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A propósito de Mijaíl Gorbachov, la URSS y el socialismo que nunca fue

Fuentes: Rebelión

A propósito del fallecimiento de Mijaíl Gorbachov, ¿qué significado histórico tiene su deceso, a la luz del rol político que tuvo en tanto que último mandatario de la Unión Soviética?, ¿tiene, en principio, alguna implicación su muerte para pensar la historia del tiempo presente, o es que su deceso no va más allá de la simple conmemoración de un exmandatario de Estado más, como suele ocurrir con los pésames que entre las elites políticas se suelen dispensar cuando uno o una integrante de su tribu desaparece físicamente de este mundo?

En apariencia preguntas retóricas, no son éstas, sin embargo, interrogantes superficiales. De la respuesta que se de a ellas depende, entre muchas otras cosas, por ejemplo, la capacidad que se tenga de explicar por qué, en medio de uno de los contextos globales más abierta y profundamente hostiles en contra de la cultura, la política, la economía y la historia de Rusia, de pronto la mayor parte de la prensa occidental (al margen de las loas propias de ciertas clases políticas globales) se volcó hacia la extensión de pésames y de tributos discursivos tendientes a enaltecer la figura de Gorbachov.

Y es que, si bien es cierto que, para cualquier observador serio y atento de la historia, la Rusia de hoy no es de ningún modo idéntica a la Unión Soviética de ayer, los tiempos que corren se caracterizan, precisamente, por el auge de una generalizada incomprensión internacional de las enormes distancias que se abren, en todos los aspectos, entre esta Rusia y aquella Unión Soviética. En Occidente, la falsa identificación mecánica y en automático de Rusia como un mero despojo de lo que en su momento fue la Unión Soviética, por supuesto, se explica por una multiplicidad y una diversidad de factores imbricados que van desde las diferencias idiomáticas hasta las distancias culturales, pasando por el hecho de que, geográficamente, Rusia parece demasiado lejana al grueso de esas sociedades occidentales y, en última instancia, abrevando, también, de ciertas reminiscencias ideológicas normalizadas durante la época de la guerra fría que, entonces como ahora, condujeron y siguen conduciendo a sostener discursos de odio en contra de cualquier cosa que parezca una herencia del sovietismo.

En el contexto actual, el grueso de las radicalizaciones en este tipo de posturas se explica, no obstante lo anterior, por el efecto de arrastre ideológico que los discursos políticos atlanticistas y otanistas recientes han conseguido en la formación de un conjunto de sentidos comunes, entre diversas naciones del mundo, tendientes a conseguir si bien no el aislamiento absoluto de Rusia en el escenario internacional (dado su peso en materia energética), si a constreñir a su gobierno actual lo suficiente como para redireccionar su rol geopolítico actual tanto en los planos regionales (Europa del Este y Asia oriental) como en la escala global (en la medida en que su política exterior, en las últimas dos décadas, ha logrado ejercer presión sobre la posibilidad de construir un mundo multipolar, con plena participación propia).

A la luz de esta reciente radicalización dogmática antirrusa, por ello, no parecen ser coherentes las muchas y variadas loas a Gorbachov que, sin ser expuestas en el debate público internacional libres de críticas clásicas a lo que durante años se consideró cuestionable, para Occidente, de la existencia de la URSS, en el fondo no dejan de subrayar el rol y la importancia histórica del exmandatario en la reconfiguración del orden mundial con el que se quiso dar a luz al nuevo milenio. Es evidente, por lo demás, que, en gran medida, ese reconocimiento pretende estar justificado en la aceptación de que con el desmoronamiento de la Unión Soviética la amenaza de guerra permanente (al arbitrio y dependiente de los caprichos de dos superpotencias) y la posibilidad de un holocausto nuclear también desaparecían del horizonte histórico de las sociedades del mundo, de cara al nuevo siglo. Y aunque las arbitrarias y caprichosas invasiones estadounidenses a lo largo y ancho del mundo (o las rusas en los márgenes de sus fronteras), así como la ampliación y refinación de los programas nucleares con fines bélicos de múltiples Estados (China, Rusia, Francia, Estados Unidos, India, Israel, etc.) parecen ser, hoy, pruebas suficientes de que las viejas amenazas existenciales de la Guerra Fría no desparecieron con la supuesta globalización del mundo, lo que ahora mismo es un hecho es que, en términos ideológicos, Occidente sigue viendo en la figura de Gorbachov a un estadista a la altura de los desafíos de los siglos XX y XXI.

Ahora bien, más allá de la evidente falsedad inscrita en los discursos otanistas y atlanticistas que predican con insistencia que el fin las inseguridades del siglo XX sólo fue materialmente posible cuando la Unión Soviética dejó de existir, lo que es indudable en los tiempos que corren es que los honores que en las últimas horas se han expedido a la figura del exmandatario soviético, en Occidente, tienen que ver más con el hecho de que al caer la URSS, al rededor del mundo, infinidad de movimientos populares, obreros y campesinos perdieron un referente histórico (político, ideológico, económico, cultural) que estructuralmente les animaba a construir formas de mundo distintas de las que el excepcionalismo estadounidense promovía por todas partes del planeta. Y es éste, precisamente, el problema que ahora mismo no se está discutiendo, pero que la muerte de Gorbachov permite recuperar como preocupación política-intelectual vigente. ¿En qué sentido es esto posible?

