Dice el filósofo Gilles Deleuze: «hay imágenes de pensamiento que nos impiden pensar». Es decir, tenemos imágenes de lo que supone pensar (por ejemplo, un esfuerzo de la voluntad o un trabajo académico) que bloquean el pensamiento. ¿Podríamos decir igualmente que hay «imágenes de cambio» que nos impiden cambiar? Imágenes de lo que supone el […]
Dice el filósofo Gilles Deleuze: «hay imágenes de pensamiento que nos impiden pensar». Es decir, tenemos imágenes de lo que supone pensar (por ejemplo, un esfuerzo de la voluntad o un trabajo académico) que bloquean el pensamiento. ¿Podríamos decir igualmente que hay «imágenes de cambio» que nos impiden cambiar? Imágenes de lo que supone el cambio (en este caso, social o político) que bloquean en la práctica el cambio mismo.
Estas «imágenes» de que hablamos son modelos difusos, ideas preconcebidas. Organizan nuestra mirada: lo que vemos y lo que no, lo que valoramos y lo que no. Y tienen a la vez una función de orientación: nos ayudan a movernos en lo real, en lo que pasa (o nos desorientan, si no son adecuadas). Son al mismo tiempo lente y brújula.
Hay imágenes de pensamiento que nos impiden pensar. Hay imágenes de cambio que nos impiden cambiar. Entonces, para pensar o cambiar, necesitamos dotarnos en lo posible de otro imaginario: depósitos o semilleros de imágenes que organicen nuestra mirada de otro modo, que nos orienten en sentido diferente. Otras lentes, otras brújulas.
La imagen revolucionaria de cambio
La imagen de cambio por excelencia durante al menos dos siglos -pongamos, desde 1789 hasta 1976- ha sido sin duda la imagen revolucionaria. Nunca consistió en una sola imagen, sino más bien en una constelación: imagen de cambio, pero también de militancia, de conflicto, de objetivo, de organización, etc. Es decir, una determinada concepción de la transformación social implica una red o un haz entero de imágenes: modalidades de compromiso, formas de antagonismo, figuras del enemigo, esquemas organizativos, etc. La imagen de cambio es siempre imagen de imágenes.
¿Cómo caracterizar la imagen revolucionaria de cambio? Podemos tomar un primer apoyo en Hannah Arendt. En los primeros capítulos de su libro On revolution, al preguntarse por el significado de la revolución, Arendt destaca dos detalles de la Revolución Francesa: la ejecución del rey y el nuevo calendario (como se sabe, abolido el viejo mundo, la Revolución marca el año I de la nueva era y cada mes es rebautizado: Brumario, Pluvioso, Germinal, Termidor, etc.). Esos dos símbolos (bien materiales) nos remiten muy directamente a una cierta imagen del cambio revolucionario: consiste en el derrocamiento del orden antiguo y en un nuevo comienzo, un comienzo absoluto.
La imagen revolucionaria de cambio está determinada por un corte, una discontinuidad radical entre lo viejo y lo nuevo. Todo ello atravesado por la idea de «necesidad histórica» que Arendt detecta en las metáforas de los discursos revolucionarios: «corriente irresistible», «tempestad irrevocable», «vendaval imparable», etc. La revolución es un cambio radical y al mismo tiempo necesario.
No por casualidad la filosofía hegeliana será el «lenguaje del cambio» durante dos siglos: su «sistema de imágenes» -dialéctica, negación, superación- permite sostener y resolver esa aparente paradoja de un cambio absoluto y a la vez absolutamente necesario. Mi amigo Juan Gutiérrez habla del «pasodoble del No» marxista y hegeliano: la negación de la negación (la negación de lo que niega la humanidad) nos conduce a la afirmación (un mundo y un hombre nuevos).
Haría falta más trabajo y espacio para asentar bien estas intuiciones, pero por ahora se trata sólo de señalar algunas de las estrellas que conforman la constelación de la imagen revolucionaria de cambio: la revolución es una guerra a muerte entre dos mundos (lo viejo y lo nuevo); la organización es la vanguardia consciente (organizada en Partido, embrión de Estado) con visión de conjunto y de la finalidad; el tiempo de la revolución es pensado como discontinuidad radical, a la vez absolutamente necesaria; etc.
Ciertamente, no pueden confundirse las imágenes de cambio revolucionario y lo que efectivamente es la revolución misma, un proceso siempre impuro, contradictorio, imperfecto, imprevisible, incontrolable. Pero lo que nos interesa aquí son las lentes y las brújulas. El objetivo no es juzgarlas o analizarlas críticamente (por su responsabilidad en el terror de Estado, por ejemplo), sinoentenderlas. El balance de las revoluciones del siglo pasado lo dejamos pendiente para otro momento y lugar.
