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Entrevista a José Luis Gordillo sobre Manuel Sacristán

«Cuando Sacristán hablaba de emancipación o justicia, no estaba nunca regalando los oídos a sus lectores»

Fuentes: Rebelión [Imagen: José Luis Gordillo. Créditos: Espai Marx]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal entrevista a José Luis Gordillo, profesor de filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona, miembro del consejo de redacción de mientrastanto.e y del Centro Delàs de Estudios por la Paz.

Salvador López Arnal.- ¿Conociste personalmente a Manuel Sacristán?

No conocí ni traté personalmente a Manuel Sacristán, pero sí comencé a interesarme por su obra desde muy joven por recomendación de Juan-Ramón Capella (una de las muchas y sabias recomendaciones que me hizo a lo largo de su vida) y por mi activismo sociopolítico. Juan Ramón fue mi profesor en la asignatura de Derecho Natural el primer año de la carrera de Derecho, que inicié durante el curso 1977-1978 en la UAB. Cuando llevábamos un mes de clases, Juan Ramón interrumpió la explicación del programa para narrarnos a continuación –en el transcurso de unas dos semanas– la historia de la universidad española durante el franquismo y la de las luchas por su democratización. En relación con todo ello nos habló por primera vez de la importancia de Manuel Sacristán.

El curso anterior, el del COU, había empezado a participar en las campañas impulsadas por la Asociación de Vecinos de la izquierda del Ensanche, en las que tenían un protagonismo destacado unos cuantos militantes del PSUC. Yo no estaba en el partido porque por esa época me atraía más el comunismo libertario. Pero tenía unos cuantos amigos y conocidos que eran militantes del PSUC. A los que trataba con más asiduidad, como a mi amigo Joan Sabater, les pregunté por Sacristán. Todos ellos me corroboraron lo que nos había explicado Juan Ramón, añadiendo detalles sustanciosos sobre su militancia comunista y el precio personal que había pagado por ello. En ese sentido, Manuel Sacristán siempre ha sido para mí un comunista ejemplar.

A eso puedo añadir una anécdota significativa: un par de años después, en un contexto de fuerte movilización estudiantil, un grupo de estudiantes de la Facultad de Derecho de la UAB le propusimos a un profesor de Derecho Administrativo que militaba en el PSC (y que luego sería miembro del Consejo de Estado) que impartiera una conferencia sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad del proyecto de ley de autonomía universitaria presentado por la UCD. Pusimos muchos carteles anunciando la conferencia y conseguimos llenar un aula de tamaño mediano. El profesor en cuestión comenzó su conferencia afirmando que no iba a hablar del tema que le habíamos propuesto, sino que se iba dedicar a criticar a fondo el texto de Manuel Sacristán «La Universidad y la división del trabajo» por considerar que ejercía una influencia nefasta sobre los estudiantes. Fue otro dato –en negativo, por decirlo así– que me confirmó la relevancia de Sacristán.

Salvador López Arnal.- ¿Recuerdas algunas de las críticas que vertió sobre el texto de Sacristán? Por cierto, ¿qué opinión te merece a ti ese texto de principios de los setenta?

Como puedes entender, recuerdo sobre todo el enfado monumental de quienes habíamos montado el acto. Pero, si no me falla la memoria, el futuro consejero de Estado y futuro senador también (fallecido hace bastantes años y de cuyo nombre no quiero acordarme), hizo una crítica superficial al texto de Sacristán en la línea de que era muy utópico cuestionar la función de las universidades en sociedades tan complejas como la nuestra, que a la universidad se venía a estudiar y no a hacer política, que hacer política en la universidad estaba justificado en la dictadura franquista porque no habían canales oficiales para hacerla con libertad y dignidad; sin embargo, con la llegada de la democracia, la política se hacía en los organismos de representación popular como los ayuntamientos, parlamentos, gobiernos autonómicos, cortes generales y gobierno central. Así que lo mejor que podíamos hacer era intentar sacar buenas notas y no organizar actos políticos en la universidad.

Es muy recomendable leer «La Universidad y la división del trabajo» después de haber leído la «Misión de la Universidad» de José Ortega y Gasset. Sacristán sin duda rinde homenaje a Ortega, pero también le hace a él y al liberalismo conservador una crítica profundísima que mantendrá su vigencia mientras existan sociedades con división clasista del trabajo. Debería ser de lectura preceptiva en los primeros cursos universitarios de todas las carreras, para que los estudiantes fueran conscientes al menos de que son unos privilegiados cuyas matriculas proceden de las plusvalías y los impuestos que pagan los trabajadores asalariados.

Salvador López Arnal.- ¿Fuiste alumno de Sacristán?

