‘democráticos’ la represión y el supremacismo fueron la norma por siglos y lo siguen siendo. No tenían que practicarse torturas en Inglaterra, al menos de forma común, porque se aplicaban en sus colonias y neocolonias. De los sistemas coloniales emana el valor excedente para que las sociedades ricas gocen de estándares de vida en que descansa el consenso político. En cambio, la Unión Soviética debió producir el valor excedente con su trabajo nacional propio.
En su relato de las dictaduras Kotkin compara a Stalin con Hitler y ocasionalmente con Mussolini y Franco, pero no discute teóricamente este ni ningún otro tema. El libro es un torrente de datos segmentados en artículos breves a manera de diario, sobre el trabajo cotidiano y vida personal y familiar de Stalin, el grupo de la cúpula, y la vida del país, que incluyó a partir de 1934 el Terror. La macabra represión de la NKVD se desató a la par del progreso social que en general experimentaron y protagonizaron las masas de ciudad y campo y de las repúblicas, entre episodios de necesidad y hambre. El Terror fue recurso político y además incluyó extremos de bizarro juego patológico del dictador.
El libro acertadamente muestra la estrecha unidad entre el acontecer soviético y las relaciones internacionales, especialmente europeas, y la influencia de sucesos grandes y pequeños en los estados alemán o británico, y de evoluciones militares y tecnológicas que indicaban las relaciones de fuerzas. Aprecia la guerra civil de España como condensado teatro premonitorio, y a la vez detonante, de las tendencias que se desencadenaron en 1939 hasta llegar a un clímax de la historia moderna: la Operación Barbarossa o invasión alemana de la URSS en junio de 1941. Aquí termina la narración, que después de mil páginas no abunda en lo que ocurrió después: el Ejército Rojo revirtió la ofensiva nazi –especialmente tras la victoria en Stalingrado– con su célebre contraofensiva, igualmente sin precedente en la historia, que culminó con la toma de Berlín y el inicio de un mundo diferente. La admiración de esta gigantesca hazaña moral persiste en el mundo, también en los pueblos europeos y estadounidense incluso entre sus clases dominantes.
Contrario al falso sentido común posterior –por ejemplo mediante películas de Hollywood– de que Estados Unidos es salvador y guía de la humanidad, con la victoria soviética de 1945 empezó la crisis del imperialismo norteamericano y euroccidental que hoy se agudiza; coincide con el aumento de los países que persiguen su independencia económica o tienden al antimperialismo.
Avanzar a toda prisa
El líder soviético está determinado por la prisa por construir una economía que haga frente a la agresión que sabe que vendrá. A veces Kotkin parece reducir el sabotaje y espionaje en la URSS, y una invasión imperialista, a una paranoia de Stalin atizada por la jerga marxista de la lucha de clases, que el autor desestima junto al reclamo de que la URSS representara la causa proletaria. Pero en realidad las potencias capitalistas mantenían intenso acoso, sabotaje y espionaje dentro de la URSS, y además la invasión ocurrió: la operación militar más grande de la historia.
Algo similar pasa con la insinuación reiterada del autor de que la colectivización forzosa de la agricultura desde 1929 fue una tragedia gratuita porque, además de su gran violencia, no rindió los frutos económicos que perseguía para satisfacer las necesidades urbanas y asistir el despegue industrial. Pero el mismo libro dice que desde la mitad del decenio de los 30 la escasez disminuyó sensiblemente y la actividad industrial despegó –incluyendo desarrollos científico-tecnológicos– e incrementó la producción militar con que los soviéticos derrotaron al ejército más potente de Europa.
Stalin busca evitar a toda costa que se forme un bloque contra la URSS de Gran Bretaña, Francia y Alemania (a unírsele seguramente Estados Unidos, Japón y otros estados). Kotkin reconoce el anticomunismo que unía las potencias occidentales, que sus políticos y mandatarios expresaban sin cesar. Ya en 1918 la Rusia soviética había sido invadida durante varios años por una alianza imperialista.