En todo caso, puede decirse (con Alain Badiou) que ese balance habrá de ser necesariamente «interno» para quienes nos colocamos subjetivamente del lado de las revoluciones y no aceptamos la conclusión de que la misma idea de transformación radical de la sociedad es indeseable y criminal. Lo que ha quedado definitivamente enterrado bajo los desastres del comunismo autoritario no es la idea de cambio social, sino la vieja constelación de la vanguardia consciente, el cambio planificado desde arriba, la tábula rasa y el Hombre Nuevo. Ahora no nos interesa tanto la crítica como proponer un desplazamiento.
Imágenes-zombi
En la Puerta del Sol recién ocupada por lo que luego se conocerá como movimiento 15M, alguien saca un cartel que pronto se hará célebre (viral): «nobody expects the spanish revolution». ¿Significa esto la revitalización del imaginario revolucionario, tras décadas de consenso en torno al «fin de la Historia»: la democracia representativa y la economía de mercado como horizonte insuperable de la humanidad? No lo creo. La frase es sólo un desvío humorístico de un famoso sketch de los Monty Python: «nobody expects the spanish inquisition». Esta manera metafórica, vaga e irónica de hablar de la revolución es más bien síntoma de un agotamiento, el agotamiento de un imaginario de dos siglos.
¿Entonces? ¿Podemos decir que los movimientos políticos actuales son movimientos simplemente «reformistas» que buscan algunos pequeños cambios en el marco dado de lo posible? ¿O bien este agotamiento del imaginario revolucionario debe conducirnos al pesimismo («ya no es posible cambio alguno»)? Ni una cosa ni la otra, ambas son de hecho tributarias de la centralidad del imaginario revolucionario.
Pensamos más bien (con autores como Alain Badiou o Santiago López Petit) que atravesamos un «periodo de intervalo» o un «impasse». Ese intervalo o impasse tiene que ver con un «desacople» entre las nuevas formas de politización y los imaginarios existentes de cambio. Las prácticas colectivas experimentan nuevas vías, pero casi a tientas. Y las viejas imágenes de cambio, aún saturadas y agotadas, siguen sobrevolando las cabezas y los cuerpos, como imágenes-zombi.
¿Cuál sería el problema de este «desacople»? Por un lado, mirándose en el espejo-modelo de las viejas imágenes revolucionarias, los movimientos obtienen de sí mismos un reflejo desvalorizante, despotenciador, entristecedor. Las imágenes-zombi separan a las experiencias vivas de lo que son y de lo que pueden.
El mismo 15M nos ofrece un ejemplo muy claro: a pesar de ser uno de los movimientos con mayor impacto en la sociedad española de los últimos 40 años, el lamento y la queja nunca dejaron de acompañarlo: «no ha cambiado nada». Sin otras lentes y otras brújulas, apegados a las antiguas imágenes, se reenvía una y otra vez la capacidad de transformación social a las formas y fórmulas ya conocidas: el partido que, tomando el poder, cambia las leyes y los marcos jurídicos, la macropolítica. El cambio social es un cambio por arriba o no es.
Por otro lado, las imágenes-zombi debilitan las prácticas efectivas y las experiencias vivas dando valor sólo a ciertos aspectos de las mismas en detrimento de otros: se privilegia lo masivo, los momentos de insurrección abierta, lo épico, lo hiper-visible, etc. Se hace necesario y urgente otro imaginario de cambio. Imágenes adecuadas para ver y pensar un cambio social complejo, no lineal, con sus mareas altas y bajas, procesos y eventos, continuidades y discontinuidades. Capaces de dar valor y visibilidad a las transformaciones invisibles y silenciosas, intersticiales e informales, imprevisibles e involuntarias, micropolíticas y afectivas, bastardas e impuras. Imágenes en las que encontremos compañía, valor y potencia.
Y no sólo necesitamos nuevas imágenes, sino también otra relación con ellas. Los viejos imaginarios revolucionarios cristalizaron demasiadas veces en un «mito tecnificado»: trascendente, rígido, inmóvil. Precisamos entonces, no tanto de un «sistema de imágenes» (acabado y coherente), como más bien de una especie de tejido, un patchwork infinito y en construcción permanente, siempre susceptible de ser modificado y alterado, donde todo suma y nada sobra, porque cada jirón (cada imagen) puede tener su momento y su ocasión. De hecho, ni siquiera se trata de negar o descartar las viejas imágenes revolucionarias de cambio (pueden ser un jirón más del patchwork), sino de complementar, multiplicar y enriquecer el repertorio de lo posible.