Sí, asistí al curso que Sacristán impartía en la Facultad de Económicas de la UB sobre «Metodología de las ciencias sociales». Las clases tenían un horario intempestivo: de 20 a 21h, si no recuerdo mal. Yo iba de oyente (sin haberme matriculado), pero pronto me di cuenta de que una parte de los asistentes al curso se encontraba en la misma situación. Sacristán, el primer día de clase, anunciaba a los alumnos matriculados que ya estaban todos aprobados, aunque si querían subir nota deberían hacer unos trabajos que serían expuestos y discutidos en clase. Con ello conseguía sacarse de encima a quienes no les interesaba la asignatura o no les interesaba él o las dos cosas. Lo bueno del asunto es que la clase siempre estaba llena y había unos cuantos alumnos que ni siquiera eran de la Facultad de Económicas. Yo conocí a estudiantes de medicina, historia, filología y derecho. También era habitual que asistieran becarios y profesores jóvenes de la misma facultad, los cuales, al finalizar su jornada laboral, se pasaban un rato a escuchar a Sacristán y aprovechaban la ocasión para discutir con él problemas metodológicos de sus tesis doctorales. El resultado eran unas clases muy dialogadas e interesantísimas. Recuerdo debates muy intensos sobre Paul Feyerabend y Karl Popper. A Sacristán se le veía feliz y en su salsa. Joan Benach, a quién creo que tú conoces, grabó todas las clases de ese curso que se impartió a principios de los años ochenta.

Salvador López Arnal.- Sí, sí, conozco a Joan. Publicaremos esas clases que grabó en el volumen 5 de Filosofía y Metodología de las Ciencias Sociales. Disculpas por la interrupción.

A parte de esto, intentaba ir a todas las conferencias que daba Sacristán. Asistí a la que impartió en la Fundación Miró en 1978 sobre «El trabajo científico de Marx y su noción de ciencia». A otra sobre la conmemoración de los diez años del mayo del 68 y también a la que dio sobre el informe del aprendizaje del Club de Roma. También comencé a frecuentar el CTD (Centré de Treball i Documentació, C/ Mayor de Gracia 126), donde se organizaban charlas y debates diversos en los que, a veces, participaba Sacristán, y también te podías encontrar a Josep Fontana, Ramón Garrabou, Octavi Pellissa, Paco Fernández Buey, Miguel Candel, Joan Martínez Alier, Verena Stolcke, Pere Comas o Josep Mª Fradera, entre otros.

Salvador López Arnal.- ¿Y qué opinión te merece esa conferencia que has citado sobre el trabajo científico de Marx y su noción de ciencia, uno de sus grandes textos según la opinión de muchos?

El curso anterior, Juan Ramón Capella había organizado en la Facultad un seminario de lectura del primer tomo de El Capital de Karl Marx, para lo cual previamente nos leímos una biografía de su autor y algunos textos suyos más breves, como artículos de juventud y el Manifiesto del Partido Comunista con sus varios y sucesivos prólogos. Por otra parte, Francesc de Carreras, entonces militante del PSUC y hoy situado a la derecha del espectro político, nos examinaba del texto de Friedrich Engels «Del socialismo utópico al socialismo científico» en la asignatura de Derecho Político. Explico esto porque, gracias a ello, seguí bastante bien aquella conferencia y entendí dos cosas que a partir de entonces consideré importantes. En primer lugar, que Marx, con todo merecimiento, era uno de los fundadores de las ciencias sociales porque realmente había hecho un notable trabajo científico. Y, en segundo lugar, que su noción de ciencia era visiblemente polisémica. Con los años, no entonces, también entendí que esa era una de las líneas más originales del filosofar de Sacristán, a saber: la visión crítica de la epistemología marxiana y marxista en general, sin tirar por la borda todos sus aciertos y contribuciones al saber sobre la sociedad y a la lucha por transformarla.

Salvador López Arnal.- En noviembre-diciembre de 1979 empezó a editarse mientras tanto, una revista de la que has sido miembro de su consejo de redacción durante años. ¿Qué influencia tuvo la revista en la ciudadanía de izquierda del país?

Por afinidad ideológica con la revista, fui miembro del consejo de redacción de la versión en papel de mientras tanto desde 1988 hasta su último número en 2012. Después he continuado como redactor del boletín electrónico mientrastanto.e. En total, le he dedicado a la revista fundada por Manuel Sacristán, Giulia Adinolfi y el resto de los integrantes del primer colectivo redactor, treinta y siete años, ocho más de los que llevo felizmente casado con mi compañera de vida. Fui lector de mientras tanto desde el primer número, cuando todavía era estudiante. Con Joan Benach y David Vila montamos un acto para presentar la revista en la UAB y, más tarde, un tenderete para difundirla, vender algunos números y conseguir suscriptores.

Su influencia inmediata fue seguramente reducida, aunque recuerdo que de ella se hablaba en los periódicos y en alguna novela de Manuel Vázquez Montalbán. Es bastante posible que, en ese momento, su influencia se redujera a ambientes universitarios de izquierdas, círculos de militantes del PCE-PSUC, de pequeños partidos como la LCR o el MC y sindicalistas de CC.OO. En la época en que yo entré en la redacción, mientras tanto tenía unos mil quinientos suscriptores y vendía setecientos u ochocientos ejemplares de cada número en quioscos y librerías (hablo de memoria). No obstante, visto cuarenta y seis años después, su influencia ha sido mucho mayor que la reflejada en esos números. Las tres temáticas expresadas en los tres colores de sus portadas (rojo, verde y violeta) se convirtieron en los ejes fundacionales de Izquierda Unida (por influencia de la revista y por la directa de discípulos y amigos de Sacristán, como Paco Fernández Buey y Víctor Ríos) y hoy están asumidas por todo el amplio espectro de eso que llamamos izquierda. En especial, la verde y la violeta, que en esos años eran preocupaciones minoritarias. Mientras tanto no era la única revista que por entonces llamaba la atención sobre la importancia del ecologismo y el feminismo (recuerdo otras revistas como Userda, Alfalfa, una separata ecologista de Ajoblanco, o Vindicación feminista, por ejemplo), pero sí era la única que afirmaba con convicción que la tradición comunista debía integrar esos asuntos en el núcleo central de su ideario.