Por un periodo Stalin supone que Gran Bretaña lanzará la invasión. Hoy percibimos ‘democrática’ a Inglaterra, pero en los años 30 no sólo Stalin sino millones más alrededor del mundo, incluida buena parte del pueblo británico, la veían –con razón– como expresión principal de militarismo y racismo colonial, clasismo aristocrático y coerción capitalista y carcelaria. Hitler y otros fascistas la admiraban por mantener sojuzgadas las presuntas razas inferiores de Asia, África, el Caribe y otras regiones. Por cierto, Hitler también admiraba a Estados Unidos por su supresión de las sociedades indígenas, que el líder nazi buscaba imitar esclavizando los eslavos de Europa oriental y los rusos, estos últimos para colmo comunistas y agitadores para que los pueblos coloniales se rebelaran.
La presión para acelerar la producción agraria y abastecer las ciudades, y la previsión de una agresión externa, hacen que Stalin lance la colectivización agrícola a la fuerza. La operación organizó autoritariamente el trabajo campesino en ‘cooperativas’ cuya producción, a menudo bajo vigilancia policiaca, sería más veloz que la propiedad privada estrecha y tradicional de los kulaks. Esta última fue eliminada en su totalidad (ya se había erradicado la de los burgueses en las ciudades). La represión contra las resistencias campesinas intensificó la tendencia dictatorial del estado, del Partido Comunista, y de Stalin.
Es poco probable que la ‘Nueva Política Económica’, que Lenin había anunciado en 1921 para permitir la acumulación privada y ampliar relaciones de mercado, y después de la muerte del gran dirigente el partido había abrazado sólo parcialmente, hubiese generado la velocidad en la producción agraria que el régimen requería para formar su economía y sobrevivir. Bandos de ‘izquierda’ y ‘derecha’ entre líderes del partido disputaron a favor de forzar la colectivización campesina y la industrialización aceleradas, versus estimular la propiedad privada en el campo.
No destaca Kotkin un oportunismo mezquino de Stalin en este debate, distinto a relatos más famosos, sino más bien las dificultades gigantescas de edificar una economía a toda velocidad sobre bases débiles y atrasadas, bajo asedio y en espera de agresiones extranjeras. Evita definir si el despotismo fue inmanente a Stalin o inescapable, por la gran violencia a que estaba forzado el régimen si iba a salir adelante. Si la suposición ideológica del autor es que todo aquello fue absurdo y no debió haber revolución en primer lugar para evitarse tanto problema, se refrena de decirlo.
De haber esta inhibición editorial y teórica (quizá en la creencia de que los datos lo dicen todo), debe relacionarse con la información del libro sobre la vida soviética en los años 30, de la que se desprende que la URSS –su bolchevismo y estalinismo– trajo las masas trabajadoras al gobierno y a representar la nación, si bien de forma sui generis y extraña. Es difícil, pues, no admitir que alteró la ‘estructura de la historia’.
Invasión
La crisis de abastecimiento agrícola estalló a fines de los 20, mientras en el entorno internacional crecían las tendencias fascistas, armamentistas y anticomunistas entre las clases dominantes. El temor de Stalin a una invasión era fundado, aunque la generalidad de los gobernantes imperialistas no eran tan obsesos como Hitler –quien impuso su voluntad sobre sus generales– y hubiesen sido más cautelosos antes de invadir un país del tamaño, población y cultura de Rusia. Pero todos suponían que el régimen soviético era débil por la opresión dictatorial y la escasez. Kotkin sugiere, sin gran elaboración, que las irracionalidades de ambos dictadores se exacerbaron mutuamente.
Era acertado el análisis de Stalin de que el hitlerismo sacudía el orden europeo (y mundial, en tanto los sistemas coloniales predominaban). Precisamente por eso Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania en septiembre del 39. La clase dirigente de Estados Unidos observaba desde las gradas la guerra británico-alemana, en espera oportunista de mercados que el conflicto dejara, y albergando simpatías hacia Inglaterra y hacia el nazismo. Moscú también observa desde las gradas dos estados capitalistas y colonialistas que se bombardean mutuamente.
