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La revolución cultural es la raíz de toda revolución verdadera

Fuentes: Rebelión

Desde la mirada afroecuatoriana, sabemos que los cambios profundos no empiezan en los palacios ni en los parlamentos, sino en los corazones y en la memoria de los pueblos. Los pueblos afro, históricamente excluidos, silenciados y marginados, hemos aprendido que antes de que caigan los muros, primero se rompen los silencios, y que antes de que cambien los sistemas, estallan las ideas. La revolución no se gesta únicamente en el enfrentamiento, sino en el rescate de lo negado: nuestra voz, nuestra dignidad, nuestros saberes y nuestros sentires.

Ahí es donde el arte ha sido y seguirá siendo nuestra trinchera y tambor de lucha. La pintura, la música, el teatro, la danza, la oralidad y la poesía han sido herramientas de resistencia, de afirmación identitaria y de sanación colectiva. Cada marimba tocada, cada verso cantado, cada cuerpo que danza en círculo, es un acto de libertad. En nuestras comunidades, el arte no se separa de la vida. Es rito, es duelo, es fiesta, es pedagogía, es profecía. El arte afro no solo entretiene: revela, educa, recuerda y proyecta. Donde florece el arte popular y ancestral, se enciende la posibilidad de una transformación estructural, viva y sentida.

No se puede hablar de revolución sin reconocer el alma colectiva que la sostiene. Y esa alma se forja en la cultura. Como diría un sabio del pueblo, «sin memoria no hay camino».

La cultura afroecuatoriana ha sostenido la vida pese al racismo, a la violencia sistémica y a la negación de nuestra humanidad. Cada expresión artística afro es también un archivo vivo, una declaración de existencia frente a la exclusión. Nuestros tambores han hablado cuando nos negaron la palabra. Nuestras canciones han gritado verdades cuando los libros nos olvidaron.

En tiempos de censura, el arte es refugio; en tiempos de esperanza, es impulso. Un mural en el barrio puede ser un manifiesto, una obra de teatro en la calle puede ser revolución.

Por eso, el arte no es un lujo, ni un entretenimiento accesorio: es una necesidad vital, es futuro en ensayo, es territorio de disputa simbólica.

Toda revolución que no nace desde la cultura y la raíz está condenada a la superficialidad.

Solo aquellas que brotan del alma del pueblo, de su memoria y su imaginación colectiva, tienen la posibilidad de florecer con justicia y verdad.En tiempos de opresión, el arte ha sido refugio, trinchera y antorcha. Allí donde el látigo azotaba cuerpos, donde se intentó quebrar el espíritu de los pueblos africanos esclavizados, surgieron cantos que aliviaban el alma y sostenían la dignidad. En los cañaverales del Caribe, del Brasil y del sur de Estados Unidos, los espirituales, los work songs y las décimas no eran solo melodías: eran códigos para huir, para resistir, para mantener encendida la llama de la libertad. Eran estrategias de memoria, de alerta, de humanidad.

En nuestras tierras afroecuatorianas, los alabaos, arrullos y los chigualos son mucho más que cantos fúnebres o celebratorios: son herencia viva, son gritos de amor que le hablan a la muerte para reafirmar la continuidad de la vida. A través de estas expresiones, nuestras comunidades han protegido su identidad frente al olvido impuesto, han sanado heridas profundas y han sembrado semillas de esperanza, incluso en los contextos más hostiles. Cada tambor que suena, cada voz que canta, cada cuerpo que danza, es una forma de decir “aquí estamos, seguimos siendo”.

Como escribió Aimé Césaire, “una civilización que es incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente”. Esta afirmación cobra un sentido urgente ante un mundo desgarrado por la desigualdad, el racismo estructural, la violencia colonial y el saqueo de la naturaleza. Frente a ese sistema que deshumaniza, el arte nacido del pueblo —el que surge de las esquinas, de las casas de caña, de los patios, de la memoria ancestral— levanta su voz. El arte afrodescendiente no adorna: denuncia, convoca, profetiza.

Un mural puede hablar por un barrio entero. Una canción puede sostener generaciones enteras en medio del abandono. Una obra de teatro comunitaria puede abrir grietas en un modelo que excluye. Porque el arte verdadero no se conforma con emocionar: sacude, incomoda, moviliza. Es lenguaje del alma, sí, pero también del cuerpo colectivo que sueña y se organiza.

Dijo Bertolt Brecht, “el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma”. Y en nuestros pueblos afrodescendientes, ese martillo se ha convertido en tambor, en pincel, en verso, en cuerpo que danza. En tiempos de crisis, el arte no solo resiste: siembra vida, cultiva dignidad y anuncia, como un tambor en la madrugada, que otro mundo —más justo, más humano, más nuestro— está en camino.