Nació así una aportación muy singular para la renovación de la perspectiva emancipatoria que se tradujo en una propuesta de comunismo democrático, verde, antisexista y antibelicista que llega hasta hoy. En los años setenta y ochenta del siglo pasado, ese era un proyecto que suscitaba simpatías amplias en la España antifascista. Las cosas se pusieron mucho peor cuando implosionó la URSS y arreció un anticomunismo feroz que estigmatizaba y ridiculizaba todo lo que se declaraba anticapitalista. Quienes entonces estábamos en la redacción de mientras tanto podemos dar testimonio de ello. La simpatía difusa que podía haber por ese proyecto en los años setenta y ochenta, desapareció. Pero aguantamos el chaparrón como pudimos y aquí estamos.

Salvador López Arnal.- Leída hoy, 45 años después, ¿qué te parece más destacable de la Carta de la Redacción del número 1 de mientras tanto?

Como sabemos, el borrador de esa Carta lo redactó íntegramente Sacristán. Además, en ese primer número publicó otro texto que estimo muy relevante para comprender la evolución de su filosofar, que es «Comunicación a las jornadas de ecología y política». En mi opinión, lo que allí hizo fue nada más y nada menos que reformular el ideal comunista. Propone como objetivo colectivo «una humanidad justa en una Tierra habitable» que tiene mucha más importancia que la que puede parecer en una primera lectura.

Implica adoptar, de entrada, un punto de vista mucho más materialista que el que era habitual en la tradición que tenía a Marx como a un clásico. Ésta ponía el acento en señalar la importancia de la manera de producir y satisfacer las necesidades de los seres humanos, pero consideraba adjetivo algo tan material como es la interacción de los diferentes modos de producción con la ecosfera. Por suerte, hoy ese enfoque está ampliamente superado, pero entonces no lo estaba en absoluto. Y todo lo que pasa cada día, derivado de la interacción entre la humanidad y la naturaleza y que amenaza nuestra supervivencia, confirma el acierto de esa nueva visión para la lucha por la emancipación humana.

En 1979, ¿cuántos de los nombres más conocidos de la filosofía licenciada y no licenciada de la época estimaban razonable y acertado ese punto de vista? La pregunta se puede hacer para España y para el resto del mundo, para la filosofía conservadora, liberal, social-liberal, marxista y libertaria. La respuesta es pocos, muy pocos. En mi opinión, ese es uno de los grandes méritos de Sacristán, el cual fue posible tanto por su lucidez como por la lectura que había hecho con anterioridad de Marx y de su tradición, a un tiempo filológicamente rigurosa, históricamente bien contextualizada y por ello abierta. Recordemos su respuesta a una pregunta sobre la «crisis del marxismo»: «todo pensamiento vivo está siempre en crisis». Fue realmente un lujo haber tenido como introductor a la obra de Marx y su tradición a alguien que comprendió así su obra y su legado.

Salvador López Arnal.- ¿Y por qué te parece tan importante para comprender la evolución del filosofar de Sacristán su «Comunicación a las jornadas de ecología y política»?

Por muchos motivos que exceden lo que soy capaz de sintetizar en una breve respuesta. Te señalaré, de todos modos, lo que estimo más original de ese ensayo. Al comienzo del texto, Sacristán recomienda a todas las corrientes de la izquierda revolucionaria el abandono de todo tipo de milenarismo, el cual les inducía a imaginar un futuro armonioso y paradisíaco para la humanidad. Lo que sabemos sobre la Tierra, dice, nos obliga pensar que siempre habrá contradicciones entre la potencialidad de la especie y los condicionantes impuestos por la naturaleza. Asimismo, afirma que hay que reconocer que la humanidad y sus necesidades pueden expandirse hasta la autodestrucción. De lo cual se deriva, entre otras cosas, que las fuerzas productivas también hay que verlas como fuerzas destructivas en las condiciones de la sociedad capitalista. En consecuencia, la función del sujeto revolucionario no puede ser ni favorecer su liberación incontrolada, ni tampoco coartar sin más su desarrollo. Es una reflexión de 1979, pero ya anuncia toda la temática del «colapso» y el «decrecimiento», controlado o incontrolado, de la civilización industrial. Invito a establecer una comparación entre esa nueva concepción y la que exponía Herbert Marcuse en El final de la utopía (libro traducido al castellano por el propio Sacristán, por cierto) apenas diez u once años atrás. Y también con lo que escribió el propio Sacristán sobre el carácter contradictorio de la vida sexual en las sociedades clasistas quince o veinte años antes. La cesura es muy clara. Con todo, también es cierto que se trata de un escrito demasiado breve para la enjundia de las cuestiones que trata. Tal vez, si hubiera vivido veinte años más, las habría podido desarrollar más extensamente.

