Un incesante bombardeo mediático euroamericano supone a Rusia imperialista, codiciosa y brutal. La demonización de Vladimir Putin (quien obtuvo sobre 80 por ciento de los votos en 2024) es parte del relato del supuesto peligro del oso ruso. La rusofobia es ideología ‘totalitaria’ en buena parte de Europa, donde los medios noticiosos rusos están bloqueados y prohibidos. La Unión Europea trata de seguir existiendo usando como pretexto la amenaza rusa, y varias potencias europeas se rearman e intensifican su militarismo. El fenómeno del odio y el miedo a Rusia podría provocar una guerra. Más agresiva que la propaganda contra la Unión Soviética, esta narrativa aumentó en los años 2000, cuando el gobierno de Putin afirmó la soberanía frente a la agresividad del capital occidental; con el plan de expansión de la OTAN por vía de Ucrania; con el voto mayoritario en Crimea en 2014 para anexarse a Rusia; y más todavía desde 2022.
Sin embargo, históricamente la política exterior rusa ha sido en general defensiva o reactiva ante las tendencias de otros. Más bien e inmenso país ha sido continuo objeto de estrategias imperialistas: es ‘demasiado’ grande y se interpone en los empeños occidentales de dominación global. El imperialismo occidental le atribuye ser imperialista (como él), pero generalmente Rusia ha vivido de su trabajo nacional, más que de explotar otros pueblos. La URSS expandió este rasgo; propulsó el poder del trabajo y las fuerzas productivas y cementó la unidad entre pueblo y estado.
Desde la antigüedad hasta la revolución de 1917 en Rusia predominó la propiedad colectiva de la tierra –mir– en comunidades campesinas, incluso sobre la propiedad de los clanes. Desde el Medioevo el estado ha hecho las veces de dirigente de la economía. Sólo en el siglo XVI adjudicó tierras a los nobles. No conllevó la gran propiedad privada –que empezó la servidumbre– una fragmentación, como el feudalismo de Europa, sino más unidad nacional. Siervos y propiedad privada coexistían con la propiedad colectiva. Así siguió siendo tras el surgimiento de la burguesía. En 1861 el zar Alejandro II terminó la servidumbre.
Parte de la iglesia oriental desde el siglo X, la iglesia rusa se hizo nacional en el XV. Asentada en la inmensa ruralía, la parroquial y micropolítica unidad rusa entre pueblo e iglesia fue más real y duradera que la ‘iglesia nacional’ en Inglaterra, España o Francia. Más aún, careció de la represión y violencia de la iglesia occidental. En Occidente la opresión religiosa fue tan intensa –en alianza con el estado y las clases altas reaccionarias– que provocó la revolución científica del siglo XVI al XVIII; una curiosa combinación de lucha por la salvación y lucha por el dinero; fuerte individualismo (que el protestantismo impulsó); masificación y normalidad de la neurosis; y seguramente una idealización de ‘la revolución’.
La función principal de la iglesia rusa continuó con la monarquía –los zares–, que unificó el estado tras la lucha contra los tártaros. Pero es intrincada la relación entre identidad nacional, cultura popular y religiosidad. Stalin debió revivirla ante la amenaza nazi. Continúa hoy.
En el largo plazo histórico, la iglesia ortodoxa rusa se aparece más humanista y cercana a la solidaridad social que la iglesia occidental. Acentúa el misticismo y las relaciones comunitarias. Sus iconos se remiten más al sentimiento intuitivo, la conciencia moral, la comunidad y la tradición que al virtuosismo artístico individual de Occidente. Su presencia nacional ritual y moral contrasta con el énfasis de la iglesia católica romana en la autoridad y la coerción, la jerarquía, la catequesis, las reglamentaciones y la salvación de cada individuo por su cuenta.
En el occidente del imperio romano –y de la cristiandad antigua– la esclavitud había sido central en la economía, dominada por los latifundios. El sistema de crueldad y guerra implicado en la esclavitud, y el gran volumen de ésta, instalarían en la cultura occidental una indiferencia al sufrimiento. El capitalismo occidental moderno ha aprovechado esta grave alienación; la unidad entre religión e imperialismo continúa de otras maneras.
En la antigüedad occidental romana las extensas propiedades privadas agrícolas reclamaban esclavos –parte importante de la fuerza de trabajo– mediante la guerra y conquista de países. Instituciones latinas de derecho, gobierno y militarismo daban orden al enorme edificio social. Con el siglo XVI, en la colonización de América y otras regiones, resurgió la unidad entre iglesia, ejército y esclavitud. (El estado español, forjado en guerra contra los musulmanes, fue el más militarista y coercitivo de la cristiandad.) Financiada por los bancos, la conquista de América procuraba oro para suplir el creciente comercio europeo, análogamente a la Roma antigua, donde la producción latifundista engrosó una economía de dinero en expansivas ciudades y comercio de larga distancia y de lujo. En ambas épocas el estado dependió de préstamos a clanes ricos y casas financieras, como depende hoy de grandes bancos.
