Acabo de leer en El País un editorial titulado “Un poder invisible que debe regularse”. Según el texto, “no son pocos los empleados públicos que utilizan a diario estas herramientas sin unas reglas claras al respecto”. Y uno se pregunta, con cierta perplejidad, si quienes redactan estas admoniciones viven en el mismo país que yo.
Vivimos tiempos tan asombrosos como exasperantes. A veces da la impresión de que España se ha convertido en la Meca de la libertad mal entendida. Como si, tras cuarenta años de mordazas, el “todo vale” se hubiera instalado como un nuevo credo nacional. “No se trata solo de lo que la IA puede hacer —dice el editorial—, sino de lo que debemos permitirle hacer”. Pero, ¿será posible permitir o no permitir algo que ya se nos ha escapado de las manos?
Porque la cuestión no es si debe regularse el uso de la IA, sino cómo hacerlo sin caer en retórica o en autoengaño. He ahí lo español del asunto: recomendar, aconsejar, pontificar… mientras en la práctica todo sigue como estaba. Hoy, incluso para aprender a masticar, se nos aconseja consultar a un especialista.
¿Cree, quien ha escrito ese editorial, que el manejo de la inteligencia artificial puede regularse como si se tratara de un electrodoméstico? ¿Cree que basta con legislar sobre algoritmos cuyo diseño presupone, precisamente, que puedan ser usados libremente y adaptados a cada necesidad y capricho? Regular algo así equivale a empeñarse en embotellar el viento.
El monstruo de Frankenstein, de Mary Shelley, y el aprendiz de brujo, inmortalizado por Dukas, nos advierten desde hace siglos de los peligros de crear sin prever las consecuencias. Quizá la IA y su uso no sean tanto una herramienta a domar como una criatura que ha cobrado vida propia. Y cuando el creador pierde el control de su creación, no hay reglamento que valga.
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