Salvador López Arnal.- Efectivamente, como decías, tres colores definían las bases político-filosóficas de mientras tanto: el rojo, del movimiento emancipador obrero; el verde, del ecologismo transformador, y el violeta, del movimiento feminista. No apareció el blanco o un color identificador del pacifismo. ¿Por qué? ¿No fue la revista inicialmente pacifista?

No, de hecho, en la Carta de la Redacción del número 1 no hay ninguna alusión al pacifismo. Ahora bien, este asunto comienza a ser objeto de interés bastante pronto, cuando se toma consciencia de los riesgos derivados del incremento de la tensión entre la OTAN y el Pacto de Varsovia de principios de los años ochenta, motivado por la decisión de la OTAN de instalar misiles de corto alcance (los famosos euromisiles) en varios países de la Europa occidental, que prácticamente coincide con la invasión soviética de Afganistán. Los euromisiles, decían los estrategas norteamericanos, podían hacer factible librar y ganar una guerra nuclear limitada al teatro europeo.

Por otra parte, unos meses después del 23-F y en un ambiente generalizado de miedo a un segundo golpe, el gobierno de la UCD decidió solicitar la entrada de España en la OTAN con el apoyo parlamentario de todas las derechas, españolistas y no españolistas. Una decisión tremendamente impopular. Según una encuesta de El País, publicada el20 de octubre de 1981, sólo el 18% de la población estaba a favor de esa medida. Los integrantes del colectivo de redacción de mientras tanto fueron particularmente beligerante contra esa decisión.

Según tengo entendido, en el verano de 1981 se celebró una reunión del consejo de redacción de la revista en Puigcerdà, en la casa de alquiler dónde veraneaban Sacristán y su familia. Tras una intensa discusión se decidió apostar por un antibelicismo sin complejos. Juan Ramón Capella y Paco Fernández Buey publicaron en el número 9 de mientras tanto una nota editorial titulada «Parabellum» en la que hacían explícita esa toma de posición.

Ahora bien, como lector atento de la revista, yo diría que, en el núcleo inicial de redactores, a diferencia del verde y el violeta, el blanco nunca llegó a ser asumido hasta sus últimas consecuencias por todos ellos. Como tampoco lo es todavía hoy en eso que llamamos izquierda. Predominó más bien un pacifismo de tipo antinuclear, pero no tanto un pacifismo antimilitarista con una apuesta fuerte por las tácticas de lucha social noviolentas. Víctor Ríos, Rafael Grasa, Enric Tello, Elena Grau, Juan Ramón Capella y Paco Fernández Buey, no creo que tuvieran grandes problemas en identificarse como pacifistas y antimilitaristas, pero a otros redactores de esa época creo que les costaba más calificarse asíDe hecho, la mayoría de las personas mencionadas se integraría más tarde, en 1986, en el colectivo de redacción de una revista tan declaradamente pacifista como fue En pie de Paz. Y después está el caso de Sacristán.

Salvador López Arnal.- Eso te quería preguntar: el Sacristán de esa época sí que mostró interés por el pacifismo. ¿Cómo concebía el pacifismo Sacristán?

Su interés por el pensamiento y la teorización de la práctica pacifista se produce cuando deja de ser un comunista organizado y asume la dirección de mientras tanto. Antes, el pensamiento de Sacristán no se distingue de las tomas de posición del comunismo europeo y español sobre los diferentes acontecimientos bélicos de los años cincuenta, sesenta y setenta. Eso también supuso, de todas formas, que Sacristán practicara y explicara con convicción (incluso a los policías que le detenían e interrogaban) la política comunista de «reconciliación nacional» que se concretaba en acciones pacíficas de masas a favor de la democracia. Eso no lo convertía en un pacifista de pensamiento, pero sí en un pacifista de acción: prácticamente todo lo que hizo contra la dictadura franquista como militante del PSUC (al igual que lo que hicieron la mayoría de los militantes comunistas de la misma época) entraría dentro del repertorio de acciones propugnadas por el pacifismo no violento.

El primer artículo en el que muestra interés por el pacifismo y llama a implicarse en el movimiento por la paz es de 1980, cuando tenía 54 años. Ese texto lo tituló «Contra la tercera guerra mundial». Ahí dice: «Se ha dicho muchas veces, con toda razón, que el problema político-ecológico más grave es el constituido por el armamento nuclear. Al adentrarnos en un nuevo período de tensiones graves, en un nuevo período de guerra fría, ese problema se convierte directamente en el de la supervivencia de la especie». Por eso estimo que su pacifismo es propiamente un ecopacifismo: en su cabeza ambas temáticas están explícitamente entrelazadas.