En 1941 los ejércitos hitlerianos ocuparon una grandísima porción de la URSS. Le ayudaron las deficiencias militares de los soviéticos, por ejemplo que experimentados oficiales fuesen fusilados en las purgas estalinianas años antes. El colosal peligro forzó a Stalin a reducir la habitual concentración del poder decisional en su persona. La colectivización de las decisiones militares quizá estimuló lo mejor de él en la cuestión militar gradualmente. Pero en el inicio de la invasión la imposición de sus decisiones costó caro al pueblo soviético, si bien, según se dice, errar es humano. Ante los indicios de que el ejército nazi podría invadir pronto masivamente, ordenó, a pesar de objeciones y reservas de los jefes militares, organizar las fuerzas soviéticas de modo ofensivo –en el optimismo triunfalista típico de la retórica– en vez de un modo defensivo, que permitiera a los alemanes entrar hasta un punto para toparse con una resistencia efectiva. El potente ataque alemán destruyó fácil y rápidamente la pretendida ofensiva soviética y entró muy dentro de Rusia, casi hasta Moscú. No tomaron la capital los alemanes por decisión errática de Hitler, quien súbitamente decidió, contra las recomendaciones de sus generales, mover las fuerzas a otro sitio.
La ineptitud de Stalin como analista militar disminuyó eventualmente pues fue aprendiendo de sus errores, dice Kotkin, y promovió nuevos mandos del ejército que resultaron de muy alto calibre. (Después mandatarios y militares burgueses elogiarían el intelecto militar de Stalin.) En cambio, la ineptitud de Hitler como mando militar aumentó sin cesar, a la par del declive de su operación en la URSS, y se exacerbó por su impulsividad ególatra al extremo de que varios generales conspiraron para asesinarlo. No pudieron los ejércitos alemanes avanzar ni tomar Moscú o Leningrado en casi tres años por la resistencia monumental del ejército y el pueblo soviéticos, una de las hazañas colectivas más grandes de la historia.
Revisión teórica
La pregunta de dónde se ha ido el comunismo en nuestros tiempos podría responderse: al estado nacional. Del texto de Kotkin –y de la experiencia práctica– se infiere que Stalin era escéptico hacia la revolución proletaria y el estado socialista que la literatura y la retórica invocaban. De sus políticas referentes a España y China se desprende que suponía que la causa socialista en muchos casos debía acomodarse junto al capital privado para enfrentar unitariamente un enemigo muy superior, y por los enormes retos que exigiría una economía nueva (si el proyecto progresara). En lugar de una ruptura con el sistema capitalista y sus fuentes de financiamiento, y con las relaciones normales entre estados –lo cual llevaría a guerra, escasez y aislamiento–, debía darse espacio al capital privado (‘la burguesía’), en un régimen ‘popular’. Lo nacional, lo étnico, lo popular y el estado formarían un espacio común compatible con el sistema mundial pero a salvo de sus peores extremos imperialistas.
La estabilidad interior y el consenso político exigen desarrollo económico. No era posible ni deseable repetir la Revolución Rusa, parecía aconsejar el zar comunista, ni una socialización económica como la rusa, que erradicó toda la propiedad privada. No debía repetirse, en fin, un régimen como el que él mismo encabezaba. No propuso quizá estas cosas abiertamente por ser tabú, en tanto se alejaban de los textos revolucionistas de Lenin, sagrados en aquella cultura.
Parecía decir que la experiencia soviética, con su gran violencia sacrificial, había abierto el camino para que la ‘revolución’ se transformara en luchas nacionales que combinaran el mercado y la influencia socialista para gradualmente poner fin al imperialismo. Puede añadirse que en muchos países los capitalistas han sido esencialmente extensiones del capital occidental, o difícilmente se han conformado como clase o podido crear un proyecto nacional. La deuda externa ha socavado la formación de burguesías al menos desde el siglo XIX (incluso en España o Rusia); las naciones son a menudo meras formalidades.
El llamado de Trotski a tumbar el Estado ‘estalinista’ subestimaba el fenómeno nacional-popular y la unidad entre pueblo y Estado que habían emergido de la Revolución de Octubre. El drama terrible en que la URSS trataba de sobrevivir contra mil dificultades, acosada y en peligro de invasiones, hace parecer el llamado de Trotski una impertinencia insensible y libresca, la imprudencia del siglo. Incluso luce que sin trostkismo no hubiera habido estalinismo, al menos algunos de sus extremos represivos. Pero Trotski decía algo cierto, la dirección estaliniana contravenía aspectos importantes de las teorías de Marx y Lenin; y como muchos más, incluyendo la prensa occidental, correctamente denunciaba que la dictadura soviética estaba encarcelando y matando gente despóticamente.
