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A 70 años de la muerte de Simone Weil: La obligación de limitar el mal

Fuentes:

  El 18 de julio de 1943, un mes antes de morir, Simone Weil escribió desde Londres a sus padres que se encontraban en Nueva York: Tengo una especie de certeza interior creciente de que hay en mí un depósito de oro puro que es para transmitirlo. Pero la experiencia y la observación de mis […]

 

El 18 de julio de 1943, un mes antes de morir, Simone Weil escribió desde Londres a sus padres que se encontraban en Nueva York:

Tengo una especie de certeza interior creciente de que hay en mí un depósito de oro puro que es para transmitirlo. Pero la experiencia y la observación de mis contemporáneos me persuade cada vez más de que no hay nadie para recibirlo. Es un bloque macizo. Lo que se añade se hace bloque con el resto. A medida que crece el bloque, deviene más compacto. No puedo distribuirlo en trocitos pequeños. Para recibirlo haría falta un esfuerzo. Y un esfuerzo ¡es tan cansado!

Aquí Weil señala tres requisitos a su parecer imprescindibles para acercarse a la comprensión de su pensamiento: ese bloque compacto de oro puro. Ciertamente, es necesario un importante esfuerzo intelectual el cual, sin embargo, resultaría del todo insuficiente si no podemos acceder a la verdad sobre el mundo social en el que vivimos y si no contamos con determinadas experiencias; es decir, con determinadas referencias de aprendizaje.

¿A qué se refería en realidad Simone Weil? ¿Qué era aquello que impedía a sus contemporáneos comprender sus propuestas?

Con gran probabilidad, es posible que aludiera a dos de los rasgos que caracterizan la existencia humana en la sociedad moderna: ignorar la experiencia histórica que constituye el pasado y aceptar la distorsión del conocimiento que creemos tener sobre la realidad. El pasado, en efecto, ha sido borrado por el progreso, arrasado por el desarrollo del Estado y de la economía, destruido por la industrialización. Las ideologías y el pensamiento académico, por otra parte, han secuestrado la verdad al adscribirla a los dogmas heredados del siglo XIX.

Sería legítimo, entonces, preguntarnos sobre nuestras propias posibilidades de llegar a contar al menos en parte con esas referencias, puesto que ahora nos encontramos en disposición de dar testimonio real de los errores y el fracaso de las formas de organización social sustentadas en las ideologías del progreso económico. Somos testigos desde finales del siglo pasado, además, de la determinación y autonomía de la emergencia de la invalorable riqueza de saberes -que apenas la ciencia está comenzando a validar- contenida en las antiguas culturas y cosmovisiones de muchos pueblos originarios, sobrevivientes del exterminio en los territorios andinos o amazónicos, por ejemplo.

Asimismo, nos devuelven la verdad del pasado los recientes -aunque aún escasos- estudios que intentan revelar la realidad social que constituyó la Alta Edad Media en Europa, oculta en la falsa e interesada definición del Feudalismo y en la interpretación lineal que simplifica la historia, entre los cuales podemos destacar la obra del filósofo e historiador Félix Rodrigo Mora en referencia a la península Ibérica:Tiempo, Historia y Sublimidad en el Románico Rural, publicada en 2012. La crisis de las ideologías, por otra parte, anima el verdadero conocimiento, incluyendo la recuperación del pensamiento de autores importantes que fueron condenados al olvido porque sus criterios comprometían seriamente la solidez de las ideas dominantes. Es el caso, por ejemplo, de la obra de Silvio Gesell escrita a principios del siglo XX sobre la función del dinero en los sistemas económicos y el lugar que la moneda podría desempeñar en un proceso de transformación social. Planteamiento que ha servido de inspiración al matemático estadounidense Charles Eisenstein para proponer una transición hacia la economía del don en su libroSacred Economics. Gift and Society in the Age of Transition, publicado en 2010.