Ese es, creo yo, el punto de partida de su reflexión que comportará una revisión notable de lo pensado hasta entonces en la tradición comunista. Dicha revisión la llevará a cabo en dos direcciones. Primero en negativo, haciendo algunas consideraciones críticas a la utilidad política de la guerra, esto es, a la guerra concebida al modo de Clausewitz y Lenin «como continuación de la política por otros medios». En un prólogo a un libro de Vicenç Fisas, pionero de la investigación por la paz en Cataluña, Sacristán afirma: «Con el logro de una capacidad destructiva total, la guerra ha perdido por completo cualquier función social y política. Esa es la raíz de la crisis conceptual de lo militar.» O bien, cuando afirma que, después de una guerra devastadora en la que se utilicen los medios más destructivos, será más probable que los supervivientes estén más dispuestos a aceptar una tiranía universal centralizada que contribuir a la construcción del socialismo.

Después, en positivo, subrayando que el pacifismo es, antes que nada, «no querer matar» y no «no querer morir». Advierte que convertir esa motivación en un programa realista de acción es algo complicado, pero que afrontar esa dificultad es preferible a seguir empujando «la noria de crímenes que ha sido la historia de la humanidad». En uno de sus últimos escritos recomienda a los partidos de tradición marxista que asimilen «en algún grado» (por tanto, no totalmente) las motivaciones básicas del pacifismo y el antimilitarismo. Sacristán tradujo el brillantísimo panfleto de E.P. Thompson «Protesta y sobrevive» y apoyó la publicación en mientras tanto de otro texto fundamental de Thompson: «Notas sobre el exterminismo, la última etapa de la civilización». Si se compara todo eso, por ejemplo, con lo que decía Sacristán sobre la violencia revolucionaria nueve años atrás, en su prólogo a la recopilación de escritos de Ulrike Meinhof, su evolución ideológica es más que notable y su nombre puede añadirse perfectamente a la lista de los pensadores del pacifismo revolucionario.

Salvador López Arnal.- Pero, salvo error por mi parte, en los dos textos que escribió sobre Ulrike Meinhof, Sacristán no defendía la violencia revolucionaria que ella defendió (a quien, por cierto, conoció personalmente durante su estancia en el Instituto de Lógica Matemática de Münster).

Cierto, en ningún momento justificó la práctica de la violencia política con la que estuvo involucrada Meinhof. Afirmaba que Ulrike Meinhof había cometido errores políticos graves, pero también añadía que entre esos errores no se debía incluir una reflexión suya [de Meinhof] de 1975 en la que decía «Hoy la política revolucionaria debe ser a la vez política y militar. Eso se desprende de la estructura del imperialismo, (…). A la vista del potencial de violencia del imperialismo, no hay política revolucionaria sin solución de la cuestión de la violencia en cada fase de la organización revolucionaria.» Algo tan genérico y abstracto lo podía suscribir cualquier comunista de cualquier tendencia a mitad de los setenta, pero si hablas del «imperialismo» estás hablando del bloque militar occidental, al que se enfrentaba el bloque militar encabezado por la Unión Soviética. Es decir, estás hablando de la guerra fría y sus peligrosas dinámicas. Si comparas eso con lo que escribió Sacristán sobre la guerra y la paz cinco, seis o nueve años después, está claro que hay un cambio notable.

Salvador López Arnal.- ¿Era posible una guerra nuclear en aquellos años ochenta?

Sí y estuvimos en varios momentos bastante cerca de ella. Te pondré un ejemplo. No sé si conoces la historia de Stanislav Petrov y no sé si eres capaz de recordar lo que hacías el 26 de septiembre de 1983. Ese día, tú, yo y el resto de la humanidad podríamos haber sido «daños colaterales» de una guerra nuclear general, pero ni siquiera fuimos conscientes de ello. Quien lo impidió fue el teniente coronel del ejército soviético Stanislav Petrov.

Ese día Petrov tomó la decisión de no iniciar la respuesta militar prevista a un ataque nuclear. Tuvo mucho mérito porque en cinco ocasiones, con intervalos de varios minutos, el radar del que era el máximo responsable transmitió la señal de que se habían disparado misiles intercontinentales desde EE.UU. contra la URSS. Su instinto le decía que eso debía ser una falsa alarma, que no se podía comenzar una guerra nuclear con sólo cinco misiles. Confió en su instinto, pensó que el radar se había equivocado, desobedeció las órdenes recibidas y no comunicó a sus superiores la alerta que claramente le transmitía el radar. Pasado un tiempo prudencial y viendo que no se producía ningún impacto nuclear, Petrov se bebió una botella de vodka y estuvo un buen rato bailando y revolcándose por el suelo. Se hizo un documental sobre este incidente titulado El botón rojo y el hombre que salvó al mundo. Tras el final de la guerra fría, una ONG llamada Asociación de Ciudadanos del Mundo le concedió una merecidísima medalla. Que su ejemplo de desobediencia emancipadora sea eterno en la memoria de la humanidad.

Salvador López Arnal.- Recuerdo quien era Stanislav Petrov, pero no soy capaz de recordar bien qué hacía el 26 de septiembre de 1983. Tal vez preparar alguna acción para recordar los cinco últimos asesinatos del franquismo. Me salto el guion de la entrevista: ¿lo es ahora, es ahora posible una guerra nuclear?