La «revolución social» anarquista
¿Dónde podríamos empezar a buscar imágenes inspiradoras para reimaginar el cambio social? Podemos empezar por explorar el pasado. La imagen revolucionaria de cambio fue tal vez hegemónica pero no la única y el pasado es un depósito de imágenes y saberes siempre actualizable desde el presente. El nuevo imaginario de cambio no necesita cortar con el pasado, sino más bien aprender a recrearlo, traducirlo y resignificarlo.
Pienso por ejemplo en la «guerra de posiciones» en Antonio Gramsci. O en los movimientos de mujeres a lo largo del siglo XX, que desencadenaron transformaciones político-antropológicas de un alcance inaudito sin organización única o centralizada, sin vanguardia consciente, sin toma alguna del Palacio de Invierno. Pero me voy a detener ahora en el anarquismo como una filosofía en movimiento, tal y como ha sido releída y traducida al presente por Daniel Colson, pensador e historiador libertario.
En su Pequeño léxico filosófico del anarquismo, Colson recuerda cómo los anarquistas se alejaron muy pronto de la idea-imagen de Revolución, demasiado asociada para ellos a un golpe de Estado, a la transformación social pensada como toma del poder y cambio de régimen constitucional (proceso constituyente, etc.). A la Revolución política, los anarquistas opusieron su «revolución social». El adjetivo indica un cambio de sentido. En tres aspectos por lo menos.
En primer lugar, la revolución social nace y se desarrolla en el interior mismo de la sociedad: «en el terreno de las clases y las diferencias, de la propiedad y la justicia, de las relaciones de autoridad y las modalidades de asociación, ahí donde se juega el orden o equilibrio de la sociedad, de una multitud de maneras y a través de una transformación de conjunto (multiforme)». No se trata de derribar o apoderarse del Estado, ni de desposeer a los propietarios del capital a través de una dictadura de los representantes del proletariado: la revolución social es un cambio desde dentro de las mismas relaciones sociales y de poder.
En segundo lugar, la revolución social, a diferencia de la revolución política, no se identifica única, exclusiva o principalmente con episodios excepcionales, movilizaciones callejeras, coyunturas insurreccionales, sino también con procesos silenciosos y cotidianos (creación de instituciones, relaciones sociales y subjetividades alternativas) de los que en último término depende la eficacia de transformación. La «Grand Soir» (gran noche) del imaginario anarquista no remite al corte (brusco, inmediato, instantáneo) entre lo viejo y lo nuevo. Es más bien la expresión o la manifestación final de una potencia acumulada con anterioridad. Como el fruto que el árbol madura, no como un relámpago en el cielo vacío o el asalto voluntarista de una minoría al poder.
Por último, la revolución social no depende de una estrategia clásica (la lógica medios-fines) que unos diseñan y otros ejecutan (la vanguardia consciente y las masas). Es más bien un proceso horizontal y no segmentado jerárquicamente entre lo principal y lo secundario, la táctica y la estrategia. Donde cada momento y cada situación valen por sí mismos y en sí mismos, no como partes de un todo o momentos de una línea del tiempo, ni con arreglo a su posición en un mapa diseñado desde el exterior. Cada lugar y cada instante tienen un valor «prefigurativo» (lo que queremos es ya lo que hacemos) y no «transitivo» (lo que pasa aquí no tiene más valor que el llevarme allí). La estrategia anarquista no consiste en ordenar, segmentar y dirigir, sino en amplificar y conectar las distintas situaciones hasta conseguir una vibración de conjunto.
Imágenes rebeldes del cambio social
Se pueden investigar también imágenes pos-revolucionarias de cambio en autores contemporáneos. Pienso por ejemplo en la «lógica de red» según Margarita Padilla, en las «grietas» de John Holloway, en los «procesos recombinantes» de Franco Berardi (Bifo) y un largo etcétera a explorar.
O también en movimientos. El zapatismo, por ejemplo, ha hecho un esfuerzo enorme por nombrarse y contarse con palabras propias, por destilar su experiencia en conceptos, por elaborar y compartir nuevas imágenes de cambio. Por ejemplo, la distinción entre el «rebelde social» y el «revolucionario»: «Un revolucionario se plantea fundamentalmente transformar las cosas desde arriba, no desde abajo, al revés del rebelde social. El revolucionario se plantea: «vamos a hacer un movimiento de rebeldía, tomo el poder y desde arriba transformo las cosas». Y el rebelde social no. El rebelde social va planteando demandas y desde abajo va transformando sin tener que plantearse el tema del poder». O la concepción anti-vanguardista, incluyente y colectiva de la transformación social: «Todos los métodos tienen su lugar, todos los frentes de lucha son necesarios y todos los grados de participación son importantes. El problema de la revolución [ojo con las minúsculas] pasa de ser un problema de la organización, del método y del caudillo [ojo con las minúsculas] a convertirse en un problema que atañe a todos los que ven esa revolución como necesaria y posible, y en cuya realización todos son importantes».
