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Notas sobre el Festival Internacional de Poesía de Medellín

Excepciones que brillan

Fuentes: Rebelión

-I-

A lo mejor Medellín es la capital mundial de la poesía y su Festival no tiene parangón equivalente en todo el planeta. Tampoco es preciso llegar a ese punto de convicción para reconocer que el Festival Internacional de Poesía de Medellín resulta excepcional en varios sentidos: desde la notable diversidad de poetas que convoca, procedentes de los cinco continentes, hasta la fiesta popular que genera durante una semana con un intenso programa de actos poéticos y mesas redondas que organiza tanto en la ciudad de Medellín como en sus alrededores. Aunque eventos artísticos similares se dan en otros países, la diferencia no es sólo de grado. Además del largo recorrido de este festival (en julio de 2025 se realizó su trigésima quinta edición) y de contar en la actualidad con apoyo oficial (tanto a través de financiación estatal como a través de la difusión del evento en el sistema público de medios colombianos), lo que destaca a simple vista es su enorme calado social o, en otros términos, la significación que adquiere a nivel colectivo en la región. 

Si bien en el propio contexto latinoamericano hay otros eventos poéticos relevantes, el ejemplo de Medellín muestra de manera inequívoca que las proporciones lo cambian todo. No es sólo que en ese Festival una mayoría de poetas proceden de otros países sino que la propia organización del evento reconoce sin reticencias esa diversidad como su punto de partida. Antes que centralizar la «poesía colombiana» (o limitarse a fomentar lo que considera su «literatura nacional»), el festival la incluye dentro de una multiplicidad poética más vasta, poniéndola a dialogar con corrientes estéticas de diferentes regiones del mundo, incluyendo zonas rurales e indígenas de la propia Colombia, del norte de Canadá o de Samoa, entre otras. Antes que unas poéticas foráneas minoritarias en el contexto de un panorama cultural más o menos homogéneo, caracterizado por la primacía de algunas corrientes poéticas locales, lo sorprendente del Festival, por inusual, es este verdadero descentramiento que favorece un intercambio poético mucho más fluido y horizontal. 

Es verdad que propiciar una escena semejante sería imposible sin contar con financiación suficiente. Quienes participan en la gestión cultural saben por experiencia propia que la escasez de recursos (públicos o privados) suele ser uno de los mayores escollos para el desarrollo de festivales poéticos más abiertos y diversos, que incluyan en igualdad de condiciones a todas las personas participantes. No sería superfluo seguir insistiendo en el papel fundamental que podrían y deberían tener los estados –y las instituciones culturales específicas que regulan el campo- en la promoción de la literatura no como marca identitaria distintiva de una nación sino como patrimonio espiritual de la humanidad. 

Poner el énfasis en una cuestión de recursos, sin embargo, es erróneo. Más allá del debate sobre el rol que el estado debería desempeñar en el desarrollo de estos eventos, lo que diferencia cualitativamente este tipo de festivales de otros no es su dotación presupuestaria sino la política cultural específica que pone en juego. De modo deliberado, festivales semejantes -sostenidos a partir del trabajo de su equipo organizador- responden a una política cultural que va mucho más allá de una propuesta multiculturalista de cupos. No se trata de dar cabida a unas corrientes estéticas minoritarias dentro de una escena poética todavía dominada por una «cultura nacional» concebida como uniforme, sino de hacer estallar la propia idea de una identidad unitaria o de una nación homogénea. Como construcción política, la misma idea de «nación» es remitida a una pluralidad constitutiva de pueblos. La apuesta, pues, no consiste en crear un espacio privilegiado para poetas locales con un fondo que incluya a algunos poetas extranjeros relativamente reconocidos o consagrados, sino un lugar de cruce entre participantes de distintas procedencias, invitados a un diálogo poético simétrico, sin prerrogativas. 

Mientras en unos festivales internacionales de poesía sigue primando una perspectiva etnocéntrica, en la que el fondo multicultural es organizado en función de la primacía de unas figuras poéticas nacionales, en festivales poéticos como el de Medellín lo que opera es una especie de crítica implícita a ese modelo, haciendo sitio a una diversidad poética que prescinde del momento jerárquico que persiste en la primera perspectiva. Si el modelo multiculturalista sigue atravesado, paradójicamente, por cierto colonialismo cultural, el segundo modelo avanza en un proceso de descolonización que desde hace algunas décadas se ha convertido en objetivo prioritario de una política cultural emergente en Latinoamérica: el reconocimiento de su diversidad cultural irreductible, resistente a cualquier ordenación jerárquica en la que lo mejor suele coincidir con lo propio. En un caso la apertura hacia el/lo otro se administra desde un espacio nacional jerarquizado; en el otro caso la apertura hacia la alteridad es declarada y deliberada, propiciando un desplazamiento desde la tolerancia multicultural a la construcción de un espacio intercultural en el que se reconoce no sólo carta de ciudadanía a sujetos artísticos heterogéneos sino también su derecho a participar, en igualdad de condiciones, en el espacio público. 