La parte oriental del imperio y de la iglesia era extraña a los latifundios. En el este bizantino la esclavitud era mínima y existía sobre todo en actividad domiciliaria y artesanal urbana. Las instrucciones de la iglesia de proteger los esclavos se aplicaron más en el este que en el oeste. En Rusia la milenaria posesión colectiva y comunitaria de la tierra, ajena a la impulsividad financiera, comercial y militar occidental, protegía –relativamente– la fuerza de trabajo y los medios de producción, incluidos implementos de trabajo, animales, y la tierra. Si en Occidente el imperialismo se unió al proselitismo católico (i.e. universalista y globalista) para integrar a todo el mundo, en Rusia la iglesia ortodoxa fue ante todo nacional.
La unificación del estado nacional ruso fue en parte preventiva, ante el impulso que mostraban estados de Europa occidental desde el siglo XVI. En el XVIII y el XIX los zares pretextaron llevar el cristianismo para anexar países aledaños. En varias regiones fueron juntas extensión religiosa y rusificación. El expansionismo zarista incluyó negociaciones con grupos dominantes de Polonia y la zona báltica, y campañas militares en Asia central contra jerarquías políticas e islámicas del Kanato de Jiva (que incluía los actuales Kazakstán, Uzbekistán, Turkmenistán y Tajikistán).
En Rusia la infraestructura y base industrial (ferrocarriles, metalurgia) se formaron con préstamos a bancos franceses, ingleses, alemanes y belgas. La burguesía nació dependiente del capital occidental. Como los ‘oligarcas’ que aparecieron en la década de 1990, aquella burguesía se formó unida a Occidente. No hubo una clase capitalista rusa separada del imperialismo occidental que necesitara acumular capital a costa de otras naciones; ni la economía rusa descansó en imperialismo alguno. Su sector bancario era pequeño. En 1917 el gobierno burgués de Kerenski seguramente implicaba colonialismo del capital occidental.
A fines del siglo XIX e inicios del XX la deuda externa rusa era inmensa. El Imperio zarista –instituído en el siglo XVIII– vio frustrada su fantasía de jugar en la cancha de los grandes. La monarquía rusa llamó al Imperio Otomano el ‘viejo enfermo de Europa’, pero también Rusia era un viejo enfermo. Inglaterra y Francia la asediaron para arrebatarle Crimea (que Rusia había quitado a los otomanos en 1783). La guerra de Crimea de 1853-56 fue una matazón extraordinaria; murió medio millón de seres humanos. Indiferente al sacrificio humano, la alianza franco-británica persistió a pesar de la tenaz resistencia rusa, las enfermedades y la torpeza y chapucería de los mandos británicos, que reflejaban la insensibilidad y mediocridad de su aristocracia. Las potencias occidentales buscaban repartirse lo que pudieran del decadente imperio turco –lo cual lograron a principios del siglo XX– y también del ruso. Las deudas de Inglaterra y Francia para su guerra en Crimea fueron monumentales. En cambio, un factor de la derrota de Rusia fue la pequeñez y atraso de su banca.
La guerra de Crimea fue la primera que la prensa cubrió noticiosamente desde el frente, también con fotos. El periodismo occidental moderno nació lucrándose con la guerra y sus horrores. El fenómeno mediático dio impulso a la rusofobia. Todavía hoy medios de internet reproducen la alegación de Inglaterra y Francia de hace 170 años, de que Rusia buscaba ocupar Estambul, de lo cual no hay evidencia; y que intervinieron por noble solidaridad con los (musulmanes) otomanos, un tipo de pretexto que después se ha repetido muchas veces. Rusia sería amenazante por ser –según conceptos racistas difundidos en Europa– inculta, represiva, eslava, oriental.
La película de 1996 The Secret Agent narra que a principios del siglo XX la embajada rusa en Londres promueve secretamente el terrorismo en esta ciudad para sembrar caos y –contradictoriamente– obligar el estado británico a mayor ley y orden. El cuento de Joseph Conrad (de 1906), en que se basa la película, no dice que la embajada fuera rusa. En las décadas de 1990 y 2000 decenas de películas americanas identificaban los rusos con mafias, atrocidades criminales y ‘oligarcas’. Ninguna aborda la reorganización social de Rusia después del colapso de la URSS y del desorden que el neoliberalismo produjo allí por varios años.
