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De la organización colectiva a la fe: formas actuales del populismo místico

Mesías de saldo y sectas de mercado

Fuentes: Rebelión

Nadie ha prometido tanto sin prometer nada como Donald Trump y Elon Musk. Uno desde el púlpito del Estado, el otro desde el del algoritmo. Ambos se miraron alguna vez como si el mundo les quedara chico, como si el futuro les perteneciera por derecho natural y no por haber sido los máximos cotizantes de sus campañas, como si pudieran repartirse la eternidad en cuotas de poder, tecnoutopía y marketing. Pero hasta los mesías chocan, y cuando eso ocurre, no llueven revelaciones, sino esquirlas. Esquirlas hediondas de ego, codicia, y cálculo. Quizás también fragmentos de verdad.

Pero ¿qué es un mesías en tiempos de redes, mercados y déficit democrático? No ya el ungido de una divinidad trascendente, sino el gestor de una promesa inabarcable, el portador de una redención que no se explica ni se debate, apenas se sigue. El mesianismo, históricamente ligado a la esperanza colectiva de un tiempo justo por venir, ha mutado en un dispositivo personalizado de salvación inmediata y excluyente. Su esencia ya no es la profecía de largo plazo, sino la inmediatez; no la comunidad, sino el culto; no la fe en el porvenir, sino la ansiedad por el presente. Allí donde las instituciones se vacían, el líder carismático, particularmente si es digital, promete sentido. Allí donde los vínculos se erosionan, el mesías algorítmico ofrece pertenencia. Pero toda salvación basada en la adoración personal y el dogma cerrado deviene secta, y toda secta necesita enemigos.

Una secta, en una de sus acepciones, no es simplemente una escisión ni un desvío, sino una estructura de encierro simbólico. Originalmente usada para referirse a escuelas filosóficas o religiosas, el término fue derivando hacia su connotación moderna: la de un grupo que absolutiza una verdad, se encierra en su propia lógica, y construye una comunidad basada en la obediencia al líder más que en la deliberación entre iguales. En la secta, el líder es oráculo, juez y profeta. Y su verdad no se argumenta: se acata.

El sectarismo político, cuando opera bajo estas lógicas, no se organiza en nombre de una causa, sino alrededor de una figura. Lo que une a sus miembros no es un programa, sino un credo. Y lo que los distingue no es el pensamiento, sino la fidelidad. La crítica se equipara a la traición, el disenso se convierte en apostasía. Así, la secta deja de ser un accidente organizativo para transformarse en una forma totalitaria de fanatismo. Una adoración acrítica que reduce el mundo a dos categorías: los nuestros y los otros. Un campismo donde la lealtad sustituye al juicio.

Porque hay algo revelador en esta guerra de gladiadores digitales: no es una disputa ideológica ni un cisma doctrinario, sino una riña entre caudillos sin pueblo, entre magnates ungidos por sí mismos que no toleran compartir el centro del altar mediático. El “gran y hermoso proyecto de ley” que Trump pretendía entronizar como evangelio de su agenda nacional fue fulminado por Musk -su exsocio, su exasesor, su exacólito- como una “disgusting abomination” (abominación repugnante). El vínculo entre ambos no era político: era litúrgico. Uno oficiaba la misa del nacionalismo empresarial; el otro, la del tecno-liberalismo mesiánico.

Musk, autocoronado por multitudes digitales como profeta del porvenir, lanzó su excomunión desde la catedral de X, su púlpito algorítmico, con una letanía de tuits atronados de indignación, intercalando sarcasmos, versículos reciclados y veladas amenazas. Conviene recordar que es el dueño del balón con el que juega el Presidente, además de la iluminación del estadio. Bien puede apagarle la luz y mandarlo a jugar al potrero con pelota de trapo y sin hinchada. Trump respondió con su habitual retórica de traición y castigo, recordando favores pasados y anunciando la posibilidad de cortar todo vínculo económico con las empresas del magnate sudafricano. Como toda religión civil, también el trumpismo reserva su infierno, y bastó una sola palabra, “disagreement” (desacuerdo), para condenarlo.

Pero lo interesante no está tanto en el conflicto, sino en el marco que lo habilita: el ascenso de una política mutada en reality show, en una puesta en escena de acólitos que aplauden no ideas sino personalidades; no planes sino posturas. Es en ese terreno que el mesianismo se torna moneda, y el sectarismo, capital. La grieta ya no divide programas, sino tribus políticas. El seguidor no es militante ni ciudadano: es feligrés. El líder no es conductor, sino deidad menor, nutrida por algoritmos, encuestas y selfies. De este modo, la política se pervierte cuando se erige en altar. El azar de la historia volvió a jugar con la temática al cierre de esta columna porque acaba de confirmarse la proscripción judicial de Cristina Kirchner, imposibilitando cambiar de caballo en medio del río, es decir, de objeto de análisis en plena escritura. Sin embargo, intuyo que alguna de estas líneas podrá ser retomada en la próxima contribución dedicada al plano jurídico-político del caso.  

Volviendo a nuestros contendientes, el poder ya no requiere solemnidad alguna. Se exhibe en memes, se refrenda en likes y se discute en streams. Ni los parlamentos ni las cumbres lo alojan del todo. Ha migrado hacia el espectáculo, hacia la promesa fulgurante y difusa de quienes, como Musk o Trump, ofrecen redención mientras reparten castigo. La ruptura entre ambos no expresa una crisis del poder, sino su metamorfosis: la del liderazgo convertido en marca y de la política transfigurada en culto. Como todo culto, necesita herejes; como todo mercado, clientes cautivos.