Sí, desde luego. De hecho, diría que nunca hemos estado tan cerca de una guerra nuclear general como en los últimos tres años. En la guerra entre la OTAN y Rusia en el este de Europa se han perpetrado ataques contra diferentes elementos de las fuerzas nucleares rusas (como radares y cazabombarderos) ubicados en territorio de la Federación rusa. Eso no ocurrió nunca en la guerra fría del siglo pasado y es la primera vez que sucede desde la segunda guerra mundial. Rusia ha declarado que puede contestar a esos ataques con el lanzamiento de misiles nucleares.

La actitud de la mayoría de la opinión pública europea consiste en vivir como si todo eso no existiera, como si esas acciones bélicas y esas declaraciones fueran «faroles» en una aburridísima partida de póker. Es una negación de la realidad en toda regla. Vivimos rodeados de ignorantes felices. Las amenazas, los bombardeos, las masacres en las que están involucrados los gobiernos de la OTAN, Israel y Rusia se suceden, unas tras otras. La gente está dispuesta a movilizarse para apoyar a su equipo favorito de fútbol; sin embargo, es incapaz de acudir a una manifestación para pedir la paz en Ucrania o el fin del genocidio en Palestina. En los años ochenta, entre 1981 y 1985, hubo al menos movilizaciones masivas a favor de la paz y el desarme que inspiraron a Gorbachov para iniciar después su política unilateral de distensión.

Si tenemos suerte y se consigue, como mínimo, una paz negativa en el este de Europa y en Oriente Próximo, si no continúa la guerra contra Irán y no se inicia una guerra contra China, si no amanecemos un día con la visión de un hongo atómico, millones de personas dirán: «ves, no había para tanto», sin haberse parado a pensar en las consecuencias futuras que va a tener la normalización de una guerra caliente, aunque sea por estado interpuesto, entre potencias atómicas. No es precisamente una buena noticia para nuestros hijos y nietos, sobre todo si tenemos en cuenta los muchos conflictos que estallarán a lo largo de esta centuria como resultado de la superación de los límites de sustentabilidad del planeta. Estamos asistiendo a un proceso de militarización que, de momento, no ha recibido la respuesta social que merece. En ese sentido, el pensamiento y la toma de posición ecopacifista del último Sacristán tienen tanta o más vigencia hoy que hace cuarenta y cinco años.

Salvador López Arnal.- Fueron dos, salvo error por mi parte, los artículos que Sacristán escribió directamente contra la OTAN: «La salvación del alma y la lógica» y «La OTAN hacia dentro». ¿Qué destacarías de ellos?

El primero, publicado en El País en 1984, es una afilada respuesta a otro anterior de Fernando Claudín y Ludolfo Paramio a favor de la permanencia de España en la OTAN. Ambos formaban parte del aparato cultural del PSOE, pero vale la pena recordar que Claudín había sido, hasta su expulsión en 1965, el ideólogo de cabecera del PCE. Fue una polémica que parecía ilustrar la broma aquella de Vázquez Montalbán sobre que la lucha final sería entre comunistas y excomunistas. Leído hoy, cuando la OTAN nos exige destinar un 5% del PIB a los gastos militares para poder librar una guerra contra Rusia en 2029 (según anuncian alegremente los orates que gobiernan la Unión Europea, como el ministro de defensa alemán Boris Pistorius), no solamente no ha envejecido, sino que resulta de más actualidad que entonces. Pero como la decisión que adoptó la mayoría de los votantes en el referéndum de la OTAN de 1986 fue la defendida por Claudín y Paramio, el segundo artículo de Sacristán que mencionas tiene mucho más interés visto en perspectiva.

En él, Sacristán afirmaba que los efectos internos de la permanencia de España en la OTAN serían demoledores para la dignidad moral de los ciudadanos españoles. Como hemos dicho, muy poca gente deseaba dicha pertenencia. El apoyo de los EE.UU., el país dirigente de la OTAN, a la dictadura de Franco hasta su último aliento estaba muy presente en la conciencia colectiva de la población, al igual que la ausencia de condena al intento del golpe de estado del 23-F por parte del gobierno norteamericano (un intento de golpe de estado contra un gobierno y una mayoría parlamentaria de derechas y pronorteamericana, para más inri). Sacristán preveía que el referéndum sólo se podía ganar volviendo del revés el cerebro de las personas, explicándoles mentiras para llevarlas hacia dónde no querían ir.

Y así fue: todas las famosas condiciones propuestas por el PSOE para permanecer en la OTAN, sin las cuales el gobierno nunca habría ganado el referéndum, comenzaron a incumplirse al día siguiente de la consulta. Sacristán venía a decir que la evidencia de las mentiras sumiría a la gente en la impotencia porque les convencería de que no eran nadie, de que no contaban para nada, de que su opinión era irrelevante. Así ha sido, en especial respecto a las decisiones de la política exterior y de defensa. La última decisión de aumentar en 10.471 millones de euros los gastos militares ni siquiera ha pasado por el parlamento. La gente tiende a percibir a la OTAN y la UE como los cristianos, musulmanes o judíos perciben a sus dioses respectivos: como entes omnipotentes que imponen su voluntad despóticamente y frente a los cuales es inútil rebelarse. Con todo, ha habido algunas excepciones a esa regla como, por ejemplo, la rebelión contra el servicio militar obligatorio o la oposición a la invasión de Iraq. Lo digo porque siempre es bueno recordar que las oligarquías políticas y empresariales euroatlánticas no siempre se han salido con la suya.