El simplismo académico, mediático y teórico norteamericano ignora los esfuerzos de los países para zafarse del control imperialista, y supone que toda nación grande es necesariamente imperialista. Así, un ‘imperio soviético’ crearía el campo socialista en Europa oriental después de 1945. Como se ignora cuáles factores de la economía soviética motorizarían un imperio, se sugiere que los rusos oprimen a otros por una naturaleza despótica y por ser orientales, eslavos, semiasiáticos, etc.
El campo socialista incluyó siete naciones de Europa oriental. Se formó con propósitos de defensa y un mercado alterno, reproducir el socialismo –según aquel concepto– dentro del área que la URSS controló militarmente (en acuerdo con Washington y Londres), y ayudar a movimientos socialistas y de liberación nacional. Entre las potencias triunfantes en 1945 fue consenso que, en función de la seguridad europea, no colindasen con la URSS –que había perdido 26 millones de personas en la guerra– estados potencialmente hostiles a ella.
Desde luego, la Unión Soviética ejercía el mando y la dirección del bloque. Las partes entendían que el conjunto dependía de la existencia y progreso del ‘hermano mayor’. Los países del este eran satélites de la URSS, pero el bloque se había organizado para fomentar el desarrollo socioeconómico de estos países, no para enriquecer la URSS. Entre los grupos comunistas dirigentes de esos países había diferentes grados de sumisión y consenso. El bloque del este concebía el socialismo en una geopolítica de campos militares enfrentados entre sí.
Los acuerdos comerciales beneficiaban o limitaban a la URSS y los otros países del bloque según el renglón y las circunstancias. Unas veces favorecieron comercialmente a corto plazo a los países eurorientales; otras no. Más bien apoyaron su desarrollo infraestructural de largo plazo. El concepto dominante daba prioridad a industria, agricultura, infraestructura y reproducción de la fuerza de trabajo. Es de suponer que si Alemania oriental, Checoeslovaquia o Hungría hubiesen estado fuera del campo socialista, hubieran creado velozmente fuerzas productivas –siguiendo el mercado capitalista– para su beneficio individual, y gozado de un consumo (con deuda) superior al del bloque. En el capitalismo los países son más competitivos si persiguen la acumulación sin reparar en conceptos políticos, ideológicos o morales.
La propaganda anticomunista estadounidense exacerbó la rusofobia. Atribuyó el auge de movimientos revolucionarios y socialistas en numerosas partes del mundo a un complot de Moscú, en vez de apreciar las condiciones de los trabajadores y la pobreza de decenas de países. El anticomunismo ha sido constitutivo del estado norteamericano y esencial a él desde 1917.
La crisis del bloque socialista, que se manifestaba en disidencias considerables desde los años 50 y 60, se hizo terminal en los 80. En la URSS fueron agudizándose dificultades referentes a la erradicación total de la empresa privada desde los años 20; la débil solvencia intelectual y moral del grupo dirigente durante y después de la dictadura de Stalin; economías subterráneas y corrupción; grandes gastos en defensa por la hostilidad imperialista; y la tensión entre construir una economía nacional y apoyar movimientos de otros países. Con la revolución informática y digital, Occidente obligaba a mayor competividad. Tras caer la URSS, en los países ex-soviéticos y ex-socialistas de Europa oriental, y en el resto del mundo, avanzaron velozmente la desigualdad, el poder financiero y los negocios ilegales.
