El escritor argentino Julio Cortázar (entre otros) es la reivindicación de la literatura. Por ello hay que asumir todas las conmemoraciones que se hagan en su nombre para contaminar al mundo de su obra. Y aprovecho que el 12 de febrero se cumplen 25 años de su muerte para protestar contra la estupidización de la […]
El escritor argentino Julio Cortázar (entre otros) es la reivindicación de la literatura. Por ello hay que asumir todas las conmemoraciones que se hagan en su nombre para contaminar al mundo de su obra. Y aprovecho que el 12 de febrero se cumplen 25 años de su muerte para protestar contra la estupidización de la literatura, que es una corriente de brisa azucarada que salpica a buena parte de la industria editorial de estos días.
Dijo Cortázar que «todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá entre nosotros y dará su sombra en nuestra memoria.» Y el árbol de Julio Cortázar creció entre muchos de los escritores nacidos luego de la segunda mitad del siglo XX. Difícil es que un creador amante de las rupturas literarias no aprecie la obra del gigante argentino. Cortázar (más allá del llamado boom latinoamericano) entra a la historia por distintas razones. Con «Rayuela» nos regaló una novela en movimiento para que jugáramos a la ficción; nada más lejano a la complacencia y al letargo (una cosa lleva a la otra). Su legado cuentístico de brillo poderoso le permite transitar al lado de los grandes creadores (de relatos) de todos los tiempos. La traducción que realizó de los cuentos de Edgar Allan Poe ha sido la más celebrada-que del creador estadounidense-se haya llevado al español. A estos vientos de homenaje sumamos (huracanes matemáticos en clave de palabras), en lo literario, su invención de Los Cronopios, y, en lo humano, su mirada de niño siempre abierta a las otras realidades de la vida: las imperceptibles.
«Entre un año y medio y los tres años y medio de edad, yo viví en Barcelona, hasta que en 1918, una vez terminada la guerra, la familia pudo volver a la Argentina…Tengo recuerdos pero no son precisos. Recuerdos que me atormentaban cuando era niño. Hacia los 9 o 10 años, de cuando en cuando me volvían imágenes muy inconexas y dispersas que yo no podía hacer coincidir con nada conocido. Se lo pregunté a mi madre y ella me dijo que esas imágenes podían corresponder a Barcelona, porque cuando niño me llevaban casi todos los días a jugar con otros niños al parque Güel. Así comienza mi inmensa admiración por la obra de Gaudí, quizá inconscientemente a los dos años…La primera vez que vine a Europa, en 1949, tomé un barco cuya primera escala era en Barcelona. Y lo primero que hice fue ir al parque Güel. Naturalmente la imagen no correspondía. Lo miraba desde mis 1,93 metros de altura, ya no con una mirada mágica de niño.» Esto (y mucho más) le dijo Cortázar a Joaquín Soler Serrano en una memorable entrevista presentada por TVE. Y en ese continuo intento por reconstruir el pasado desde la mirada de un niño surgían imágenes que después serían traducidas a historias («Las armas secretas»; «El perseguidor»; «La vuelta al día en ochenta mundos»; «Todos los fuegos el fuego» y muchos otros sueños de Cronopios).
Cortázar, amante de la vida y del jazz, fue un defensor del ser humano en donde quiera que éste estuviera. Y defendió por igual a cubanos, nicaragüenses y españoles, interpretando cada sueño o crisis nacional. Extrañó a Argentina y se entregó a Francia casi con la misma pasión que vaciaba en su escritura. Sin embargo, ese «casi» fue determinante porque Cortázar buscaba realidades extraterritoriales. Se podría asegurar que no miraba el mundo exterior necesariamente con los ojos.
A veces me pregunto qué hubiese dicho Cortázar sobre tanta «literatura azucarada» que rueda por estos días. Quizá (atreviéndome a imaginar), como escritor intuitivo que fue, hubiese sonreído de cara al viento: Y caminaría a paso muy lento, como elefante que no se impacienta con el ruido de la selva. Luego se volvería y diría (como efectivamente una vez dijo): «Yo no me voy a despertar un día convertido en un anciano decrépito y asqueroso». Y se marcharía llevando el ritmo de los guerreros que convierten la palabra en obra: sereno, agudo y rebelde.
Y prometería volver, otra vez y cuántas veces lo requiera la vida, convertido en Literatura.