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¿A dónde se fue el comunismo?

Fuentes: Rebelión

¿Desapareció el comunismo como fuerza pública relevante en la generalidad de los países –aparte de los Estados inspirados en su ideal– o ha cambiado de forma? ¿Se ha vuelto tímido a causa de la enorme violencia represiva que se lanzó en su contra durante generaciones? ¿Perdieron voluntad los comunistas, o no saben cómo relacionarse con el mundo presente? La cuestión se remite a la actual ausencia de alternativas reales de izquierda socialista (aunque el demagogo Trump vea un gran peligro “marxista”). Algunas causas de la invisibilidad del comunismo son: 

1) La desaparición del proletariado industrial occidental desde los años 80 a causa de la desindustrialización de varias economías principales del norte global –notablemente Estados Unidos y Gran Bretaña– que se hicieron economías de servicios y “sociedades de consumo”. 

2) La marginación del comunismo en la zona en que había nacido, Europa occidental, disminuyó la circulación de ideas comunistas en las otras regiones del mundo, dada la influencia global europea. Ideologías tradicionales, por ejemplo el islam, han ascendido entre movimientos populares y nacionales. 

3) Con la cultura digital, la anterior forma de pensar, basada en elaboración creativa y pensamiento crítico, interrogativo y original, cedió a un razonamiento instrumental adaptado a máquinas digitales y algorritmos. Una sumisión “técnica” y pragmática a lo establecido sustituye la rebeldía humanista con que se había identificado un proletariado revolucionario, si bien los nuevos modos de intelecto albergan un potencial que aún está por descubrirse. 

4) La reforma nacional se hace vehículo de los debates sociales, en el sur y el norte globales. Clases populares y productivas reclaman la autodeterminación nacional, en respuesta a la destrucción y desorden que han sufrido las sociedades a causa de la concentración del capital, el neoliberalismo y las deudas. Los países pobres buscan zafarse del colonialismo y empobrecimiento de siglos. El proceso en que la clase trabajadora puede convertirse en actor político se hace inseparable de la construcción de la nación. La vida “burguesa” y el mercado se confunden con lo nacional, lo popular, una función modernizante o progresista del estado, educación de masas, ciencia, tecnología y desarrollo.

La actual economía de servicios de Occidente fue posible gracias a una acumulación financiera que derivó de la gran productividad global entre 1945 y los años 70. La capacidad productiva había estimulado las luchas obreras. El capital respondió eliminando la clase obrera –según se le había conocido– en los países industrializados, y promoviendo el individualismo y la improductividad. Tras la des-industrialización del norte global, la actividad productiva (i.e. industrial y agrícola) se realiza principalmente en el sur y el oriente del mundo. 

La “sociedad de consumo” occidental se funda en la deuda propia y ajena y en grandes acumulaciones y transacciones de dinero. En países que eran altamente industrializados sectores de ciencia, tecnología de punta y servicios gozan de salarios muy altos. En estos países la clase obrera, cuyo potencial político nacía del trabajo manufacturero, se ha reducido severamente. La organización sindical disminuyó grandemente. Se han extendido la precariedad y la miseria. 

Después la revolución digital y de internet trajo una velocidad inaudita en las transacciones de dinero, desinformación y confusión mediática, y más privatización en diversos aspectos de la vida. El digitalismo implica que se accede a lo público por vía de la preferencia privada e íntima mediante aparatos electrónicos personales. Desafía la tradición –de miles de años– en que la población colectivamente procesaba información común que unificaba y reproducía la sociedad.

El régimen occidental tiene más de quinientos años y posee innumerables mecanismos de reproducción. Es un amplio espacio de relaciones financieras, educativas, militares, políticas, mediáticas y comerciales. Su epicentro es el Atlántico norte, pero su influencia difícilmente se reduce a Estados Unidos y Europa. Occidente no trata sólo de billonarios y millonarios. Incluye sectores populares y clases medias que participan activamente en inversiones de dinero, cuyas ganancias –que a veces complementan el salario– y amplio consumo alimentan el consenso hacia la política imperialista. Le ayudan a legitimarse sus tradiciones de narrativa, espectáculos e idealización de la subjetividad.

