En opinión de quien escribe, el origen de buena parte de los males que hoy nos aquejan lo resumió inmejorablemente el ‘arquitecto del milagro económico español’, Don Rodrigo Rato Figaredo: “Es el mercado, amigo.”
Recientemente, vi en una película, una señal de tráfico que indicaba “Wrong Way” (dirección equivocada). Y en ese momento, de golpe, se confirmaron todas las intuiciones que arrastro desde hace más de 25 años.
En los años 80 y 90, se nos vendió la idea de que el capitalismo globalizado traería prosperidad para todos. Esta idea ya crecía sobre un terreno abonado, gracias a la persecución del comunismo a manos del macartismo estadounidense de los años 50, la guerra fría del año 1945 al 1989, y el gran escaparate de propaganda americana: Hollywood.
Durante la década de los años 90, con la caída del muro de Berlín y la caída de la Unión Soviética, el discurso se oficializó: la globalización económica resolvería nuestras necesidades, que la vivienda, la estabilidad y los derechos llegarían si simplemente seguíamos las reglas.
Hoy, después de varias décadas siguiendo las reglas, esas promesas se han desvanecido.
Cuando el beneficio económico prima sobre cualquier actividad, esa actividad empieza a deteriorarse inexorablemente. Con las leyes del libre mercado, se suponía que habría competitividad y que ésta mejoraría servicios y prestaciones. Nada más lejos de la realidad. Lo que nos encontramos es una competición a la baja, que deteriora condiciones laborales y la calidad de vida.
¿Cómo ocurrió?
Nos prometieron que la vivienda era un derecho, pero luego nos dijeron que “también es un bien de mercado”, y así acabamos con ciudades donde vivir es un lujo.
Nos prometieron una sanidad universal, y ahora tenemos colaboración “público-privada” con hospitales convertidos en empresas y con su personal extenuado, mal pagado y al límite.
Nos prometieron una educación pública de calidad, hoy vemos cómo se favorecen las aulas y universidades privadas, mientras las universidades públicas no tienen mantenimiento, los institutos se caen a pedazos y tenemos escuelas en barracones de obra, a causa de una financiación irrisoria.
Nos prometieron bosques protegidos, y lo que tenemos son bomber@s precarizados y llamas fuera de control, porque es más importante los beneficios de unas pocas empresas de ‘amiguetes’ que prevenir los incendios en invierno y cuidar de nuestros montes.
Nos prometieron estabilidad en el empleo, ahora vivimos en la era de la precariedad permanente, con salarios que no permiten una vida digna, mientras las empresas presumen, año tras año, de beneficios históricos.
Nos prometieron soberanía alimentaria, ahora vemos cómo tratados internacionales amenazan la producción extensiva y saludable y la sostenibilidad de nuestros campos.
Nos prometieron un modelo energético sostenible, y seguimos atados a combustibles que destruyen el planeta, con una falsa transición ecológica que convierte nuestras zonas rurales en meras zonas de producción y extracción de recursos.
Nos prometieron proteger la naturaleza, y lo que tenemos es un medio ambiente en camino a fase terminal vendido al mejor postor.
Nos prometieron una prensa libre y crítica, y ahora tenemos medios privatizados y bien alineados, todos cortados por el mismo patrón financiero y con su ración diaria de predicamento neoliberal.
Nos prometieron vivir en paz, con tratados de desarme, y lo que tenemos es una sociedad cada vez más militarizada y con la guerra, que no sólo nunca se fue – siempre estuvo bien presente en el Sur Global- sino que ahora la tenemos más cerca que nunca, con un genocidio televisado en directo y sin que ningún gobierno ‘occidental’ plantee una medida que no sea meramente ‘cosmética’.
Nos prometieron que la inmigración permitiría rejuvenecer el envejecido Norte global, pero resulta que solo era válida si aportaba mano de obra barata y sumisa, cuando lo obligatorio debería ser cuidar a todos los seres humanos que lo necesiten, vengan de donde vengan y produzcan lo que produzcan.
Nos prometieron que el agua siempre sería un derecho universal, y ahora la vemos convertida en un negocio privado allá donde hay beneficio.
Nos prometieron que el transporte público sería para todos, y lo que tenemos es una España Vaciada sin el ferrocarril que la vertebraba y con pueblos sin comunicaciones ni transportes.
Nos prometieron que la energía sería un bien común y barato, y lo que tenemos es a las empresas energéticas festejando beneficios históricos, con el enorme favor de leyes elaboradas a medida por los gobiernos de turno, a cambio de ‘mordidas’ millonarias.
En resumen, nos manipularon con la mentira de que lo público era burocrático, obsoleto e ineficiente, y resultó que lo público es lo único que nos sostiene cuando todo lo demás se desmorona.
¿Y ahora?
Se nos prometió un sistema que nos traería prosperidad, progreso y libertad, y lo que tenemos es precariedad, contaminación y desigualdad. Y todos estos problemas que hoy vemos por doquier tienen una raíz común: la lógica del mercado y el modelo neoliberal que antepone el beneficio al cuidado de la vida.
Si una civilización se mide por cómo cuida a sus ciudadanos, la nuestra lleva décadas suspendiendo. Hemos confundido éxito con acumulación, y progreso con desigualdad.
¿Qué sentido tiene una sociedad donde un puñado de personas acumulan cientos de miles de millones (de dólares o de euros), mientras que cientos de millones de personas apenas sobreviven?
Estos son los síntomas, la enfermedad ya la conocemos. Se llama capitalismo. Se llama neoliberalismo. Se llama libre mercado. Se llama “libertad para tomar cañas”. Es importante saberlo. Cada cierto tiempo se le cambiará el nombre para no reconocerlo.
Por lo tanto, y volviendo al título del artículo, creo que es hora de cambiar de dirección. Vamos en dirección equivocada. Es hora de volver a una organización social que mire por las personas y no por los beneficios.
Pero si algo hemos aprendido es que lo público no solo salva al pueblo, sino que nos protege de un mercado que no tiene más dios que el dinero.
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