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A propósito de los disturbios en general y los de Túnez en particular

Fuentes: tunisiawatch.com

Traducido para Rebelión por Jorge Aldao y revisado por Caty R.

Hoy voy a hablar de los disturbios en Túnez. No nos apartaremos del tema del seminario de este año -¿Qué significa «cambiar el mundo»?- una expresión cuya naturaleza equívoca ya he señalado.

Si entendemos por «disturbios» la actuación en las calles de personas que quieren conseguir el derrocamiento del gobierno por medio de una violencia de grado variable, debemos destacar en primer lugar la rareza de estos disturbios en Túnez: fueron victoriosos. Allí había un régimen que durante 23 años parecía firme y sin embargo fue derrocado por una acción popular que inmediatamente estableció de manera retroactiva su naturaleza de «eslabón más débil».

¿Por qué es necesario analizar este fenómeno, cuando podríamos limitarnos a alegrarnos? Porque despunta una cierta inquietud vinculada a la obligatoriedad de la satisfacción cuyo carácter, digamos consensual, conviene señalar a pesar de la ilegalidad inherente a estos acontecimientos. Hoy no es fácil decir: «Me gusta Ben Alí y siento mucho que haya tenido que abandonar el poder». Si lo decimos nos encontraremos en una posición muy incómoda. Por esa razón hay que rendir un homenaje a la ministra Alliot-Marie que lamentó públicamente haberse demorado en ofrecer «las habilidades» de las fuerzas de policía de Francia al servicio de Ben Alí, expresando en voz alta lo que su colegas pensaban para su coleto. A su lado Sarkozy es un hipócrita y un cobarde, igual que todos aquéllos, tanto en la derecha como en la izquierda, que hace sólo unas semanas se congratulaban por tener en Ben Alí una sólida muralla contra el islamismo y un alumno excelente de Occidente y que hoy se ven obligados, por un consenso de opinión, a fingir que se alegran de su salida con el rabo entre las piernas.

Insistamos: un gobierno derrocado por la violencia popular (y en especial por la juventud, que fue la punta de lanza), es un fenómeno raro para el cual, si queremos encontrar un precedente similar, hace falta retroceder treinta años, a saber, a la revolución iraní de 1979 [1]. Treinta años durante los que prevaleció la convicción de que tales fenómenos ya no eran posibles. Es, en particular, lo que proclamaba la tesis conocida como «el fin de la historia». Dicha tesis evidentemente no significaba que ya no sucedería nada más. «Fin la historia» quería decir «fin de los acontecimientos históricos», fin de lo que la organización del poder podía volver a poner en juego gracias a un momento en el que, como decía Trotski, «las masas hacen su aparición en la Historia». La trayectoria normal de las cosas era la alianza de la economía de mercado y la democracia parlamentaria, alianza que era la única norma sostenible de la subjetividad general. Ése es el significado del término «globalización»: esta subjetividad convertida en subjetividad mundial. Lo cual, por otra parte, no es incompatible con las guerras punitivas (Iraq, Afganistán), las guerras civiles (en los degradados Estados africanos), la represión de la Intifada palestina etc. Así, lo más fascinante de los acontecimientos de Túnez es su historicidad, la puesta en evidencia de una capacidad intacta de creación de nuevas formas de organización colectiva.

Al conjunto formado por la economía de mercado y la democracia parlamentaria, concebido como un sistema insuperable, propongo nombrarlo: «Occidente» que, por otra parte, es como él mismo se autodenomina. Entre otros nombres que circulan, podemos señalar «comunidad internacional», «civilización» (donde se contrapone, como corresponde, a diversas formas de barbarie, véase la expresión «choque de civilizaciones»), «potencias occidentales»… Recuerdo que hace más de treinta años el único grupo que reivindicaba este nombre sistemáticamente -«Occidente»-, era un pequeño grupo fascista armado con barras de hierro (con el que tuve un choque en mi juventud). Que una palabra pueda cambiar de referente de manera tan espectacular sólo puede significar que el propio mundo cambió. El mundo ya no tiene la misma trascendencia.

¿Estamos en una época de disturbios?

Se podría pensar así viendo los recientes acontecimientos de Grecia, Islandia, Inglaterra, Tailandia (los Camisas Rojas), los motines del hambre en África o las importantes revueltas obreras en China. En la propia Francia existe una especie de tensión pre-revolucionaria; a través de fenómenos como las ocupaciones de fábricas, la gente está al borde de aceptar la revuelta.