Me pregunto, ya para acabar, si las imágenes que necesitamos no remiten a un desplazamiento radical de perspectiva, «civilizatorio» incluso. Una salida de cierto paradigma occidental. De hecho, en un artículo de los años 80 publicado en la revista aut aut, el italiano Lapo Berti argumenta que la idea moderna de revolución es un concepto tributario del modelo científico propio de la mecánica clásica: la sociedad es una máquina que tiene leyes propias que se trata de conocer para poder desde ahí planificar un conjunto de acciones (estrategia) con fines de cambio.
En sus libros, el filósofo y sinólogo francés François Jullien explora una y otra vez el contraste entre (lo que podríamos llamar) la «imagen griega del mundo» y «la imagen china del mundo», en relación al tiempo, el pensamiento, el arte, el cuerpo, la estrategia y la eficacia, etc.
Occidente, explica Jullien, divide el mundo en dos: lo que es y lo que debe ser. Es el gesto platónico por excelencia. La idea occidental de eficacia se deriva de aquí: se trata de proyectar sobre la realidad lo que debe ser (en forma de Plan o Modelo) y tratar de materializarlo (llevarlo a la práctica, aterrizarlo). Entre el ser y el deber media la voluntad humana de colmar esa brecha y «enderezar la realidad» (ponerla derecha, es decir, según el Derecho, la Ley, lo que debe ser).
También la revolución se ha pensado desde ese molde: la vanguardia (que posee la ciencia de la sociedad y la historia) desvela y decreta lo que debe ser, la revolución es la «lucha final» en la que impondremos el plan a la realidad. La imagen china del mundo, según François Jullien, propone una inspiración muy diferente: no se trata de proyectar un plan y ejecutarlo, sino de activar todos los sentidos para captar las potencias que ya trabajan lo real y acompañarlas, desplegarlas con cuidado, sin voluntarismo alguno.
Si pensamos el cambio social con las lentes y brújulas chinas que nos propone Jullien, la constelación de imágenes que resulta es muy diferente: el militante ya no sería la fuerza de voluntad que colma, mediante un esfuerzo agotador, la brecha entre el ser y el deber ser, sino quien está comprometido o implicado en una situación particular y con unas potencias particulares; la vanguardia se transforma más bien en «retaguardias» capaces de detectar y acompañar procesos que ellas no dirigen ni crean; la estrategia es un trabajo de cuidado, como el de un jardinero; la organización política es la serie de dispositivos que justamente «dejan pasar» la potencia, sin trabarla al someterla a un ideal previo; la temporalidad de cambio es el tiempo de un proceso, el tiempo adecuado a la maduración de un potencial de situación, sin «batalla final»; el conflicto es el desbloqueo de la fuerza afirmativa, no la negación de la negación que trae un mundo nuevo, etc.
Y la sensibilidad sería la cualidad principal del rebelde, como la fuerza de voluntad lo fue del revolucionario, porque ya no se trata de imponer a lo real un sentido previo, sino de abrirse a sentir por dónde circula la potencia y ser capaz de acompañarla sin forzar, con tacto.
Referencias:
Sobre la revolución, Hannah Arendt, Alianza Editorial (Madrid, 2013).
El siglo, Alain Badiou, Manantial (Madrid, 2008)
Petit lexique philosophique de l’anarchisme, Daniel Colson, Le livre de poche (2001).
Revolución en punto cero, Silvia Federici, Traficantes de Sueños (Madrid, 2013).
EZLN: documentos y comunicados (tomo 5: la marcha del color de la tierra), EZLN, Editorial Era (México DF, 2003).
Tratado de la eficacia, François Jullien, Siruela (Madrid, 1999).
«Rivoluzione o…? Considerazioni sul problema della trasformazione sociale», Lapo Berti, en aut aut, n. 179-180 (1980).
Y, sobre todo, las conversaciones con Franco Ingrassia, Juan Gutiérrez, Leónidas Martín y las compañeras de la Escuela de Afuera.
Fuente: http://www.eldiario.es/interferencias/revolucion-cambio_social_6_706639343.html
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