Los investigadores Keeran y Kenny resumen algunos aspectos de la URSS: ‘En cincuenta años el país fue de una producción industrial que era sólo 12 por ciento de la de Estados Unidos a una que era el 80 por ciento; y a una producción agrícola que era 85 por ciento de la estadounidense. Aunque el consumo per cápita soviético se mantuvo más bajo que en Estados Unidos, ninguna sociedad había elevado los estándares de vida y consumo de toda la población tan rápidamente, en un periodo tan corto. El empleo estaba garantizado. Educación gratuita era accesible a todos, desde el jardín infantil a la escuela secundaria (general, técnica y vocacional), la universidad y escuelas nocturnas. Además de matrícula gratuita, los estudiantes de post-secundaria recibían estipendios. Los servicios de salud eran gratuitos para todos, con cerca del doble de médicos por persona en comparación con Estados Unidos. Trabajadores que sufrieran heridas o enfermedad tenían su empleo garantizado y licencia por enfermedad. A mediados de la década de 1970 los trabajadores, en promedio, gozaban de 21.2 días laborables de vacaciones y eran gratuitos o subsidiados centros de vacaciones, sanatorios y campamentos de niños. Las uniones obreras tenían poder para impedir el despido de un trabajador o reclamar el cambio de un gerente. El estado regulaba todos los precios y subsidiaba el costo de los alimentos básicos y las viviendas. El pago de renta constituía sólo entre 2 y 3 por ciento del presupuesto de una familia; y de agua y energía entre 4 y 5 por ciento. No existía la segregación de viviendas por causa del ingreso. Aunque algunos vecindarios se reservaban a altos funcionarios, era común que administradores, enfermeras, profesores o conserjes vivieran en el mismo vecindario. El gobierno incluía el crecimiento cultural e intelectual en el esfuerzo para aumentar los niveles de vida. Los subsidios estatales mantenían a un mínimo los precios de libros, publicaciones y actividades culturales. Los trabajadores a menudo poseían bibliotecas, y una familia, en promedio, estaba suscrita a cuatro publicaciones. La UNESCO informó que en la URSS los ciudadanos leían más libros y veían más películas que en los demás países del mundo. Cada año el número de personas que visitaban museos equivalía casi a la mitad de la población, y el número de asistentes a teatros, conciertos y otros espectáculos sobrepasaba el de la población. El gobierno hizo un esfuerzo concertado para elevar el nivel de alfabetización y los estándares de vida en las áreas más atrasadas, y estimular la expresión cultural de los más de cien grupos nacionales que conformaban la Unión Soviética. Por ejemplo, en 1917 en Kirguizia una entre 500 personas podía leer y escribir, y cincuenta años después prácticamente todas podían’.
Después de colapsar la Unión Soviética en 1991, sobrevino un ‘capitalismo gangsteril’, aunque los políticos y los medios de difusión de Estados Unidos y otros países imperialistas lo celebraron como un triunfo de la democracia. Keener y Kenny señalan que la presunta ‘transformación democrática’ y ‘vibrante economía de mercado’, que Occidente había celebrado, fue un chiste grotesco. ‘Un informe de Naciones Unidas de 1998 indicó: “Ninguna región del mundo ha sufrido reveses tan graves en los años 90 como los países de la ex-Unión Soviética y de Europa del este”. Las personas en condiciones de pobreza aumentaron en más de 150 millones, una cifra mayor que la población combinada de Francia, Reino Unido, los Países Bajos y Escandinavia. El ingreso nacional disminuyó “drásticamente” ante “una inflación rampante como ninguna otra en el mundo”. En Failed Crusade, el historiador Stephen F. Cohen fue más lejos. En 1998, señala, la economía soviética, dominada por gánsgsters y extranjeros, era la mitad de lo que era a principios de la década; la carne y los animales dedicados a productos lácteos eran una cuarta parte; los salarios eran menos de la mitad. El tifus, la tifoidea, el cólera y otras enfermedades alcanzaban proporciones epidémicas. Millones de niños sufrían malnutrición. La expectativa de vida masculina se redujo a los 60 años, como estaba a fines del siglo XIX. En palabras de Cohen, “la desintegración económica y social de la nación ha sido tan grande que ha llevado a una inaudita des-modernización de un país del siglo XX”. Ante el fracaso catastrófico del camino de Rusia al capitalismo, las celosas discusiones sobre los problemas inevitables del socialismo perdieron bastante sentido’.
En ‘la Rusia de Putin’ –como suelen decir los comentaristas occidentales– el estado volvió a tener la dirección de la economía; es dueño de los bancos principales y compañías importantes, notablemente de energía. El desarrollo de la economía nacional es prioridad. El dominio estatal de la banca permite asignar recursos en una planificación estratégica. El estado persuade o coacciona los grandes inversionistas para que se ajusten a las estrategias del gobierno y al interés nacional, y exige a empresas privadas que le sometan sus proyectos para aprobarlos. Favorece la sustitución de importaciones, la autosuficiencia y el proteccionismo.
La economía rusa viene creciendo sostenidamente. En 2024 la tasa de pobreza bajó a 7.2 por ciento; la de desempleo era 2.3 por ciento. Los subsidios gubernamentales por desempleo son modestos; persiguen inducir al regreso al trabajo. No escasean las grandes fortunas. Capital privado domina el renglón de la vivienda. Existe un seguro médico universal público y mandatorio para todos los ciudadanos; también medicina privada para quienes prefieran pagar por ella. Desde 2022 Washington y la Unión Europea hicieron a Rusia el país con más sanciones económicas. Pero esto produjo más lealtad nacional de las clases trabajadoras y empresas privadas, y mayor hegemonía estatal de la economía.
Héctor Meléndez: profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico.
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