Para explicarlo existe, por supuesto, la crisis sistémica del capitalismo que apareció hace 2 ó 3 años (y que está lejos de acabar) con su sucesión de estancamientos sociales, de miserias, y la sensación creciente de que el sistema no es tan viable ni tan magnífico como nos dijeron; la vacuidad de los sistemas políticos se ha vuelto patente y sólo se justifican como servidores del sistema económico (el episodio del «salvamento de los bancos» fue particularmente demostrativo), lo que contribuye mucho a despojarlos de credibilidad. En el mismo período, y precisamente porque son los agentes de la supervivencia del sistema, los Estados tomaron medidas dramáticamente reaccionarias en varios sectores (ferrocarriles, correos, escuelas, hospitales…).

Me gustaría situar estos fenómenos en el marco de una periodicidad histórica. Creo que las condiciones para los disturbios aparecen en períodos «entre intervalos». ¿Qué es un período «entre intervalos»? A una secuencia en la que la lógica revolucionaria se clarifica y en la que ésta se presenta explícitamente como una alternativa, sucede un período «entre intervalos» en el que la idea revolucionaria se desactiva y todavía no existe otra que la sustituya, donde aún no se ha construido una disposición alternativa. Es durante esos períodos cuando los reaccionarios pueden decir, justamente porque la alternativa está debilitada, que las cosas han retomado su curso natural. Es lo que sucedió típicamente en 1815 con los restauradores de la Santa-Alianza. En los períodos «entre intervalos» existen los descontentos pero no están estructurados, ya que no pueden sacar su fuerza de una idea compartida. Su fuerza es esencialmente negativa («que se vayan»). Por esa razón, la forma de actuar de una masa colectiva durante un período «entre intervalos» son los disturbios. Tomemos el período de 1820-1850: fue un gran período de motines (1830, 1848, la «Révolté des Canuts» [revuelta de los industriales de la seda, n. de t.] de Lyon…), pero no fue estéril; al contrario, fue muy fecunda aunque de modo invisible. De este período salieron las grandes orientaciones políticas globales que estructuraron el siglo siguiente. Ya lo dijo Marx: «el movimiento obrero francés fue una de las fuentes de su pensamiento (junto a la filosofía alemana y la economía política inglesa)».

¿Cuál es el criterio de valoración de los disturbios?

El problema característico de los disturbios, como elementos que cuestionan el poder del Estado, es que exponen al Estado a un cambio político (la posibilidad de que se hunda), pero los disturbios no constituyen ese cambio: lo que sucederá en el Estado no está previsto antes de los disturbios. Es la diferencia principal con una revolución que propone, en sí misma, una alternativa. Esta es la razón por la que, en todas las épocas, los revolucionarios se quejan de que el nuevo régimen es igual que el anterior (tenemos el prototipo después de la caída de Napoleón III con la constitución, el 4 de septiembre, de un régimen formado por el personal político del régimen anterior). Les señalo que el Partido, tal como fue creado el concepto por el POSDR (Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia, n. de t.) y luego por los bolcheviques, es una estructura explícitamente apta para constituirse como una alternativa al poder establecido. Cuando la figura de los disturbios se convierte en una figura política, es decir, cuando dispone del personal político que necesita y no es necesario recurrir a los «viejos caballos políticos», en ese momento se puede anunciar el final del período «entre intervalos».

Volviendo a la revuelta tunecina, es muy probable que continúe -fragmentándose- al proclamar que el modelo de poder que se va a instalar está tan desconectado del movimiento popular que tampoco se acepta. Entonces, ¿sobre qué criterios se pueden valorar los disturbios? En primer lugar debería existir una cierta empatía con ellos, condición completamente necesaria. Está el reconocimiento de su capacidad negativa, el poder deshonrado se hunde, al menos sus símbolos. ¿Pero qué es lo que se afirma? La prensa occidental ya respondió diciendo que allí se está expresando un deseo de Occidente. Lo que se puede asegurar es que se trata de un deseo de libertad y que tal deseo es, sin discusión, un deseo legítimo frente a un régimen tan despótico y corrompido como el de Ben Alí. Qué este deseo como tal sea un deseo de Occidente es más dudoso.

