No hay investigador de los fenómenos sociales que su visión no esté mediada por una determinada concepción del mundo y por una determinada concepción del conocimiento. De manera que las ciencias sociales, mucho más que las ciencias naturales, no pueden librarse de la presencia filosófica. Cuando llegamos al mundo, cuando nacemos, no llegamos sabiendo, no […]
No hay investigador de los fenómenos sociales que su visión no esté mediada por una determinada concepción del mundo y por una determinada concepción del conocimiento. De manera que las ciencias sociales, mucho más que las ciencias naturales, no pueden librarse de la presencia filosófica.
Cuando llegamos al mundo, cuando nacemos, no llegamos sabiendo, no somos los creadores ni de los significados ni de los conceptos, sencillamente los heredamos de las generaciones precedentes, como heredamos una determinada organización social, un determinado sistema de Estado y una suma de fuerzas productivas.
Somos también hijos de una época y vivimos atrapados en los modos de pensar de cada época. Cosas que nos pueden parecer del todo irracionales desde la perspectiva de una época, pueden presentarse como totalmente racionales desde la perspectiva de otra época. Pensemos solamente que Aristóteles, uno de los grandes pensadores de todos los tiempos, le era imposible concebir un mundo sin esclavos.
Los conceptos, que son medios que nos permiten profundizar nuestro conocimiento del mundo, no deberían convertirse nunca en ataduras, en grilletes mentales que nos impidiera ver aspectos nuevos de las cosas o iniciarnos en nuevas aventuras cognitivas. No hay que estar cerrado a lo nuevo ni a ver lo viejo con ojos nuevos. Debemos ser libres pensadores, dejar atrás los prejuicios, y lanzarnos con alegría a la aventura del conocimiento.
Les transcribo cuatro parágrafos de Ovidio, contenidos en el primer capítulo, titulado «Orígenes del mundo», de su obra «Metamorfosis»:
Uno. «Antes del mar y de las tierras y de lo que todo lo cubre, el cielo, era único el aspecto de la naturaleza en el orbe entero, al que llamaron Caos, mas informe y enmarañada y no otra cosa que una mole estéril y, amontonados en ella, los elementos mal avenido de las cosas no bien ensambladas».
Dos. «Un dios y una naturaleza mejor puso término a este conflicto; en efecto, separó del cielo las tierras y de las tierras las aguas y apartó el transparente cielo del espeso aíre; después que diferenció estas cosas y las liberó del oscuro montón, unió en armoniosa paz a unos determinados lugares lo que había sido separado».
Tres: «Apenas había aislado así con lindes determinadas las cosas, cuando los astros, que durante largo tiempo habían estado oprimidos por una obscura niebla, comenzaron a brillar en la totalidad del cielo; y para que ningún territorio estuviera privado de los seres vivos que les son propios, los astros y las figuras de los dioses ocupan el suelo celeste, las aguas fueron a parar a los brillantes peces para que los habitaran, la tierra recibió a las fieras, a las aves el movible aire».
Y cuatro: «Faltaba todavía un ser vivo más respetable que éstos y más dotado de profundo pensamiento y que fuera capaz de dominar sobre los demás: nació el hombre, bien porque lo creó con semilla divina aquel artífice de la naturaleza, origen de un mundo mejor, bien porque la tierra recién creada y separada poco ha del alto éter retenía semillas de su pariente el cielo; a ésta el hijo de Iápeto la modeló mezclada con las aguas de lluvia a imagen de los dioses que todo lo gobiernan, y, dado que los restantes seres vivos contemplan la tierra inclinados, le concedió al hombre una cara alta y le ordenó mirar al cielo y alzar su rostro erguido en dirección a los astros. De este modo, la tierra que hacía poco había sido tosca y sin forma, transformada se vistió de desconocidas figuras de hombres».
Paso ahora a la reflexión. A un mundo con sentido le es esencial el orden, la configuración determinada, la medida y la ley. De ahí que Ovidio, como todos los escritores que en tiempo de la Grecia Clásica y de la Antigua Roma reflexionaban sobre el origen del mundo y de los hombres, creyera que al principio fue el caos: el desorden, la mezcla de todos los elementos, lo informe, la ausencia de ley. De ahí igualmente que pensara en la existencia de un dios que acabara con ese caos: separando lo que estaba mal ensamblado, realizando así una actividad diferenciadora; dando luz a los astros, realizando así una actividad de clarividencia; y poniendo cada cosa en su sitio, realizando así una actividad ordenadora. Y, por último, como culminación de la creación, el gran dios creó al hombre, el animal de rostro erguido, dotado de profundo pensamiento y dominador de todos los demás seres.
La concepción semiótica del mundo, que parte de la base que antes del hombre nada tenía significación y sentido, también refleja esa herencia que viene desde los tiempos de la Grecia clásica, donde sólo gracias a un dios sabio y creador el mundo cobró sentido. De la mano de Greimas, herencia de Saussure, se afirma que a la significación le es esencial la diferenciación. También esa fue la tarea del dios constructor en la vieja mitología: «después que diferenció estas cosas y las liberó del oscuro montón…». La diferencia ya existe en la naturaleza, unas veces manifiesta y otras ocultas. Pero la tarea diferenciadora, el descubrimiento de las diferencias, no puede presentarse como la potencia creadora de las diferencias, como así lo pensaba Ovidio. La única distinción a tener en cuenta aquí es que esa capacidad diferenciadora la situaba Ovidio en el dios constructor, y los semiólogos en el hombre significador.
Los conceptos son sin duda poderosos mecanismos mediante los cuales el hombre alcanza el conocimiento de las esencias de las cosas, pero eso no nos debe llevar a pensar que sólo por medio del concepto el ser adquiere su verdadera forma y su verdadera existencia. No deberíamos llegar al extremo de pensar que sin el concepto el ser se perdería en la noche de los tiempos, que sin espejos el color de las cosas se oscurecería, que sin el sentido del olfato los olores perderían su existencia, que sin los oídos los sonidos se desvanecerían, no podemos, en suma, convertir la subjetividad en el medio por el cual el resto de las cosas vivas e inertes adquieren el ser y la existencia acabadas.
Dios es una creación del hombre. Feuerbach para superar esta contradicción nos aconsejó transformar la religión en antropología, descubrir al hombre en dios, pero no podemos invertir esa dirección a la que nos lleva ciertos semiólogos: ver al hombre como a un dios, presentarlo como el fin de la existencia, y hacer de la facultad sígnica la potencia mediante la cual todo es. Tal vez debamos romper todos los espejos de la tierra para contemplar así que el ser permanece y se conserva.
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