De hecho la ‘filosofía práctica’ de Stalin revisaba dichas teorías y, añádase, sus trazos eurocéntricos. Aprecia que la moderna difusión global de fuerzas productivas y relaciones de mercado genera numerosos estados-naciones jóvenes –en África, Asia, Latinoamérica, etc.– que intentan desarrollarse. Para avanzar contra el imperialismo se necesitaría una pecaminosa ‘colaboración de clases’ entre trabajadores y capital privado. Los socialistas lucharían por influenciar y dirigir el pueblo-nación y el estado, pero el camino es largo. El estado asume el rol principal.
Lejos de negar el internacionalismo comunista –que Trotski invoca de modo teórico y abstracto, algo milenarista–, el fortalecimiento de la URSS o ‘socialismo en un solo país’ lo impulsará, asegura Stalin. Cien años después, la multiplicidad de proyectos nacionales en el mundo y el descenso imperialista parecen confirmarlo. Cierto que el socialismo ha sido marginado, pero el desarrollo nacional puede propiciarlo.
Amenazada la URSS por la hostilidad circundante, y consciente Stalin de que su dura imposición de la colectivización agrícola en 1929 había multiplicado los rechazos y oposiciones a su gobierno, y alarmado por el llamado de Trotski y sus seguidores a derrocar el estado soviético existente, el déspota acusó el ‘trotskismo’ de coincidir con los enemigos de la URSS e incluso de ser agente consciente del capital. Llevó su difamación y represión antitrostkista a otros países. Su policía secreta asesinó miles, entre opositores –a Trotski en 1940– o simplemente críticos, y muchos otros que no eran opositores ni tenían idea de por qué de pronto los arrestaban.
Determinismo militar y geopolítico
Stalin encarna el concepto de que la fuerza militar determina las relaciones geopolíticas. Es una etapa primitiva en que está todavía la humanidad, parece decir, pero es inevitable y debe abordarse con eficacia y sin sentimientos de culpa. Ante la amenaza de invasión militar, sobre todo una que arrasaría la propia nación y la causa internacional que ella simboliza, las cuestiones de derecho serían secundarias respecto a la defensa, al menos tácticamente o durante un periodo. Preguntas fundamentales son si este periodo diluirá los valores éticos, y cuánto durará. La cuestión expone las dificultades del socialismo –o de un estado progresista– para practicar sus ideales teóricos en medio de la violencia del mundo real, y pone a prueba los valores y herramientas de pensamiento de cada persona; reclama por tanto una discusión amplia e informada.
Al final de la guerra la Unión Soviética emergió victoriosa y prestigiosa. Perdió cerca de 26 millones de personas. Apoyado en el hecho imponente e irrefutable de que el Ejército Rojo había tomado Berlín y triunfado, Stalin favoreció una división de Europa a base de la fuerza militar. Impuso o auspició estados en siete países de Europa oriental –en algunos casos después de masacrar insensatamente los antiguos militantes comunistas– y se quedó con Latvia, Estonia y Lituania, en la costa del Mar Báltico, que había anexado en 1940 (arguyendo que habían pertenecido a Rusia desde el siglo XVIII).
Como en la geopolítica de hace miles de años, el socialismo y el antimperialismo se expandían por vía militar. Era una política y una ‘filosofía sin palabras’ de brutal realismo. El expansionismo socialista soviético en Europa oriental –no imperialista, pues era más la riqueza que salía de la URSS hacia el campo socialista de la que entraba– se correspondió, pues, con el asedio en su contra y con las formas ideológicas y psicológicas con que los soviéticos lo experimentaban.
La propaganda, sobre todo estadounidense, ha obstruído el estudio objetivo del bloque del este (y de la URSS). Dígase por lo pronto que este campo brindó solidaridad práctica a múltiples luchas anticoloniales: Palestina, Suráfrica, Cuba, Vietnam, etc. Por otro lado, no es difícil entender la rusofobia común hoy en los países bálticos, Polonia y otras partes de Europa oriental.
