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A propósito de Allende y la Unidad Popular

Fuentes: Politika

El prestigio político y la solvencia moral de Salvador Allende se acrecientan con el tiempo y sobrepasan con creces los de las instituciones que se vincularon a su gobierno. Su gloria solo puede ser compartida por quienes cayeron con él, combatieron la Dictadura y, luego de ésta, han tenido un comportamiento acorde a los valores […]

El prestigio político y la solvencia moral de Salvador Allende se acrecientan con el tiempo y sobrepasan con creces los de las instituciones que se vincularon a su gobierno. Su gloria solo puede ser compartida por quienes cayeron con él, combatieron la Dictadura y, luego de ésta, han tenido un comportamiento acorde a los valores que en un tiempo representaron la Unidad Popular y otras organizaciones. Cabe reconocer, por esto mismo, que los partidos y los militantes políticos que formaron parte de los gobiernos de la Concertación y de la Nueva Mayoría, más bien terminaron despreciando (traicionando para algunos) las ideas del Presidente Mártir, cuando no haciéndose carne de la herencia pinochetista, su régimen neoliberal, como su institucionalidad autoritaria.

De ello hablan las nuevas privatizaciones emprendidas por quienes alguna vez apoyaron la nacionalización del cobre o la consolidación de un sistema salarial y previsional agraviante para la inmensa mayoría de los trabajadores. Así como todo los despropósitos de la salud, educación y otros derechos a los cuales Allende le asignaba un rol principalísimo al Estado.

Consecuencia de lo anterior es que Chile ahora es un país con una enorme brecha entre la situación de los pobres y ricos. Al mismo tiempo que nuestra soberanía hacia todos los puntos cardinales le pertenece en realidad a los inversionistas foráneos y a los más poderosos consorcios transnacionales. Al extremo que empresas extranjeras son las dueñas de nuestros recursos naturales como el agua, los bosques y nuestro ancho océano. Es más, Chile fue convertido por los militares y los supuestos gobiernos «democráticos» en el paradigma mundial y regional del capitalismo salvaje y altamente depredador de la naturaleza y la dignidad humana. Además de que nuestro sistema político está seriamente interferido por la corrupción como, a juicio de nuestros propios gobernantes, por el propio narcotráfico. Una lacra que suponíamos no prosperaría nunca entre nosotros.

De verdad, no quedan rastros del pensamiento de Allende en las prácticas de los partidos que en algún tiempo abrazaron con tanto entusiasmo la ideología marxista o el pensamiento social cristiano. Para ello baste releer los discursos del extinto presidente en la Universidad de Guadalajara, en México, o en la Asamblea General de las Naciones Unidas, en textos que expresan a cabalidad un ideario plenamente vigente hoy, sobre todo después de los estragos que en el Planeta está ocasionando la explotación ecocida de nuestra naturaleza, la avidez empresarial y el consumismo insensato. Mientras la inmensa mayoría de los pueblos permanecen en la pobreza y la marginalidad.

Otra vez en manos de la derecha los gobiernos de muchas de nuestras naciones, es innegable que este fenómeno tiene poderosa explicación en la renuncia de las izquierdas a los valores de la justicia social, en la avidez de los partidos políticos por el goce del poder, cuanto en la descomposición ética de muchos dirigentes que en el pasado fueron activistas de las reformas económico sociales, denunciaron el imperialismo y alentaron, incluso, el internacionalismo proletario. Hoy costaría mucho en nuestro Parlamento trazar una línea divisoria entre los que se han acomodado al sistema vigente o buscan sinceramente el cambio. Así como es nítido comprobar tanta semejanza en las obras de gobiernos que se suponía de distinto signo ideológico y textura moral.

Por eso es que resulta tan extraño que a poco menos de cincuenta años del triunfo de Allende en las urnas haya quienes quieran mirar al pasado, evocar su historia y testimonio a objeto de sacarle lustre a sus ambiciones electorales. No se puede negar que mucho explica nuestro quiebre institucional de 1973 el ejercicio del sectarismo y la forma en que ya entonces muchos traicionaron a Allende, coadyuvaron a su magnicidio y al derrumbe democrático. Porque no toda la responsabilidad de lo acontecido, ciertamente, se le puede atribuir al golpismo político militar o la injerencia de Estados Unidos.

Lo mejor sería en este mes de septiembre reivindicar solo el pensamiento de Allende y más bien dejar de lado las instituciones del pasado. Superar, entre otras, la propia experiencia de la Unidad Popular que en los hechos impidió una más amplia unidad política y social del pueblo. Así como, por fin, asumir como lección el bochornoso comportamiento de quienes a partir del bombardeo de La Moneda se preocuparon más de salvar sus vidas que emular su ejemplo. Una promesa que todavía tanto se vocifera.

Aceptar, por ejemplo, lo que Allende nos advirtiera en su discurso final, en cuanto a que «otros hombres superarán este momento gris y amargo» y la responsabilidad de abrir «las anchas avenidas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor». Y no por los revenidos dirigentes que medio siglo después medran todavía en el Congreso Nacional, los partidos y otras instituciones, contemporizando y cogobernando con quienes se alzaron contra él y produjeron la tragedia por todos conocida. Encendidos izquierdistas o revolucionarios de ayer ubicados ahora a la diestra de la derecha política y los poderosos empresarios. Como sacralizados, por supuesto, por la Casa Blanca.

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