A veces se hace tremendamente cansado caminar a contra corriente. Leer y escuchar -soportar- día tras día calcadas interpretaciones sobre una realidad que parece ajena y que casi nunca casa con la vivencia y la versión propias; discutir con apasionamiento y hasta perder la voz con personas presuntamente informadas y formadas -algunas de ellas teóricamente […]
A veces se hace tremendamente cansado caminar a contra corriente. Leer y escuchar -soportar- día tras día calcadas interpretaciones sobre una realidad que parece ajena y que casi nunca casa con la vivencia y la versión propias; discutir con apasionamiento y hasta perder la voz con personas presuntamente informadas y formadas -algunas de ellas teóricamente progresistas-, pero que hace tiempo sustituyeron tanto la antigua creencia en Dios como la fe en la Humanidad por el optimismo científico del vacuo acelerador de partículas y el crecimiento económico ilimitado. Sentir, en definitiva, no sin una cierta melancolía, que parece que habitamos en mundos distintos, cada vez más distantes; que el Planeta está en guerra, y que falla por inexistente el principio motor del cambio, que es simplemente considerarlo urgente y un deber moral irrenunciable. No cabe duda de que desde el almohadón más mullido del conformismo mental el pensamiento se tornaría más apacible y placentero, mucho menos beligerante con la realidad. Pero…
Parece inevitable escandalizarse cuando los mercados internacionales y los dirigentes políticos se «alegran» si Gobiernos como el estadounidense interviene en la economía con un billón de dólares y nacionaliza a las empresas en quiebra, socializando las pérdidas entre todos los contribuyentes, poniendo en práctica el famoso paréntesis del mercado que reclamara Díaz Ferrán desde la CEOE. O lo que es lo mismo: privatizar ganancias y repartir pérdidas. Pero, cuando países como Venezuela, Argentina, Ecuador o Bolivia deciden nacionalizar empresas de sectores estratégicos que desempeñan servicios públicos esenciales, revertiendo los beneficios en toda la población, se descalifican estas medidas económicas de forma coral y unánime, se desacredita internacionalmente a estos gobiernos por intervencionistas y populistas, se silencian sus éxitos y se amplifican -cuando no falsean- sus errores, y se les considera un mal ejemplo, haciéndoles descender hasta el infierno y más allá en las mil y una tablas y baremos de confianza empresarial y seguridad jurídica que inventan las organizaciones económicas.
Parece inevitable disentir cuando a la mayoría de los medios de comunicación no les parece suficiente respaldo democrático que un partido político y su presidente obtengan casi un setenta por ciento de apoyo electoral para gobernar un país, controlar sus recursos naturales y reformar unas estructuras de poder obsoletas e injustas, poniéndolas legítimamente en beneficio de la población, como sucede en Bolivia; cuando se justifica o se omite que los gobernadores de las regiones separatistas (la famosa media luna engordada hasta en los mapas) se han rebelado en armas, asesinado a los partidarios de Evo Morales y asaltado las instituciones, para mantener por la fuerza los privilegios de las elites; tan sólo porque los autonomistas defienden políticas de puertas abiertas a las inversiones extranjeras y la privatización de las empresas estatales, en sintonía con los intereses económicos de unas transnacionales y sus gobiernos, que apoyan que se desangre y se rompa un país si con ello se benefician.
Parece inevitable sospechar que falla como mínimo la autocrítica cuando se acusa en grandes titulares al jefe de Estado de Venezuela de «controlar» a los jueces del Tribunal Supremo de aquel país, sin detenerse a analizar la neutralidad política y el pedigrí partidista de los jueces que formarán parte de los recién renovados organismos judiciales españoles. O si nos entretenemos en dar lecciones de democracia, y hablamos de la centenaria corrupción que soporta el cono sur, silenciando que algo huele muy mal en territorio patrio cuando se descubren casi de forma cotidiana innumerables casos de especulación y corrupción urbanística -sin contar los que quedan sin ver la luz- en ayuntamientos e instituciones de prácticamente todos los colores políticos.
La realidad se interpreta, juzga y vierte de forma diametralmente distinta según se trate de un país u otro, en función de quiénes sean sus protagonistas y autores. Un fenómeno de alucinación consensuada, cuya detección nos lleva a la irritación y al desasosiego, a una especie de masoquismo informativo que debería ir acompañado de la búsqueda de otras fuentes e interpretaciones para así contrastar la versión unánime, una tarea intelectual que casi nadie está dispuesto a asumir y a la que muchos han renunciado hace tiempo. Y es que no cabe duda de que se hace tremendamente cansado caminar contra corriente, pero no nos queda otro remedio para reconocernos y mantenernos a salvo de la gran mentira.