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Represión y colonialidad: una semiótica del poder

Fuentes: Huella del Sur

El ejercicio del poder no se limita a la acción directa del Estado sobre los cuerpos y las instituciones. También se construye y legitima a través del lenguaje, los símbolos y las narrativas que moldean la percepción colectiva de la realidad. La semiótica, como disciplina que estudia los signos y su significado en los procesos […]

El ejercicio del poder no se limita a la acción directa del Estado sobre los cuerpos y las instituciones. También se construye y legitima a través del lenguaje, los símbolos y las narrativas que moldean la percepción colectiva de la realidad. La semiótica, como disciplina que estudia los signos y su significado en los procesos sociales, nos permite analizar cómo la represión y la colonialidad se inscriben en los discursos que justifican la violencia estatal, la criminalización de la protesta y la manipulación de la justicia.

Desde el uso estratégico de términos como “orden”, “seguridad” y “justicia”, hasta la representación mediática de figuras opositoras como enemigos del sistema, el poder opera mediante una pedagogía que educa a la sociedad en la aceptación del sometimiento. Por esto, es fundamental desmontar los dispositivos simbólicos que naturalizan la violencia y exponer la estructura semiótica que sostiene el disciplinamiento social bajo discursos de legitimidad y progreso.

Este enfoque permite comprender no solo los hechos, sino la construcción discursiva que los transforma en herramientas de control.

La historia se ha construido sobre relatos que legitiman la violencia como mecanismo de control social. Desde la pedagogía crítica, entendemos que la educación (que no solo es escolar o académica, sino que incluye la gestualidad política) no es neutra, sino un campo de disputa donde se moldean subjetividades y se perpetúan estructuras de opresión o es liberadora y crítica.

La teoría decolonial, por su parte, nos recuerda que la colonialidad persiste en las formas de pensamiento, en la economía y en la política, mucho más allá del fin formal del colonialismo. En este marco, el discurso del señor presidente en España, en el Madrid Economic Forum [i], regado de insultos y diatribas como es su costumbre, vuelve a argumentar sus inconsistencias valorativas con el concepto de “Occidente”, que no solo es una falacia histórica, sino también un dispositivo semiótico que refuerza la lógica de exclusión y violencia, como veremos, brevemente, en este artículo.

La crisis ética y la justicia como dispositivo de control

Tras el establecimiento de una narrativa que naturaliza la violencia estatal como un mecanismo de orden, el poder se despliega en acciones concretas que configuran su pedagogía de la impunidad. El arresto de Juan Grabois, sin orden judicial, se inscribe dentro de una estrategia de disciplinamiento político que (cada vez más) el señor presidente y su ministra de (in) Seguridad, Patricia Bullrich han llevado adelante con el objetivo de neutralizar cualquier resistencia organizada. Su detención no es un hecho aislado, sino un mensaje claro: la protesta será castigada y cualquier figura disidente será objeto de criminalización.

La pedagogía del abuso de poder también se manifiesta en la violencia policial y su posterior legitimación institucional. Thiago Correa, un niño de siete años, fue asesinado con once disparos por un policía de civil. La ministra de (in) seguridad no solo defendió al oficial, sino que trasladó la culpa a los asaltantes, justificando la tragedia como un daño colateral. Este tipo de discursos refuerzan la idea de que la violencia es inevitable y que las víctimas son responsables de su propio sufrimiento. La repetición de estas narrativas intenta educar a la población en la aceptación de la impunidad como norma.

La nueva detención del referente mapuche, Facundo Jones Huala por los dichos durante la presentación de su libro, alimentan las fantasías terroristas de la ministra de (in)Seguridad, que vuelve su ensañamiento contra los luchadores por la reivindicación su pueblo.

El uso de la justicia como herramienta de disciplinamiento quedó explícito en la sentencia contra Cristina Kirchner, confirmada por la Corte Suprema. La condena no solo la inhabilita políticamente, sino que también afianza el modelo de persecución judicial como un mecanismo de control sobre figuras opositoras. Como se sostiene en La pedagogía de la crisis ética, el sistema judicial ha dejado de operar como una garantía de justicia para convertirse en un dispositivo de privilegio que mantiene intacta la estructura del poder dominante.

El caso de Pablo Grillo, periodista golpeado por un cartucho de gas lacrimógeno en una manifestación, expone otra faceta de esta estrategia: la represión de la prensa. Bullrich minimizó el ataque y descalificó políticamente a la víctima, negando la gravedad de lo sucedido. Este tipo de respuestas estatales no son errores comunicacionales, sino parte de un mecanismo de legitimación de la violencia institucional contra sectores que desafían la narrativa oficial.

El poder opera sobre una crisis moral y ética que define quiénes pueden ejercer la palabra legítima en el espacio público y quiénes deben ser castigados por hacerlo. En este marco, el concepto de “Occidente” que Milei propone no es más que un dispositivo de manipulación.