Hay que recordar que Occidente como potencia hasta ahora no ha dado ninguna prueba de que se preocupe de alguna forma de organizar la libertad en los lugares donde interviene. Lo que cuenta para Occidente es: «¿Están con nosotros o no?», dando a la expresión «estar con nosotros» el significado de pertenecer a la economía de mercado, si es necesario en colaboración con una policía contrarrevolucionaria. Los «países amigos» como Egipto o Pakistán también son despóticos y corruptos como lo era el Túnez de Ben Alí, pero no se oye hablar demasiado de este asunto a los que aparecieron, con ocasión de los acontecimientos de Túnez, como ardientes defensores de la libertad.

¿Cómo definir un movimiento que se puede reducir a un «deseo de Occidente»? Podríamos decir, y esta definición se puede aplicar a cualquier país, que se trata de un movimiento que se concreta en la figura de unos disturbios «antidéspota» cuya potencia negativa y popular toma la forma de la masa y cuya potencia afirmativa no tiene más normas que las que prevalecen en Occidente. Un movimiento popular que responde a esta definición tiene muchas posibilidades de agotarse en las elecciones y no hay ninguna razón para que origine otra perspectiva política. Opino que al final de un proceso de ese tipo habremos asistido a un fenómeno de inclusión occidental. Lo que nos dice la prensa occidental es que este fenómeno es la salida inevitable del proceso de las revueltas, en este caso en Túnez.

Si es cierto, como previó Marx, que el espacio de realización de las ideas emancipadoras es el espacio mundial (lo cual, dicho sea de paso, no fue el caso de las revoluciones del siglo XX), entonces un fenómeno de inclusión occidental no puede considerarse un verdadero cambio. Lo que sería un cambio de verdad sería una salida de Occidente, una «desoccidentalización», y ésta tomaría la forma de una exclusión. Fantasía, me dirán, pero es justamente un fantasía típica de un período «entre intervalos» como el que estamos viviendo.

Si hubiera un desarrollo diferente de la evolución hacia la inclusión occidental, ¿qué podría constatarlo? Aquí no se puede dar ninguna respuesta formal. Simplemente podemos decir que no hay nada que esperar del análisis del proceso estatal en sí mismo el cual, necesariamente largo y tortuoso, acabará por desembocar en elecciones. Lo que hace falta es una investigación paciente y minuciosa entre la gente en busca de aquello que, al final de un proceso de división inevitable (porque siempre hay dos que tienen la Verdad, y no uno), estará dirigido por una parte del movimiento: los que ya se anunciaron. No se elegirán los que no sean solubles a la inclusión occidental. Si existen entre los anunciados, se les reconocerá fácilmente. Es con la condición de esos nuevos anunciados como puede concebirse un proceso de organización de la acción colectiva.

Para concluir, volvamos a la empatía. La enseñanza de los acontecimientos tunecinos, la lección mínima, es que lo que aparenta una estabilidad a toda prueba puede acabar hundiéndose. Y esto, esto produce placer, incluso mucho placer.

 

Nota:

[1] La caída de los regímenes comunistas de Europa del Este hace una veintena de años no es comparable. Dicha caída se llevó a cabo con el consentimiento de la URSS, simbolizado en la entrevista entre el dirigente alemán oriental Honecker y sus tutores rusos: cuando Honecker les pidió la autorización (que estaba obligado a pedir) para disparar sobre la muchedumbre se la denegaron. El cambio de la estructura del poder comunista se llevó a cabo con los mismos «apparátchiks» que se instalaron en el poder sobre las ruinas del sistema que ellos mismos habían conducido a la implosión.

Alan Badiou acabó su intervención con la lectura del poema de Bertold Bretch Elogio de la dialéctica:

Con paso firme se pasea hoy la injusticia

Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más

Por la violencia garantizan: «Todo seguirá igual»

No se oye otra voz que la de los dominadores

Y en el mercado grita la explotación:

«¡Ahora recién empiezo!»

Entre los oprimidos, muchos dicen ahora:

«jamás se logrará lo que queremos».

Quien esté vivo no diga «jamás».

Lo firme no es firme.

Todo no seguirá igual.

Cuando hayan hablado los que dominan,

será el turno de los dominados.

¿Quién puede atreverse a decir «jamás»?

¿De quién depende que siga la opresión? De nosotros.

¿De quién que se acabe? De nosotros también.

¡Que se levante aquél que está abatido!

¡Aquél que está perdido, que combata!

¿Quién podrá detener a aquél que conoce su condición?

Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana

y el «jamás» se convierte en «hoy mismo».

*Transcripción de Daniel Fisher del seminario de Alan Badiou en la École Normale Supérieure de París, el 19 de enero de 2011.

Fuente: http://www.tunisiawatch.com/?p=3955