Dada la inmensa deuda de Estados Unidos –36 trillones de dólares– se pensaría que se avecina la muerte del poder occidental sobre el mundo. No necesariamente. El poder norteamericano y europeo incluye monopolios transnacionales, una sociedad civil de intensa actividad financiera y comercial, y vastos mercados académicos, de entretenimiento y expansión personal. Es la “cara humana” de su guerrerismo, incluso genocida como se ve en Palestina. El imperialismo continúa su crimen contra Cuba y su acecho a Venezuela, y coloca sus agentes, por ejemplo en Argentina, como perros de presa para frenar la izquierda.

Un factor en la crisis comunista es la contradicción entre construir un estado y promover la revolución mundial, pues si un estado promoviese la revolución en otros países enseguida sería objeto de sanciones, conspiraciones, invasiones y agresiones, más de las que ya se le habrían lanzado. Difícilmente tendría recursos económicos para dedicar a otros países si apenas tenía para sobrevivir él mismo. Esta tensión está en la teoría de Lenin, y fue parte del conflicto entre Stalin y Trotski. En aspectos importantes la experiencia le ha dado la razón a Stalin (aunque fuese un déspota; hay que seguir analizando la relación de las determinaciones y contradicciones de los procesos históricos). Se han reducido las perspectivas de revolución mundial comunista, la cual buscaba –según la teoría– terminar la propiedad privada, el capital, el trabajo asalariado, el estado y el mercado. Romper con el mercado mundial contradice la necesidad obvia de los países de participar en ese mercado lo más posible. 

Todavía en tres cuartas partes de la humanidad se intenta formar Estados-naciones modernos y desarrollar la sociedad. Revoluciones antimperialistas triunfaron bajo dirección comunista en dos países, Rusia y China, con geografías y demografías gigantescas y culturas nacionales milenarias que les permitieron desafiar el sistema global, al cual después contribuyeron a transformar. Pudieron prevalecer sólo mediante sacrificios monumentales y reconstruyendo varias veces sus sociedades y estados. Habían triunfado guiándose por el marxismo y el leninismo y condujeron sus estados en la comprensión comunista de las relaciones sociales modernas y del fenómeno del imperialismo. Después apoyaron países todavía más pobres y atrasados que han sufrido agresiones devastadoras del imperialismo. El nuevo capítulo que abrieron en la historia ha coincidido con una mayor inter-dependencia económica global. 

Se intensifica el carácter mundial de la la sociedad. El aspecto internacional de las luchas de clases determina a menudo su aspecto nacional. Quizá en algunos países –por ejemplo Estados Unidos– el cambio social sea posible por determinaciones internacionales, más que nacionales.     

La generalidad de las naciones difícilmente puede repetir las colosales proezas de Rusia y China, si bien la “revolución mundial” ha ocurrido en forma de independencias nacionales –India, Indonesia, Nigeria y cerca de cien países más– y revoluciones populares anticoloniales. La lucha de clases se manifiesta en la lucha entre las naciones y el sistema capitalista occidental, en sí mismo imperialista. Como ha señalado Domenico Losurdo, además de exigir democracia en los países, hay que exigirla en las relaciones entre países. Los cambios del mercado mundial apuntan a un declive del imperialismo occidental.

Las condiciones socialistas pueden crearse sólo en el terreno nacional concreto y su “política práctica”. Pero una gran cantidad de pueblos experimenta gran atraso político y económico, por las graves destrucciones que produjo el colonialismo. No será corta la fase histórica de desarrollo gradual de los países. (La mayoría de éstos pareció a veces ausente del marxismo.) Para cambiar la sociedad y construir un Estado, apuntó Antonio Gramsci, es necesaria la formación de intelectuales; masivamente, podría añadirse. En muchos sitios es necesario también combinar empresas cooperativas, privadas y estatales. En fin, el estado como organización del intelecto colectivo acaso podría dejar atrás al estado como opresor del pueblo.

Según el sistema imperialista, un “desarrollo económico” es posible mediante endeudamiento: habrá crédito a cambio de ajustarse a la política del imperialismo. Es falso, pues para competir en el mercado la mayoría de los países –que son pobres– deben propulsar su desarrollo económico, y éste es inseparable de su soberanía. El desarrollo es indispensable, y reclama una reproducción progresista de la clase obrera y de la relación entre trabajo, educación, conocimiento, tecnología y pensamiento. 