Salvador López Arnal.- Una última pregunta sobre este asunto: ¿es consistente con el pacifismo que has señalado de Sacristán el hecho de que él defendiera a mediados de los ochenta la lucha de las guerrillas salvadoreña y guatemalteca?

Como he dicho, Sacristán decía en su último escrito pacifista, de 1985, que los partidos marxistas debían integrar en su pensamiento el pacifismo y el antimilitarismo «en algún grado» y por tanto no completamente. Supongo que lo dijo, entre otras cosas, pensando en las guerrillas que tu mencionas, que fueron claramente el resultado de procesos sociales de opresión insoportables para cualquier ser humano dotado con un mínimo sentido de la dignidad. Por otra parte, Sacristán decía, como he recordado, que cualquier pacifista inteligente debía ser consciente que traducir el pacifismo en un programa de acción comportaba asumir grandes dificultades. Tenía toda la razón. Sólo hace falta pensar que nadie con un mínimo de sensatez puede proponer la condena total y absoluta de todas las acciones violentas que cotidianamente llevan a cabo las policías de los estados. El único pacifismo compatible con una posición así es el de Lev Tolstói, místico y al mismo tiempo políticamente inoperante. A Martín Luther King y a sus seguidores, una vez que se declaró ilegal la segregación racial y que se aprobó la Ley de los Derechos Civiles, nunca se les ocurrió condenar los actos de violencia ejecutados por la policía y el ejército de los EE.UU. contra las hordas racistas que intentaban boicotear la aplicación de dichas medidas legales, impidiendo, por ejemplo, la entrada en escuelas y universidades de personas de piel oscura. El pacifismo para ser operativo debe concebirse como un programa de reducción progresiva de la violencia física, no de abolición inmediata, para mañana mismo, de dicha violencia en el mundo.

Salvador López Arnal.- Te pregunto como filósofo del Derecho: ¿qué opinión te merece «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores»? ¿Es un artículo superado por el tiempo?

No creo que esté superado por el tiempo por dos motivos. Primero, porque es muy coherente con la acertada concepción de Sacristán de que la filosofía hoy sólo se puede concebir como una actividad crítico-reflexiva sobre los fundamentos del saber, su relación con la práctica humana y sobre los diferentes códigos de valores y las concepciones que los sustentan, actividades muy necesarias pero que no proporcionan ningún saber sustantivo sobre el mundo porque eso únicamente lo proporciona la ciencia. Las conclusiones a las que llega Sacristán son su consecuencia práctica. Como sabemos, para él los filósofos licenciados tienden a ser «especialistas del ser en general y de nada en particular».

El segundo porque, en parte, lo que proponía en ese artículo se hizo realidad con la creación del Instituto de Filosofía del CSIC, el cual se constituyó invocando de forma explícita la reflexión y las propuestas de Sacristán, como explicó Javier Muguerza, uno de sus principales impulsores, en el acto de presentación de este (ver «El Instituto de Filosofía se presenta como un centro de investigación abierto y crítico» en El País, 4 de junio de 1986).

Claro está que las facultades de filosofía continúan existiendo, aunque con cuotas menguantes de estudiantes matriculados. Esa parte de la propuesta de Sacristán fue muy provocadora porque afectaba a los puestos de trabajo de unos cuantos profesores numerarios y no numerarios. Conociendo el percal, se entiende enseguida porque no suscitó grandes entusiasmos entre los funcionarios docentes y los que aspiraban a serlo. Las universidades están plagadas de profesores comodones y arribistas.

Claro que, por otro lado, también se debería tener en cuenta que en las facultades de filosofía se cultiva, al menos, los estudios de lógica formal y una historia del pensamiento que contribuye a la cultura general de la población. Habiendo sobrevivido a varias oleadas de reformas neoliberales de la universidad pública (en la última, nos dijeron que las facultades debían competir entre ellas), y dada la actual correlación de fuerzas existente, yo de momento no tocaría nada de las facultades de filosofía. Lo dejaría para más adelante.

Como filósofo del Derecho mi visión es un poquito más optimista. Nosotros impartimos una asignatura de Filosofía del Derecho en el último curso de la carrera, lo cual se aproxima a la propuesta de Sacristán siempre que esa asignatura no consista en una mera afirmación de principios ideológicos favorables al status quo. Si se trata de una reflexión crítica de segundo grado sobre el saber adquirido en la carrera, entonces iría en la dirección señalada por Sacristán. De hecho, algunos de nosotros citamos el artículo de Sacristán en nuestras memorias de las oposiciones para justificar nuestra concepción de esa asignatura.

Salvador López Arnal.- ¿Y el «Studium generale para todos los días de la semana», una conferencia que dictó en el Aula Magna de la Facultad de Derecho de la UB y qué dedicó a José Ramón Figuerol (con muchas alusiones al Derecho, por cierto)?