Lo inquietante no es que se peleen, sino que puedan. Que no haya cortafuegos institucionales ni mediáticos capaces de contener, frenar o siquiera amortiguar una disputa personal que pone en vilo presupuestos, algoritmos, subsidios; percepciones bursátiles, alianzas diplomáticas y hasta estrategias militares. Musk amenaza con desmantelar misiones espaciales; Trump con cerrar contratos multimillonarios. Lo hacen a cielo abierto, sin símbolo ni mediación, como si la voluntad fuera un decreto, la red una ley y el exabrupto, una doctrina. Uno piensa en el capitalismo del siglo XXIII con sede en Marte y el otro en el del siglo XIX, con chimeneas contaminantes, autosuficiencia y, si pudiera, esclavitud regulada por la oficina de migraciones. Con tal de que, en ambos casos, los tuits sigan llegando al celular.

Son, a su modo, heraldos de un autoritarismo líquido: sin uniforme ni desfile, pero con la misma pulsión de control total. Lo quieren todo: el relato, la tecnología, el afecto, la verdad. Musk talla el algoritmo como un ídolo; Trump predica desde la ira y bautiza enemigos. Sus sectas no se organizan en asambleas, sino en foros; no votan, viralizan; no militan, monetizan. En ese campo minado de polarizaciones sintéticas, todo lo sólido se desvanece en el aire, como advirtieron Marx y Engels. Lo que no imaginaron es que se haría trending topic.

Tal vez esta guerra entre “mesías de saldo” no haga más que desnudar un fondo más siniestro: la creciente incredulidad en lo común, en ese pensar compartido que une a muchos, reemplazado por la fe en iluminados, salvadores, demiurgos que administran promesas vacías y verdades sin contraste. Que millones se definan más por lealtad a un personaje que por una concepción de justicia o bien común no es anécdota: es síntoma de una regresión ideológica profunda. Una teología de mercado con aplicaciones móviles.

El eco de esta pelea no tarda en llegar a nuestro sur, donde también crecen templos sin dioses y multitudes huérfanas de horizonte. Javier Milei, devoto simultáneo de Trump y Musk, quedó atrapado entre altares enfrentados. Uno le prestó la motosierra; el otro, el retuit. Pero ahora, cuando sus dos referentes se arrojan archivos, amenazas y memes como piedras, el presidente argentino se ve obligado a elegir entre sus fetiches. ¿Cómo construir una identidad política cuando los espejos se rompen entre sí? En su afán por armar su propia secta, Milei, mimetizado con sus ídolos, no escatima exabruptos, fagocitando antiguos aliados como un pac-man.

No se trata solo de una tensión diplomática. Es el reflejo de una forma de construir poder que ya no necesita ideas ni programas, sino adhesiones emocionales volátiles, convertidas en mercancía. Milei es heredero y deudor de ese estilo: el libertario que se alía con golpistas, el economista que cita versículos bíblicos, el presidente que denuncia al Estado mientras lo habita. Como Trump, como Musk, es más símbolo flotante que dirigente. Un significante vacío que grita libertad mientras firma acuerdos con el FMI, recorta derechos, encierra y reparte palos y gases.

Aquí también ha sido confundida la iconoclasia con la destrucción, la irreverencia con el sadismo, la rebeldía con el capricho. Y así, muchos ciudadanos, hartos del desencanto, han optado por abrazar gurúes sin principios, pastores de la disrupción, convencidos de que cualquier ruptura es liberadora. Pero el mesianismo no construye comunidad: solo administra soledades. Y el sectarismo no organiza el futuro: solo disfraza el miedo. Lo que parece un despertar, acaso sea solo un grito ahogado en una pesadilla.

Y mientras los colosos digitales se arrojan acusaciones desde sus plataformas, las consecuencias pesan sobre nosotros: nuestras economías al borde, nuestra institucionalidad tambaleante, nuestros vínculos resquebrajados. Porque si algo une a Musk, Trump y sus émulos regionales es el desprecio por la vida concreta, la ajena. Lo suyo no es la política, sino la teología de la autopromoción. En esa fe perversa, todo vale: manipular algoritmos, inventar enemigos, dinamitar instituciones o dictar que la verdad es solo lo que mejor se viraliza.

Quizás el verdadero peligro no habite en Trump ni en Musk, sino en esa urgente necesidad de creer en ellos. En esa pulsión de seguir a alguien, no por sus palabras, sino por la fuerza con que las pronuncia; no por sus propuestas, sino por sus promesas descaradas. Cuando la política se vacía de programas, solo queda el aura. Y cuando se renuncia a pensar en común, solo queda rezar al influencer de turno. Lo inquietante no es la pelea, sino que millones elijan bando como quien escoge un modelo de auriculares, un perfume o un dios.

La fe en salvadores no solo posterga las emancipaciones, sino que las pervierte. No hay liberación posible sin disenso, sin humildad, sin vínculo. Pero el mesianismo de mercado, con promesas de grandeza exprés y lealtades blindadas, esteriliza toda construcción colectiva. Y el sectarismo que lo acompaña, con su intolerancia mística, convierte cualquier matiz en traición. El resultado es una democracia asediada, en trinchera; un presente sitiado, un porvenir sin edificación.

Quizá el problema no sea que todo lo sólido se desvanece en el aire, sino que multitudes aprendieron a respirar ese aire viciado como si fuera oxígeno. En lugar de construir cimientos, buscan señales; en lugar de debatir, siguen hashtags; en lugar de votar, idolatran. El desafío, entonces, no es elegir entre un mesías y otro, sino reaprender a vivir sin ninguno.

Porque, adorando salvadores, no nos salva nadie.

Emilio Cafassi (Profesor Titular e Investigador de la Universidad de Buenos Aires)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.