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A otro con ese cuento

Fuentes: Rebelión

En alarde de «eterno retorno», el espíritu desmovilizador de la socialdemocracia se encarna en una izquierda que hasta hace poco se autoproclamó anticapitalista sin ambages, o sea, genuina. Y uno llega a asombrarse ante los afanes descontextualizadores, porque incluso si llevaran alguna razón quienes comparan a países que pecaron de «comunistas toscos», de «totalitarios», con […]

En alarde de «eterno retorno», el espíritu desmovilizador de la socialdemocracia se encarna en una izquierda que hasta hace poco se autoproclamó anticapitalista sin ambages, o sea, genuina. Y uno llega a asombrarse ante los afanes descontextualizadores, porque incluso si llevaran alguna razón quienes comparan a países que pecaron de «comunistas toscos», de «totalitarios», con otros donde se asentó el llamado Estado de bienestar, nos convierte en súbitos contradictores la afirmación de que lo que hace socialista no es el modo como se produce, sino principalmente la equidad en la distribución.

¿Acaso Marx y Engels no demostraron con creces las falacias de buscar las esencias en la esfera secundaria, cuando de lo que se trata es de ir hasta las relaciones de producción, la propiedad, para develar la desigualdad, la enajenación del trabajador, del hombre en general?

Por otra parte, evoquemos con Ernest Mandel, y otros entendidos, que en el período que va desde los años 40 hasta los 70 del siglo XX imperó una expansión que facilitó las negociaciones de obreros y patronos, táctica practicada en gran escala en Europa Occidental y América del Norte, y que incluyó una colaboración estrecha de dueños y elementos conservadores del lado de los proletarios, con el consiguiente mejoramiento del nivel de vida de los últimos. Pero en el fondo de esta evolución descansaban las dudas sobre el porvenir. «En la medida en que la misma burguesía dejó de confiar en el mecanismo automático de la economía capitalista para perpetuar su régimen, se requiere la intervención de otra fuerza para salvarlo a largo plazo, y esta es el Estado». Aquí habrá que tomar también en cuenta el desafío del campo comandado por una Unión Soviética cuyos logros punzaban a los contrarios, a pesar de errores que a la postre dieron al traste con ella.

Eran tiempos en que el establishment se decantaba por una garantía estatal de la ganancia, que, como todas las técnicas anticíclicas, en última instancia representa una redistribución del ingreso nacional en beneficio de los grupos monopolistas dirigentes, «[…] mediante la distribución de subsidios, la reducción de impuestos, la concesión de créditos de bajo interés […] cosas que en una economía capitalista que funciona normalmente, sobre todo en una fase de expansión a largo plazo, estimula evidentemente las inversiones y tiene la influencia prevista por los autores de estos planes». Entonces, nada de solidaridad, de justicia, inherentes.

De manera concomitante, como nos recuerda el analista Marco Antonio Moreno, ya en abril de 1947, en las faldas del Mont Pèlerin, en los Alpes Suizos, Friedrich von Hayek y Milton Friedman congregaban a un nutrido grupo de intelectuales de derecha para expresar su repudio al New Deal, al keynesianismo, a la regulación. Esta vehemente reacción se conoce como el origen del neoliberalismo, feroz ataque a toda limitación de los mecanismos del mercado. En consonancia, han proliferado por doquier las recetas para restringir la oferta monetaria, elevar las tasas de interés, reducir drásticamente los impuestos a los ingresos más altos, abolir los controles a los flujos financieros (entrada y salida de divisas), incrementar la tasa de desempleo (para así aplastar las huelgas y quitar poder a los sindicatos), imprimir enérgicos recortes a los gastos fiscales y, mayormente, ejecutar un amplio programa de privatizaciones.

No se equivoca quien sentencia que «los resultados de la aplicación irrestricta de estas medidas de la hegemonía neoliberal como ideología están llevando al mundo a una polarización en términos de exclusión social. La elevación de la tasa de desempleo, conocida como un mecanismo natural y necesario para el funcionamiento eficaz del modelo, constituye su victoria más contundente. La demostración empírica de la trampa que ha impuesto el neoliberalismo está en la creciente y sistemática ampliación de la brecha entre ricos y pobres.»

En fin, ¿qué deviene el cacareado Estado de bienestar si no un fenómeno abocado a alternar con el fascismo inclusive, o a desaparecer, al son de las circunstancias? ¿Resultará correcto dirigir, entre aplausos, la vista a la esfera de la distribución en determinados sitios y lapsos, como ciertas voces hacen desde el «cansancio histórico», por no aludir al oportunismo? ¿No les significan nada el hecho de que una quinta parte de la población mundial (mil 200 millones) sobreviva con un dólar diario y dos mil 800 millones con poco más de dos dólares al día? ¿Que cada día mueran de hambre 30 mil niños, y 800 millones de personas padezcan subalimentación crónica? ¿Y qué durante los últimos 30 años la diferencia entre los 20 países más solventes y los 20 más pobres se haya triplicado?

A otro con ese cuento. Definitivamente, uno no puede más que buscar la fuente en el propio modo de producción, como los fundadores del Pensamiento Crítico. Y seguir enfrentando los melosos cantos de sirena, en el proceloso piélago que es el mundo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.