Recomiendo:
3

Elogio de la nación pequeña

Fuentes: Rebelión

Dos grandes personajes del pensamiento del siglo XX, Chomsky y Foucault, dialogan en 1971 en París, ante las cámaras de televisión, acerca del sistema sociopolítico occidental, de la naturaleza humana y de los poderes que sostienen el poder político…

Pues bien, pese a tenerles yo por colosos de las ideas —el uno lingüista, el otro psicólogo y filósofo—, se ve que incluso las reflexiones de dos grandes pensadores pueden no resistir el paso del tiempo. Sobre todo en una época como la nuestra, en la que el vértigo se apodera de todo, todo está sujeto a revisión y todo se pone en cuestión. Son tiempos marcados por la circunstancia insólita de haber transcurrido casi un siglo continuado sin guerra en el continente europeo y, en general, en Occidente; tiempos en los que el pensamiento, liberado de ese temor, está por un lado atemperado por la paz prolongada y, por otro, escorado hacia la decadencia; tiempos en que se nos ofrecen amplias perspectivas históricas y del presente que hasta ayer nos eran invisibles, y en los que se han ido abriendo ventanas a una nueva lucidez.

Interesante aquel coloquio. Muy interesante. Pero lo cierto es que hoy aquella música suena un tanto a retórica —de la buena, sí, pero retórica al fin—, y la letra, algo trasnochada. Contemplar el mundo, la sociedad y el individuo a la luz de su larga historia, y considerar después a la naturaleza humana sujeta a cambios más profundos de lo que se había supuesto, debería ser un ejercicio imprescindible para estudiar hoy las relaciones sociales y la política desde otros ángulos. Y, por supuesto, también la economía política, que al adquirir formato financiero se ha vuelto espantosamente enrevesada, aunque en esencia siga siendo contabilidad y prioridades. Ese ejercicio vale la pena, aunque solo sea para evaluar las posibles transformaciones en la naturaleza humana del occidental, fruto del “acontecimiento” que representa esa larga paz inédita, y del impacto de las nuevas tecnologías, especialmente la confianza forzosa —y hasta peligrosa— que hemos debido depositar en ellas. Pero, por razones obvias, ni Foucault ni Chomsky pudieron prever semejantes contingencias.

Lo que en cambio sí hubieran debido evaluar, y no se cuestionaron, es la influencia que ejercen en los comportamientos individuales y colectivos la extensión territorial de un país, su demografía y la densidad de población. Ellos daban por sentado que la actitud ante la realidad social y política de un francés o un estadounidense era comparable a la de un danés o un esloveno. Hablaban como si no existiera una idiosincrasia de los pueblos, como si no influyeran en la visión del individuo su riqueza o pobreza, el clima en que vive o la historia de su país.

Y ello es así porque, como no podía ser de otro modo, ambos aplicaban en aquella charla de 1971 los fundamentos del pensamiento político tradicional, progresista por definición (el conservador es marginal por la injusticia estructural que arrastra), elaborado a partir de ideas concebidas para Estados extensos o muy extensos y de alta demografía. Estados compuestos, en la mayoría de los casos, por poblaciones herederas de viejos o no tan viejos imperios, de antiguas conquistas y de posteriores colonizaciones. En ellos, la grandeur francesa o el orgullo americano no son más que la respuesta a un patriotismo inflado, sin más valor que el que se quiera concederle a la noción de “imperio”. Noción a su vez acuñada en otra aún más antigua: la de que cuanto más grande es una nación más poder (¿de quién?), más hegemonía (¿sobre quién?), más felicidad (¿de quién?), mejor en definitiva (¿para quién?). Una rancia simplificación que, en España, alcanza su cima de estupidez en el absurdo dicho popular: “caballo grande, ande o no ande”.

En efecto, Foucault y Chomsky teorizaron sobre una sociedad más justa, difícil de alcanzar en las naciones grandes a las que ellos pertenecen, y también sobre la índole de sus individuos y sobre la “marca” de países como EE. UU., Francia, Alemania o Gran Bretaña. Excluyo deliberadamente a China, porque China es, al menos en origen, el reverso de la configuración de un país bajo la “libertad de mercado” y su pedagogía, tan nociva en tantos aspectos. La importancia que el socialismo real concede a la educación, dirigida a que el individuo asuma una fuerte responsabilidad tanto sobre sí mismo como respecto a la comunidad a la que pertenece, marca la distancia suficiente respecto a la educación impartida en las sociedades de libre mercado —basada esencialmente en la competición— como para que ambos sistemas constituyan universos distintos.

El sentimiento de grandeur o el orgullo de ser americano, por ejemplo, imprimen carácter a toda una nación, con efectos colectivos que carecen de sentido en países reducidos. Dinamarca, Noruega, Suecia, Portugal o Eslovaquia, naciones pequeñas, no sufren delirios de grandeza y, precisamente por ello, se organizan mejor. Son sociedades más equilibradas y más justas; sociedades donde el rico y el opulento existen, pero suelen ser una rareza, y no cierran filas con sus iguales para blindarse ni para ejercer opresión sobre las demás clases sociales.

Por otra parte, las naciones pequeñas carecen de pretensiones invasoras. Están al abrigo de los problemas propios de los grandes Estados y no temen ser invadidas, salvo que posean grandes recursos naturales. Cuanto más reducidos son una sociedad y el Estado en que se vertebra, más autogobierno real, más simetría social, más igualdad, más felicidad.

Así pues, en lugar de desgastarnos imaginando otra sociedad más justa y feliz a través del idealismo o de la utopía —y dado que nuestro sistema demoniza al socialismo real—, tenemos ante los ojos la experiencia modélica de los países nórdicos y de otros Estados pequeños en extensión y población. Por eso las reflexiones de Chomsky y Foucault en aquellas justas televisivas de 1971 pierden fuerza y vigencia: no tuvieron en cuenta esa variante de la postmodernidad que hoy marca el pensamiento. Del mismo modo que ya carecen de sentido las nociones economicistas de “crecimiento” y “expansión”, y no la de decrecimiento, pues aquellas son la causa directa de los estragos irreversibles que sufre el planeta.

Y termino. Un país pequeño puede albergar sentimientos patrióticos y nacionalistas tan intensos como los de un país grande, pero, salvo que surja un iluminado, carece de afanes expansionistas y centra sus energías en mantenerse independiente, mejorando de continuo su organización interna y doméstica.

Un territorio se convierte en nación cuando la conciencia de vivir juntos se transforma en voluntad política. Pues bien, cuando eso ocurre —a pesar de la fuerza centrípeta que el Estado ejerza sobre ese territorio—, los problemas y dificultades posteriores serán superados por el entusiasmo que genera verse libre, con un gobierno propio y con la independencia psicológica que todos deseamos. Y una vez alcanzada esa libertad, la población pone el mismo empeño en su desarrollo que toda nación pone en reconstruirse tras haber padecido una guerra devastadora.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.