Lejos de ser absoluto, el “modo de producción capitalista” a que aludían los textos del marxismo era en realidad el capitalismo occidental. Éste ha sido dirigido desde su nacimiento  –y sobre todo desde los siglos XIX y XX– por el poder financiero, que le infundió una brutal indiferencia antisocial, agresividad y violencia extremas, disposición a destruir fuerzas productivas y del trabajo, y desprecio a la pluralidad cultural de la humanidad. En el pasado habían existido formas diversas de capitalismo –como ha indicado Samir Amin– que el capitalismo occidental desplazó. Son posibles, por tanto, relaciones capitalistas diferentes al capitalismo-imperialismo que el mundo ha vivido estos cinco siglos.  

La semilla comunista ha sido sembrada en la humanidad y su germinación es casi inevitable, aunque el comunismo ya no se acompañe tanto de discursos épicos y narrativas semi-religiosas y míticas como en el pasado. Difícilmente puede eliminarse la conciencia que ya tiene la humanidad –que inició la contribución de Marx y Engels– de la contradicción entre la sociedad y la acumulación privada del excedente (el capital). Es tan improbable como ignorar otros conocimientos fundamentales que la humanidad ha hecho suyos, digamos la evolución de las especies, el ADN, la circulación de la sangre o las leyes de la física. 

Nuevas relaciones entre crecimiento de fuerzas productivas, educación, elevación cultural y poder de los trabajadores pueden propiciar condiciones socialistas. El estado nacional tiende a hacerse la fuerza dirigente de la economía. Debe procurar el progreso de las fuerzas productivas, la principal de las cuales es la clase obrera, y, contradictoriamente, usar capital privado para impulsar el desarrollo. Un requisito del desarrollo, desde luego, es terminar el colonialismo. La experiencia china es fértil en este sentido. 

Que el sur y el oriente se opongan a Occidente y al imperialismo norteamericano mediante el mercado y el capital es uno de los acontecimientos más extraordinarios de nuestra era y de los últimos siglos. Pero el movimiento comunista de los trabajadores es lo que impulsa más la independencia económica de las naciones y la derrota del imperialismo. Es preciso, pues, formar espacios de organización y poder de los trabajadores en sus comunidades y lugares de trabajo, de educación, propaganda, información, comunicaciones, actividad electoral y legislativa, y preparación estratégica en todas las formas de lucha: es decir, partidos comunistas de la clase obrera, que impartan dirección a los procesos nacionales.

Puede apostarse a que los países que se oponen a Occidente cavarán la tumba del imperialismo, pero, ya que también son parte del sistema capitalista internacional y descansan en el mercado, Occidente podría reproducir sus ventajas y urdir nuevas artimañas. Que BRICS, Rusia y China pongan a Occidente contra las sogas usando el mercado y el capital privado sugiere, irónicamente, el vigor que aún tiene el sistema imperialista. 

Los términos del mercado y las relaciones inter-capitalistas entre estados disimulan contradicciones antagónicas. Aunque muchas naciones se opongan al imperialismo usando el estado y el mercado, participan en distintos grados de la vieja cultura de desigualdad, contradicciones entre clases, e ideologías que las justifican. La lógica del estado y del mercado implica relaciones de conveniencia, de geopolítica y de clases. Un estado difícilmente invocará ideales comunistas para meterse en los asuntos de otro estado.

Occidente se sabe a la defensiva. Véase que ante la tendencia del sur global para desarrollarse de forma independiente, por ejemplo usando préstamos de China o Rusia sobre bases de cooperación y mutuo acuerdo, el imperialismo flexibiliza los términos de sus préstamos. Ofrece crédito a los países pobres para que se “desarrollen” mediante deuda y sometimiento a la política norteamericana. Parece prometer que dejará de impedir su desarrollo violenta e inmoralmente, como ha hecho siempre. Es una trampa, pero en algunos países puede producir por un periodo espectáculos de modernidad con consumo, expansión bancaria, clases medias educadas, turismo, automóviles y urbanizaciones. 

Occidente está en decadencia, pero justamente por su larga edad y experiencia puede generar recursos para recomponerse. Su red monetaria refuerza su cultura, y viceversa. El comunismo sigue siendo la crítica más efectiva y realista de su imperialismo. 

El autor es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico.

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