Después de la Revolución China y la instalación de estados favorables al comunismo en el norte de Corea y de Vietnam, el campo socialista abarcaba desde Europa central hasta el Pacífico. El imperialismo norteamericano logró revertir este amplio progreso, incluso celebrar el colapso de la URSS en 1991, pero el mundo posterior le ha resultado más amenazante todavía, con el surgimiento del estado ruso que Putin representa, el Sur global, China y BRICS. La Federación Rusa y la República Popular de China amenazan a Occidente por su veloz desarrollo económico y su influencia descolonizadora en el mercado mundial, que se deben en medida decisiva a algo que no tenía la Unión Soviética: capital privado.
Samir Amin ha argumentado que el proyecto ruso prevaleció en su forma socialista hasta 1991 y continúa en el siglo XXI como desarrollo nacional capitalista con alguna hegemonía del estado. Esta última aumentó en 2022. La tenacidad rusa en Ucrania, donde ha enfrentado a Occidente en su conjunto, significa otro cambio global. No sería posible sin que la URSS hubiese sobrevivido y se hubiera desarrollado, no sólo por la base económica que creó, sino por la unidad nacional que produjo entre clases populares y Estado.
Pacto Berlín-Moscú, 1939
El libro se distancia de la visión simple –no totalmente falsa– de que el pacto de no agresión entre Berlín y Moscú en 1939 fue un acto de cinismo. Ambos países suponían que en algún momento se enfrentarían militarmente. Era lógico pensar, aunque incierto, que Alemania no atacaría la URSS mientras dedicara sus recursos al frente británico (pero atacó). Rural y pobre, la Unión Soviética necesitaba desesperadamente tiempo para fortalecerse. Buscaba mantener a raya a los nazis e impedir un bloque entre éstos, Inglaterra y Francia. Por su parte, Hitler buscaba evitar una alianza soviético-británica contra Alemania.
La disposición del pacto más chocante y contraria a principios socialistas era secreta: la repartición de Polonia. Para el nazismo era parte de su expansionismo, pero para la URSS violentaba el principio comunista del derecho de las naciones a la autodeterminación, aunque se alegara que el espacio polaco que ocupó la URSS amortiguaría una agresión alemana.
El pacto germano-soviético significó casi dos años de una ‘amistad’ diplomática que repugnaba y confundía a los comunistas alrededor del mundo y al pueblo soviético. Kotkin sugiere que proveyó tiempo precioso a la URSS para avanzar en su producción industrial y militar. (Los soviéticos vendían petróleo y otras producciones a Berlín y tenían acceso a tecnología militar e industrial alemana.) Claro está, de la URSS haber sido gobernada por un amplio poder popular, o una democracia socialista, seguramente hubiese adoptado alternativas distintas a un pacto con Hitler, y descartado partir un país. Pero persiste la pregunta, si un régimen democrático o no dictatorial hubiese preparado la URSS a tiempo para la invasión.
Compárese la ocupación soviética de parte de Polonia en 1939-40 con la ‘operación militar’ rusa de 2022 en Ucrania. Esta última respondió a la expansión de la OTAN hacia el este, la cual fue indisimuladamente promovida por Washington y la Unión Europea usando como instrumento al régimen ucraniano. El gobierno de Putin entendió que la OTAN violentaba peligrosamente el sistema institucional de seguridad que había emergido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Su operación persigue ‘desmilitarizar’ y ‘desnazificar’ el régimen de Kiev. En 2014 el imperialismo norteamericano auspició un golpe de Estado en Ucrania para instalar grupos neonazis y racistas anti-rusos ávidos de una guerra contra Rusia, para lo cual pedían armas nucleares e ingresar en la OTAN. Enseguida desataron violencia aterrorizante contra las comunidades étnicas rusas y los ucranianos favorables a la amistad con Rusia, que en Crimea y Dombás entonces optaron por anexarse a Rusia, sin duda con el beneplácito de Moscú.
Como la Rusia actual, la URSS buscaba defenderse de fuerzas hostiles. Stalin podía referirse al beligerante derechismo antisoviético y anti-ruso del Estado polaco y su disposición a alinearse con la Alemania nazi. Pero a diferencia de Ucrania desde 2014, Polonia no estaba respaldada por potencias imperialistas. Era previsible, además, que el Estado nazi la invadiría pronto.
Mientras la conducta geopolítica soviética de los años 30 emanó de los cálculos y prejuicios de Stalin, la operación rusa de 2022 en Ucrania fue refrendada con extensa discusión en el parlamento entre partidos diversos –que decidieron apoyarla–, y por un estatuto público y jurídico que regula lo que la operación persigue, y estipula que cesará una vez alcance sus metas.