Es uno de los grandes textos de Sacristán. Tirando del hilo de la insatisfacción de unos estudiantes de Derecho por no poder hacer compatible sus estudios con sus aficiones, Sacristán, a la manera de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, traza una reflexión panorámica brillantísima sobre las amputaciones personales impuestas por la división clasista del trabajo en una sociedad de capitalismo de mercado. Cada vez que lo leo, me vuelvo a maravillar de su capacidad de síntesis y de que la propuesta que hace al final se formulase en 1963, en plena dictadura.

Salvador López Arnal.- Salvo error por mi parte Sacristán, licenciado en Derecho y doctor en Filosofía, sólo escribió un artículo sobre temas de filosofía del Derecho: «De la idealidad en el Derecho». ¿Qué opinión te merece este artículo no finalizado?

Me parece una exposición documentadísima –y a ratos un poco desordenada– de la polémica entre iusnaturalistas y positivistas que se llevó a cabo en la Alemania occidental después de la segunda guerra mundial. Ecos de esa polémica todavía resonaban en la Introducción al Derecho de Ángel Latorre, gracias a la cual algunos de nosotros hicimos una primera inmersión en los problemas filosófico-jurídicos cuando éramos jóvenes. Sobre Kelsen propiamente dicho, el trabajo de Sacristán no es muy original y tampoco creo que pretendiera serlo, lo cual no es extraño porque sobre Hans Kelsen se ha escrito todo y su contrario, al ser uno de los grandes teóricos del Derecho del siglo veinte.

Como es un trabajo inconcluso, no sabemos si el plan de su autor era abordar más tarde y con más detenimiento la obra de Kelsen para, por ejemplo, subrayar su contribución a un objetivo que Sacristán valoraba positivamente en una entrevista que le hicieron en 1969 sobre la invasión soviética de Checoslovaquia, publicada en la revista Cuadernos para el Diálogo (titulada «Checoslovaquia y la construcción del socialismo»). Ahí dice que mientras exista el Estado es preciso perseverar en la tarea de ponerle «un bozal a la bestia» para impedir sus desmanes, finalidad que guía y da sentido a toda la obra de Kelsen. Sacristán reforzaba ese argumento afirmando que, mientras no se haya avanzado hacia el vaciamiento del Estado, no se debían utilizar despectivamente los conceptos de juridicidad y ley, como había hecho el entrevistador. Ese desprecio, decía Sacristán, «tiene en su historia los asesinatos de la vieja guardia bolchevique, de las víctimas de los procesos del 38, de Trotski y de Bujarin …, y ahorrémonos el resto de la cuenta; y con esos asesinatos, la falsificación fundamental de la vida socialista.»

Salvador López Arnal.- ¿Quieres añadir algo más?

Si quisiera felicitarte a ti y a todos los que estáis impulsando los diferentes actos, eventos, jornadas y publicaciones con motivo del centenario del nacimiento de Manuel Sacristán. Está muy bien que se subraye la importancia de su obra, la cual, en su totalidad, merece ser conocida, leída y debatida por las nuevas generaciones tanto por su rigor como por los fines últimos que orientaron su producción. Cuando Sacristán hablaba de emancipación o justicia, no estaba nunca regalando los oídos a sus lectores. Son palabras que utilizó dejándose un jirón de piel cada vez que las escribía. Hay mucha pasión moral traducida en actos antes, durante y después de que las pronunciase o las plasmase en un papel. Sacristán fue exactamente lo contrario del filósofo frívolo que se apunta a las modas a partir de un conocimiento liviano de aquello sobre lo que habla. Eso, de verdad, tiene mucho valor.

Por último, creo que hay mucho trabajo por hacer en relación con su obra. Sacristán, al igual que sus amigos/conocidos de juventud de la revista Laye, siempre quiso estar al día de las grandes corrientes de pensamiento de su época y establecer un diálogo con ellas. Por eso creo que hay que ponerlo en conversación con los grandes pensadores de su época que tuvieron influencia en la izquierda. Tengo noticia de que Juan Dal Maso y Ariel Petrucelli han hecho algo así estableciendo una comparación entre Sacristán y Althusser. Isidre Molas, que fue profesor mío de Derecho Político y otro destacado militante del PSC, decía que, si Sacristán hubiese vivido en Francia y hubiera encontrado un buen acomodo académico en una universidad parisina, hoy en día sería tan conocido como muchos filósofos franceses de esa época. Ese tipo de trabajo hay que continuarlo con Jean-Paul Sartre, Herbert Marcuse, Lucio Colletti, Michel Foucault o Cornelius Castoriadis, hasta situar a Sacristán en el lugar que le corresponde en las grandes corrientes de la filosofía occidental de la segunda mitad del siglo veinte.

Salvador López Arnal.- Efectivamente, tal como señalas Juan Dal Maso y Ariel Petrucelli publicaron en 2021, en IPS, una editorial argentina: Althusser y Sacristán, itinerarios de dos comunistas críticos. Están a punto de reeditarlo.

Y muchas gracias por tus generosas palabras.

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