Occidente como construcción ideológica y la semiótica del poder

El discurso de Milei en España no es solo una provocación política, sino una operación semiótica que busca consolidar una visión del mundo donde la violencia estatal y el ajuste estructural aparecen como inevitables. Su afirmación de que en Argentina “volvimos a abrazar los valores de Occidente(…) abrazar la cultura judeo-cristiana, reconocer al dios de Israel y en lo político la república romana y la democracia griega. Eso constituye la democracia liberal que venimos a defender en los valores de Occidente…” es una falacia histórica que oculta las raíces coloniales de ese mismo Occidente que hoy presenta como modelo de libertad; las citas de Roma y Grecia no hacen más que ratificar su admiración imperialista, puesto que luego habla de la alianza con los Estados Unidos e Israel, responsables del genocidio palestino.

Como señalamos en otros artículos, la noción de Occidente ha sido utilizada históricamente para justificar el genocidio en América, la imposición de la colonialidad del poder y la construcción de sistemas de dominación económica en nombre del cristianismo, primero y de la “modernidad”, después. El señor presidente pretende presentar “Occidente” como una estructura homogénea de valores que sostienen la democracia liberal, cuando en realidad la modernidad occidental ha sido el resultado de guerras, exclusiones y apropiaciones forzadas.

La referencia a la cultura judeo-cristiana en su discurso ignora que los judíos fueron expulsados de España en 1492, en un proceso de limpieza étnica que consolidó la hegemonía cristiana sobre el Estado. No hubo en la historia una convivencia armónica entre las tradiciones judía y cristiana bajo el paradigma occidental, sino una relación marcada por persecuciones, exilios y subordinación. El uso estratégico de este concepto por parte del señor presidente opera como una manipulación semiótica que refuerza la idea de que Occidente es un bloque histórico indivisible, cuando en realidad es una construcción ideológica y geopolítica al servicio del poder.

La semiótica nos permite analizar cómo Milei utiliza símbolos y narrativas para reforzar una visión del mundo que legitima la concentración del poder y la eliminación de cualquier resistencia. Su discurso no es solo una opinión extrema, sino un eje de gobierno que valida la violencia y alimenta la polarización social. Los sectores libertarios no buscan administrar el Estado, sino utilizarlo como un mecanismo de disciplinamiento para destruir cualquier resistencia y ponerlo, plenamente, al servicio de los grandes capitales corporativos.

Una pedagogía crítica contra la impunidad

Cada acción del poder es una lección. La represión enseña que la protesta es castigada. La impunidad policial enseña que hay vidas que no valen. La persecución judicial enseña que la democracia puede ser manipulada. El discurso extremista de la derecha y los libertarios como sus exponentes de rancia estirpe, enseña que el odio es una herramienta política. Estos eventos no son aislados, sino actos deliberados que construyen un programa sociocultural de sometimiento.

Como plantea La pedagogía de la crisis ética, es imprescindible una pedagogía crítica que revele los dispositivos de encubrimiento y desmonte la narrativa del abuso. La justicia no puede ser solo un mecanismo de administración del poder concentrado; debe recuperar su función emancipadora. La crisis ética no es solo un diagnóstico, sino un punto de partida para la disputa política y cultural.

Frente a la pedagogía del abuso de poder, la respuesta no puede agotarse en la denuncia. Urge articular una praxis colectiva capaz de disputar la hegemonía que hoy legitima la represión. Las clases subalternas —en sentido gramsciano— poseen un capital de resistencia que emerge de sindicatos combativos, movimientos territoriales, feministas, indígenas, colectivos LGTBIQ+ y espacios estudiantiles. Cuando estas fuerzas se reconocen como parte de un mismo bloque histórico, rompen la fragmentación que el poder alimenta y reescriben el guion: de objetos de disciplinamiento a sujetos de transformación.

Esa contra-hegemonía se juega tanto en la calle como en el campo simbólico. Implica:

  • crear pedagogías populares que desmonten la semiótica de la obediencia y habiliten lecturas críticas de la realidad;
  • ocupar los lenguajes—memes, portales y medios alternativos, radios comunitarias—para sabotear la narrativa del miedo;
  • construir redes jurídicas comunitarias que re-signifiquen la justicia como bien común y no como máquina de castigo;
  • forjar economías solidarias que erosionen la dependencia del ajuste colonial.

Algunas propuestas para desactivar el miedo como tecnología de gobierno; sólo así la colonialidad del poder deja de ser destino y se convierte en campo de disputa de la potencia decolonial. Porque allí donde la represión intenta clausurar lo posible, la organización colectiva subalterna abre grietas por donde se filtra, una y otra vez, aquello de “otro mundo mejor no sólo es posible, sino necesario”.

Nota:

[i] Un evento organizado como una extensión del Andorra Economic Forum (siendo Andorra una cueva fiscal), por el youtuber Víctor Domínguez e inversores en criptomonedas.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.