Está la cuestión de por qué Occidente sigue siendo hostil a Rusia aun después de ésta abandonar el comunismo. Según análisis de inteligencia norteamericanos, es crucial para Estados Unidos controlar Eurasia (y Oriente Medio) por razones geoestratégicas. Hay numerosos indicios de que busca desmantelar el Estado ruso y cercar a China. El gobierno de Putin es un obstáculo, por ser demasiado ‘nacionalista’ o incluso todavía teñido de sovietismo. Para mayor frustración de los estrategas occidentales, Rusia ha estimulado el surgimiento del Sur global y la multipolaridad internacional. Lo propiciaron los castigos económicos que Occidente impuso torpemente a Rusia, que la hicieron buscar nuevas relaciones comerciales y encontró el inmenso mundo no-occidental. La estrategia de Washington podrá cambiar en tanto admita su disminución en las relaciones globales.
Ingeniería social
Marginado y después expulsado y desterrado Trotski, defensor inicial de la colectivización agraria y la industrialización forzadas –y profeta de la revolución mundial y permanente–, Stalin se consolidó como jefe del pequeño grupo que comandaba la inmensa nación. Limitaciones morales e intelectuales de algunos miembros del grupo dirigente fueron viéndose a través de los años 20. En los 30 la dictadura estalinista –manifestación extrema de tales limitaciones– los mató a casi todos, no sin antes forzarlos a exponer sus debilidades.
No podía ser el ‘estalinismo’ una cultura que se reprodujera más allá del tiempo de vida del dictador e internacionalmente (como la cultura de los grupos trostkistas, siempre pequeños y con ideas grandes y repetitivas). Más bien consistió en las peculiaridades psicológicas, nacionales y coyunturales de las relaciones políticas soviéticas desde fines de los años 20 hasta la muerte del caudillo; la particular fenomenología que su dictadura encabezó. Como si sólo así pudiese avanzar el vasto Estado –para después negarse a sí mismo–, el poder se concentró en una persona dentro de una cultura ‘bolchevique’. Una jerarquía social coexistía con un ambiente de discusión y actividad artística, literaria, teatral, cinematográfica y musical –según el texto de Kotkin– de espontaneidad y apasionamiento, relativamente al contexto de censura y vigilancia del gobierno, desinformación noticiosa y militarización de la sociedad. Sin duda había miedo a Stalin –más bien en capas altas y medias de la jerarquía– y obligación a mostrar lealtad (real o fingida) a la patria, sobre todo en los periodos del Terror, pero también eran generalizados un culto al colectivismo y un fervor nacional.
Stalin presidió la destrucción física o política de una generación entera de intelectuales (comunistas soviéticos y europeos, funcionarios del gobierno, mandos militares, cuadros científicos y técnicos) y reconstituyó el partido y el Estado con nuevos militantes y cuadros venidos directamente de las capas obreras y campesinas. Era como si considerase que las ideas revolucionarias de quienes se habían formado antes de la Revolución y participado en ella eran ya más perniciosas que constructivas y armaban un mundo de conceptos y letras que distorsionaba la realidad y las crudas relaciones internacionales de la época del imperialismo, y contravenían el régimen que urgía construir. Si fue una rebelión ‘materialista’ –o alguna venganza– contra la jerarquía o el idealismo de los científicos e intelectuales, llevó a la prisión o la tumba alrededor de 800 mil personas o más, durante varios años, sugiere el libro. Añádanse cientos de miles encarcelados y muertos durante la colectivización agraria, o la incomprensible matanza en 1940 de casi 22 mil militares y funcionarios polacos que estaban presos.
Aquel poder autocrático era reminiscente del zarismo, aunque en comparación éste parece leniente, paternal, cristiano y provincial. El Estado moderno y de masas que Stalin presidió –comunicación de masas, administración pública, ejército profesional, cierta sociedad civil– incluyó una explotación del trabajo que el zarismo no había auspiciado. La acumulación originaria de valor que en el capitalismo occidental hizo posible la industrialización y el poder bancario, en la Unión Soviética se logró con el trabajo campesino colectivizado a la fuerza y de los presos, además de la industria y el resto de la economía. Es difícil que sin esas explotaciones extremas la Unión Soviética hubiera podido avanzar y derrotar el ejército alemán, según surge del texto de Kotkin, que a la vez parte de la premisa de repudiarlas.