Dios no solo habla: Dios canta, danza, talla, borda, y pinta el cielo después de la tormenta con los colores de la esperanza. Dibuja un arcoíris como pacto entre la vida y la naturaleza, como testimonio de la armonía posible. Desde los pueblos originarios del África ancestral hasta nuestras comunidades afrodescendientes en las montañas, los ríos y las costas de Ecuador, la divinidad se ha expresado a través del arte, como una forma de revelarse en lo cotidiano. Los tambores consagrados no solo marcan el ritmo del cuerpo: conectan con los espíritus, con los ancestros, con la memoria que no muere. Son, al mismo tiempo, palabra, tambor y camino.

En nuestras comunidades, cada gesto creativo es sagrado: los arrullos de las abuelas al pie de la hamaca son oración, los tejidos de palma con formas geométricas son relatos, las danzas de marimba son celebraciones del alma. Los cuerpos en movimiento no sólo bailan: se comunican con lo invisible, se sanan, invocan la alegría como forma de resistencia. El arte no es accesorio; es espiritualidad encarnada, expresión de un saber profundo que no necesita templos de cemento, porque habita en el tambor, en la voz, en la madera tallada, en los rostros pintados para la fiesta o para el duelo.

Por eso, toda revolución verdadera debe comenzar por el alma colectiva. No basta con cambiar presidentes o estructuras si seguimos cargando los mismos temores coloniales, si nos avergüenza nuestra piel, si negamos nuestros saberes, si tememos a nuestra espiritualidad. Hay que transformar las formas de amar, de cantar, de soñar. Hay que descolonizar la imaginación para que deje de reproducir mundos ajenos y empiece a construir mundos nuestros. Solo cuando liberamos el deseo del mercado, cuando recuperamos el cuerpo como territorio sagrado, cuando el lenguaje vuelve a crear en lugar de repetir, estamos gestando una revolución real.

Las sociedades que sofocan el arte, matan también la vida. Apagan los colores, silencian la memoria, y condenan a los pueblos al olvido. Un pueblo sin arte es un pueblo sin alma, desconectado de sus raíces y de su futuro. En cambio, cuando florece la creación colectiva, florecen también la rebeldía, la ternura, la crítica y el deseo de justicia. El arte alimenta la sensibilidad que permite resistir, imaginar y reconstruir. Y entonces, cuando el tambor vibra, cuando la palabra danza, cuando la comunidad canta, la esperanza se hace cuerpo, se multiplica, y se vuelve contagiosa.

Hoy, en este mundo donde el poder pretende controlar la narrativa, censurar la imaginación y reducir el arte a mercancía domesticada, los pueblos y sus artistas están siendo convocados a resistir. Vivimos un tiempo donde se intenta convertir a los creadores en decoradores del sistema, despojándolos de su poder ancestral, despolitizando sus obras, robándoles el fuego. Sin embargo, el arte auténtico —ese que brota del dolor y de la esperanza, de la raíz y de la rebeldía— se convierte en trinchera de luz, acto de memoria, grito que no se calla.Para los pueblos afrodescendientes, el arte ha sido y sigue siendo una forma de sanación, un medio para reconstruir lo roto, para decir lo indecible. En nuestras comunidades, cada tambor que resuena, cada máscara que danza, cada trenza que teje una historia, es una declaración de existencia. Donde hay arte vivo, hay historia latiendo. Donde hay arte colectivo, hay pueblo unido soñando libertades. Donde hay arte rebelde, hay semillas de otro mundo posible, cultivadas con amor y con fuego.

El arte es el lenguaje de quienes no se rinden, la voz que no se deja silenciar, la llama que sigue encendida en los barrios, en los manglares, en las lomas olvidadas por el poder.

Como nos recuerda Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. Y desde nuestra memoria afro, podemos afirmar también: lo cambian quienes pintan murales en los muros del olvido, quienes hacen marimba con tablas viejas, quienes escriben poesía en lenguas perseguidas, quienes levantan la voz en una canción cimarrona, quienes tallan santos negros y los cargan en procesión.

Porque también se hace revolución con metáforas, con ritmo, con danza, con sueños compartidos. El arte no necesita teatros lujosos para encender la esperanza: basta con una calle, una esquina del barrio, una voz decidida a no rendirse. Donde hay arte, hay resistencia viva. Y donde hay resistencia, hay posibilidad de renacer, de imaginar nuevoscaminos, de volver a sembrar humanidad.

Que el arte no se domestique, que no se nos apague la imaginación. Que cada gesto creativo —en nuestras manos, humildes, rebeldes— sea una chispa que encienda la transformación.

Bibliografía consultada:

• Galeano, Eduardo. El libro de los abrazos. Siglo XXI Editores, 1989.

• Césaire, Aimé. Discurso sobre el colonialismo. Akal, 2006.

• hooks, bell. El anhelo de la comunidad. Traficantes de Sueños, 2019.

• Rivera Cusicanqui, Silvia. Un mundo ch’ixi es posible. Tinta Limón, 2020.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.