Simone Weil fue, ciertamente, una tenaz observadora del mundo social, cualidad que la condujo siempre a desconfiar de las teorías y de las interpretaciones a priori. Una actitud, además, que contribuyó indudablemente a impregnar su corta vida de la intensidad que nos asombra. Exploró también el pasado, al encontrar absurdo enfrentarlo al porvenir. Halló así en la experiencia histórica que había constituido la sociedad occitana del sur de Francia en el siglo XIII -destruida sin piedad por la fuerza incipiente del Estado- los fundamentos para elaborar el núcleo de lo que sería su gran obra, Echar Raíces: la noción delas necesidades terrenales del cuerpo y del alma. A la luz de la mirada occitana, en efecto, advirtió el júbilo de la vida convivencial, basada en la obediencia voluntaria a jerarquías legítimas (no al Estado, cuya autoridad aunque sea legal no es necesariamente legítima) y en la satisfacción de las necesidades vitales. Un espacio colectivo que encuentra su justo equilibrio en la estrategia que consiste en juntar los contrarios -libertad y subordinación consentida, castigo y honor, soledad y vida social, trabajo individual y colectivo, propiedad común y personal-, para sustentar así el arraigo de las personas en un territorio, en la cultura, en la comunidad. Es lo mismo que el pueblo kichwa y el pueblo aymara llaman Sumak Kawsay o Suma Qamaña -el Buen Vivir que es convivir-; eso que el pueblo mapuche nombra Kyme Mogen y el pueblo guaraní Teko Kaui, siguiendo el mandato original de construir la tierra sin mal; en fin, aquello que para los pueblos amazónicos significa Volver a la Maloca, valorando el saber ancestral: es decir, regresar a la complementariedad comunitaria donde lo individual emerge en equilibrio con la colectividad; a la vida en armonía con los ciclos de la naturaleza y del cosmos; a la autosuficiencia; a la paz y a la reciprocidad entre lo sagrado y lo terrenal.

Simone Weil, por tanto, consideró la destrucción del pasado el mayor de los crímenes.

En ausencia de convivencialidad, al contrario, Weil observó que la sociedad se convierte en el reino de la fuerza y de la necesidad. Cuando la sociedad es el mal, cuando la puerta está cerrada al bien -afirmó-, el mundo se torna inhabitable. Los medios que deberían servir a la satisfacción de las necesidades se han transformado en fines, tal como sucede con la economía, con el sistema político, con la educación, con la medicina y con la alimentación industrial. Si esta metamorfosis ha tenido lugar, entonces en la sociedad impera la necesidad.

Una realidad que nos impone, en consecuencia, la obligación absoluta y universal como seres sociales de intentar limitar el mal. Es decir, la obligación absoluta de amar, desear y crear medios orientados a la satisfacción de las necesidades humanas. Medios -según Weil- que solo pueden ser creados a través de lo espiritual, de aquello que ella misma llamó sobrenatural: solo a través del orden divino del universo puede el ser humano impedir que la sociedad lo destruya. En la sociedad moderna -expresó- el orgullo por la técnica -por el progreso- ha permitido olvidar que existe un orden divino del universo.

En ausencia de espiritualidad -afirmó-, no es posible construir una sociedad que impida la destrucción del alma humana.

Lo espiritual en Weil -algo que siempre parece tan difícil de precisar-, la fuente de luz, lo que debería guiar nuestra conducta social, representa la diferencia entre el comportamiento humano y el comportamiento animal: una diferencia infinitamente pequeña que es, no obstante, una condición de nuestra inteligencia -en espera aún de rigurosa definición científica que la concrete-. El papel de lo infinitamente pequeño es infinitamente grande, señaló en una oportunidad Louis Pasteur.

Es a partir de la influencia de esta ínfima diferencia, entones, que es posible limitar el mal en la sociedad, porque esa condición de nuestra inteligencia es justamente la fuente del bien: es decir, es la fuente de la belleza, de la verdad, de la justicia, de la legitimidad y lo que nos permite subordinar la vida a las obligaciones. La misma influencia, pues, que debemos explorar en la experiencia del pasado: en el medioevo cristiano -señaló Weil-, pero también en todas aquellas civilizaciones donde lo espiritual ha ocupado un lugar central y hacia donde toda la vida social se orientaba. Precisar sus manifestaciones concretas, sus metaxu: los bienes que satisfacen nuestras necesidades e imprimen júbilo a la vida social.

Mailer Mattié es economista y escritora. Este artículo es una colaboración para el Instituto Simone Weil de Valle de Bravo en México y el CEPRID de Madrid.

Fuente: http://www.nodo50.org/ceprid/spip.php?article1737