El Terror pudo ser un modo de Stalin imponer disciplina de trabajo y ciudadana para que la aguda tensión y el clima crispado prepararan la sociedad para la agresión extranjera, sugiere el libro. Ciertamente la prepararon, a la vez que estropearon en parte los preparativos, por la desconfianza y la depresión –que llevó a no pocos suicidios– que generaron el ambiente de acusaciones entre compañeros de trabajo y de partido y la matanza injustificable de mandos militares y cuadros técnicos y administrativos que luego hicieron mucha falta. Se deja ver, pues, un extremo patológico más allá del despotismo político. Stalin exigía –escribe Kotkin– más arrestos a los brutos de la policía secreta, y a su vez éstos (muchos eran después fusilados) se esmeraban en fabricar más casos para estar de buenas con el dictador.
El caudillo parecía creer –nunca lo sabremos– su propia retórica de que todas esas víctimas eran agentes enemigos, ‘trotskistas’ o saboteadores de la producción. Parece que suponía el Estado (y todos los Estados) una narrativa y puesta en escena que a su vez constituía la realidad, y debía timonearse para construir el país y enfrentar el sistema imperialista. La presión a que este sistema sometió la primera y única revolución socialista propiamente obrera (en su primer momento) creó incontables desajustes socioculturales y nerviosos. Convendría estudiar la interacción entre la represión, los sacrificios, las hazañas colectivas y el consenso civil que hubo en las diversas fases y contextos. Una dialéctica entre las terribles obligaciones y coerciones y el amor y lealtad a la patria indica la legitimidad de un Estado en apariencia ilegítimo, que es a la vez, un proyecto revolucionario.
Ogro dedicado
Stalin fue dirigente de masas que le querían y suponían que estaba incansablemente comprometido con la causa, y en efecto lo estaba. Se trata de un georgiano bastante formado en la calle, ajeno al occidentalismo que Lenin y otros líderes bolcheviques suponían lo más avanzado. Fue símbolo y organizador carismático y a la vez retraído y ‘simple’, estratega, avezado negociador internacional, pensador original, lector voraz, y tirano cruel, oportunista, manipulador y, en su círculo ejecutivo, dado al lenguaje vulgar y rudo. Parece un truhán sin principios, pero no lo es; habría que estudiar sus puntos de referencia, las bases de su probable paranoia e irracionalidad.
Fue un macro y micro manager extremo y detallista, y un comunicador público y explicador que abordaba directamente cuestiones complejas y dialogaba convincentemente con enviados y periodistas extranjeros. A su manera representó el concepto leninista del ‘revolucionario profesional’. Residía en un círculo íntimo y oscuro de lacayos a menudo afligidos, como él, por dolencias fisicas seguramente psicosomáticas por el sentimiento de culpa inconsciente por reprimir gente, o por el agobiante trabajo político. Bailaba, cantaba, comía, bebía, veía obras de teatro, musicals y películas, se emocionaba y conversaba hasta el amanecer, dice Kotkin. Se confundía con la cultura popular, la que creó la URSS y la tradicional rusa y caucásica, patriarcal y ancestral.
Desde luego, ‘sabemos’ por los medios de comunicación. Ha sido costumbre que sobre la URSS y el ‘comunismo’, los medios reseñen informaciones sensacionales en lugar del conjunto histórico.
La asombrosa voluntad destructiva de Stalin contra sus víctimas fatales, a veces burlona, coexiste con el cariño y afabilidad hacia familiares y colegas; confunde una visión de la historia que resta importancia a la humanidad individual y personal, empezando por la suya propia, con sociopatía. Los extremos despóticos que sugieren psicopatología pueden atribuirse, al menos en parte, a las presiones intolerables que cayeron sobre un proyecto político monumental –llamado a menudo utópico, pero prevaleció– que desafiaba por primera vez el orden del mundo. Ponen a prueba las interpretaciones que se funden en la culpa (de raíz judeocristiana) y el racionalismo (de la Ilustración occidental) de nuestras usuales operaciones mentales.
(El autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico)
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