«Nosotros mismos somos tierra. Nuestro propio cuerpo está constituido por los elementos del planeta». -Papa Francisco (Encíclica Laudato Si)
Ecuador sorprendió y sacudió al mundo con los Derechos de la Naturaleza. La honda expansiva que provocó el sacudón constitucional de Montecristi es imparable. Estos derechos ya son una realidad en una cuarentena de países, distribuidos en todos los continentes. Se cristalizan a través de múltiples vías legales. El hecho de que nuestro país sea un pionero en este esfuerzo de alcance civilizatorio, indispensable para superar el colapso ecológico y social, debería llenarnos de orgullo.
Fue un logro posible por una suerte de mestizaje jurídico que recuperó elementos vitales de las culturas indígenas emparentadas por la vida, que entienden con sobradas razones que la Madre Tierra o Pacha Mama –como un espacio territorial, cultural y espiritual– merece respeto y admiración. Simultáneamente, influyeron las luchas de diversos grupos de la sociedad que defienden el ambiente sano para los seres humanos. Vivíamos un momento de creación que se inserta en el proceso de emancipación de la Humanidad.
No fue fácil. Bien sabemos que el derecho a tener derechos siempre ha exigido un esfuerzo político para cambiar las normas que niegan los derechos nuevos, como fueron los derechos de las mujeres, de los esclavos, de los indígenas. Y eso fue lo que se plasmó en los Derechos de la Naturaleza en Ecuador; ver sobre todo los artículos 71 a 74 de la Constitución.
Estos derechos no son equiparables a los derechos ambientales, pero si complementarios. En su centro está puesta la Naturaleza, que obviamente incluye al ser humano. La Naturaleza vale por sí misma, sin importar los usos que le den los humanos, implicando una visión biocéntrica. La Naturaleza o Pacha Mama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos. Toda persona, comunidad, pueblo o nacionalidad puede exigir su cumplimiento ante autoridad pública. Se establece el derecho de restauración independiente de la obligación que tienen el Estado y las personas naturales o jurídicas de indemnizar a los individuos y colectivos que dependan de los sistemas naturales; obligación de se deriva de los Derechos Humanos a un ambiente sano. Por igual se incorporan los principios de precaución y restricción para evitar para las actividades que puedan conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales. Estos derechos no defienden una Naturaleza intocada; se fijan en los ecosistemas, en las colectividades, no solo en los individuos, sin tolerar en ningún caso la tortura de ningún ser vivo.
En la práctica legal se avanza. Con cada vez más sentencias, incluso algunas de la Corte Constitucional, se reconoce a la Madre Tierra como sujeto de derechos. Simultáneamente, como un punto medular, estos derechos se han transformado en una poderosa bandera de lucha para quienes defienden sus territorios. Y todo como parte de un indudable proceso de pedagogía política de alcance global.
El mensaje es claro. No hay derecho para explotar sin límites la Naturaleza y menos aún para destruirla, sino solo derecho a una relación ecológicamente sostenible. Las leyes humanas -incluyendo las económicas, por supuesto- deben estar en concordancia con las leyes de la Naturaleza. Y, además, tengamos presente, que, en realidad, la Naturaleza es la que nos da el derecho a la existencia a los seres humanos, y que ella, en su permanente búsqueda del equilibrio, no se equivoca; solo algún despistado puede llegar a afirmar que la Naturaleza no es un ente vivo.
De hecho, cuando protegemos la Naturaleza, la asumimos como una condición básica de nuestra existencia y, por lo tanto, también como la real base de los derechos colectivos e individuales de libertad. Así como la libertad individual solo puede ejercerse dentro del marco de los mismos derechos de los demás seres humanos, la libertad individual y colectiva solo puede ejercerse en armonía con la Naturaleza, es decir respetando los Derechos de la Naturaleza, pues sin dichos derechos la libertad misma es una ilusión.
La historia detrás de estos derechos, más allá del trascendental paso que se dio en Ecuador, es de larga data y tiene muchas entradas. Estos derechos no son, entonces, el resultado de una novelería jurídica; son parte de respuestas cargadas de una ética global para garantizar la sostenibilidad de la vida.
En la medida que estos derechos se expanden, crece, sin embargo, la resistencia de quienes pretenden proteger sus privilegios sostenidos en la explotación de la Naturaleza y de los humanos. Por eso hay grupos que proponen derogarlos a través de una nueva Asamblea Constituyente, impulsada por el presidente Noboa. La regresión en estos Derechos de la Naturaleza y otros muchos derechos, que constituyen la base para construir una sociedad afincada en la justicia social y ecológica, sería un duro golpe: provocaría, entre otras afectaciones, una avalancha de las actividades mineras y petroleras con brutales impactos sobre las comunidades y la Naturaleza. La ambición desmedida puede destruir lo que nos importa.
Las razones para proteger la actual Constitución son múltiples. Defender derechos, es asegurar la posibilidad de construir una sociedad más justa en todos los sentidos. En última instancia, decir NO a las pretensiones del presidente ecuatoriano implica, además, frenar la posibilidad de que se consolide un gobierno cada vez más autoritario y extractivista. Se trata de defender la democracia y la vida misma.
Todo esto está en juego en la consulta popular del próximo 16 de noviembre.
Alberto Acosta: Presidente de la Asamblea Constituyente 2007-2008
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