Puede que sobre ese trasfondo se tramen otras diferencias reconocibles, comenzando por la apertura presente en estos espacios verdaderamente interculturales. Si algo brilla en Festivales como los de Medellín es, precisamente, una hospitalidad que va más allá de la simple cordialidad, un reconocimiento que no se limita a lo protocolar, un entusiasmo que excede la cortesía. Se podría insistir, para evitar los riesgos del pensamiento dicotómico, en que no existen experiencias o prácticas «puras» o «incontaminadas». Pero sería una tontería negar estos énfasis no sólo distintos sino antagónicos. Que esas diferencias de orientación cultural son efectivas –y no simples proyecciones del analista- se puede constatar colectivamente, comenzando por nuestras experiencias en diferentes festivales de poesía. En unos casos, se trata sin más del Otro como apéndice del nosotros; en el caso contrario, se trata del Otro como sustento del sí mismo. Dicho de forma breve: aunque se confundan por momentos en la experiencia, entre las subalternidades y las alteridades hay una diferencia cualitativa real, propia de prácticas antagónicas y no de modelos analíticos dicotómicos. 

-II-

La extraordinaria concurrencia al festival es un logro que no tiene nada de accidental. Crear una comunidad poética tan vasta y heterogénea es la resultante de un trabajo cultural sostenido que interrumpe el divorcio existente entre poesía y cultura popular en la mayor parte del planeta. Si algo diferente obra en Medellín es esa persistencia en la tentativa de sacar la poesía a la calle, moverla de sus templos sagrados, acercarla a los barrios y a otras ciudades colindantes, darle un espacio en el ámbito de los medios públicos de comunicación y de la educación escolar e incluso anclar esa fiesta a unos lugares para la memoria colectiva, incluyendo el Teatro Carlos Vieco –ubicado en el Cerro Nutibara- convertido en monumento de peregrinaje.

Quizás el propio Festival de Medellín sea una excepción aún en la propia ciudad, asediada como en tantas partes por problemas sociales de diferente índole, incluyendo la violencia y la desigualdad, la pobreza o la falta de oportunidades vitales. Seguramente la sociedad medellinense tampoco está exenta de los males que reconocemos con mayor claridad en otras sociedades. Lejos de cualquier mitificación, no cabe descartar que el festival sea una especie de oasis en el desierto del día a día, una forma colectiva de responder al asedio vital que sufren las mayorías sociales en tiempos donde el abandono del otro se ha normalizado. 

En vez de idealizar, bien podría ser que el festival sea atípico incluso en la propia ciudad donde se realiza. Una suerte de interrupción de la difícil cotidianeidad, de lo que se ha establecido como normal. Antes que buscar allí un ejemplo a imitar, quizás de lo que se trata es de reconocer en esas prácticas culturales gérmenes para pensar una ciudad más habitable en la que el espacio público se constituye como espacio de fiesta y encuentro, abierta a la pluralidad humana, al cruce de culturas, a la hospitalidad ante el otro. 

Si cabe extraer alguna enseñanza no es cristalizándola en algún modelo libre de subjetividades, sino más bien reconociendo en un modelo intercultural, popular e igualitario una forma específica de subjetivación, en la que una comunidad abierta vuelve a ser posible, por más fugaz e inestable que sea. No tanto enfatizar el componente local de esa festividad como su conexión a lo que Bajtin supo leer en la cultura popular: una ocasión para interrumpir las penurias materiales aunque más no sea a través de un tiempo festivo extra-cotidiano y la alegre inversión de las jerarquías que propicia esa festividad.

Como excepción que brilla, el festival de Medellín encarna la promesa de una política (inter)cultural de carácter popular, capaz de cuestionar el mundo escombrado en el que sobrevivimos, sin desistir de la denuncia explícita a genocidios como el que ahora mismo sigue produciéndose en Gaza o en otras partes olvidadas y al compromiso por transformar la sociedad. Como promesa, encuentra su mejor legitimación en la fiesta popular que genera, como un acto de magia, capaz de cambiar parte de nuestras vidas. En esa fiesta lo mejor no está en los poetas ni en el equipo de gestión que hace posible ese evento, sino en un gran público que vive la poesía no a pesar de los problemas cotidianos sino como una forma de afrontarlos y de responder ante ellos. 

Quizás ahí reside su germen transformador. Ante la violenta prosa del mundo, la sociedad medellinense responde con más poesía, en su apuesta por reconstruir el espíritu humano. Es verdad que no es suficiente para conjurar el infierno pero, en cualquier caso, contribuye a la imaginación de otras alternativas humanas más justas. Más todavía: puede que resulte imprescindible para que la apuesta de crear otros seres humanos florezca, allí donde la escucha atenta y el diálogo colectivo vuelven a ser posibles contra todos los presagios.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.