Para empezar, quizá primero habría que comprender que, al emerger como potencia hegemónica desde el final de las dos contiendas bélicas que sumieron en la miseria a los pueblos de Europa (1914-1945), Estados Unidos buscó, sin conseguirlo, generalizar cierto grado de restricción de las capacidades bélicas de prácticamente todas las naciones del mundo como un desafío —dadas las nuevas tecnologías de destrucción masiva que la guerra había dejado tras de sí—, del que dependía no sólo la seguridad del propio pueblo estadounidense, sino, asimismo, su existencia como nación, como territorio, como Estado y régimen político. Que nunca lograra conseguir la constricción de desarrollos militares de otros Estados se debió, sobre todo, a que el argumento principal del gobierno estadounidense fue adoptado por otros gobiernos para emplearlo en contra de las pretensiones monopólicas de Estados Unidos en materia de desarrollos nucleares. Eso explica, de hecho, las concesiones que éste tuvo que hacer a potencias aliadas sobre la marcha, otorgándoles un respaldo explícito a sus propios programas nucleares, lo que al final diversificó (no muy ampliamente) la posesión de armas de destrucción masiva.

La Unión Soviética, en esta línea de ideas, desde entonces y hasta nuestros días, en Occidente se piensa, ante todo, como un problema casi exclusivamente de tipo geopolítico, en el sentido de que, debido a su poderío nuclear, la URSS sería capaz de aniquilar a sus enemigos si así se lo propusiese (es éste el fundamento sobre el cual se edificó la entera arquitectónica de la lógica de la guerra fría). El problema es, no obstante lo anterior, que, históricamente, este desafío ha sido pensado como el correlato de aquel otro identificado con la ideología supuestamente socialista y/o comunista del régimen soviético (subordinándolo, de hecho, a una supuesta perversidad innata de las ideologías que se identificaban cómo originadas, tributarias o deudoras de la crítica de la economía política hecha por Marx) cuando en realidad debería de ser pensado dentro de los márgenes de autonomía relativa del que gozaba, por lo menos para comprender lo que en estas líneas resulta fundamental señalar: que la URSS nunca supuso una amenaza sistémica ni a la hegemonía estadounidense ni, mucho menos, al desarrollo del capitalismo en el mundo.

Y es que, en efecto, uno de los peores lastres que siguen pesando, hasta el presente, sobre las espaldas del pensamiento marxista, en general; y sobre los hombros de sus formulaciones socialistas y/o comunistas en el ámbito de la política, en particular; es aquel al que dieron origen, por un lado, el discurso anticomunista de las naciones atlánticas; y, por el otro, las interpretaciones que el estalinismo (y sus herederos) dieron al discurso crítico de Marx, despojándolo de toda su radicalidad crítica para refuncionalizarlo al servicio de los intereses políticos creados por el propio Stalin y sus personeros. Es decir, aunque es innegable el aspecto bélico (geopolítico) de la relación entre el bloque soviético y el occidental, lo que hasta ahora sigue sin quedar medianamente claro para la mayor parte de la población a ras de suelo, alrededor del mundo, es el hecho de que, a lo largo de su historia posterior a la muerte de Vladímir Ilich Uliánov (Lenin), la URSS en realidad no fue un proyecto socialista desde ningún punto de vista, de acuerdo con los  criterios mínimos generales de lo que tradicionalmente se ha considerado como el socialismo científico (o comunismo, por oposición al socialismo utópico teorizado por personajes como Saint-Simon, Fourier, Sismondi, Cabet, Owen, Blanqui, Louis Blanc y tantos otros).

De hecho, en estricto sentido, luego de la muerte de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili (Stalin), la URSS nunca llegó a ser ni mucho más ni mucho menos que una variante (euroasiática, si se quisiere) de lo que en el resto del mundo se conoció como welfare state (Estado de bienestar, Estado benefactor, New Deal, Desarrollo Estabilizador, etc.,); es decir, un Estado social encargado, en mayor o en menor medida, según sea el caso, de ofrecer ciertos niveles de redistribución de la riqueza entre sus ciudadanos para garantizarles un mínimo de bienestar en su vida cotidiana.

El tema de fondo acá es que una añejísima y pronunciada ignorancia respecto de la tradición del pensamiento socialista en Europa (y en este caso también en Asia) ha conducido a que, a lo largo de los años, y sobre todo durante el siglo XX, se instaurase en el sentido común de millones o miles de millones de personas la idea de que lo que comenzó a existir en el territorio ruso desde 1917 y hasta 1921 es exactamente la misma clase de fenómeno político, económico y cultural que aquello que se observó en el desarrollo de la Unión Soviética del estalinismo (entre 1922 y 1952) o que entre estos dos periodos de desarrollo de la URSS y lo que siguió a la muerte de Stalin, hasta 1991, no existe diferencia alguna, como si la historia de la Unión Soviética hubiese sido siempre la misma, desde su origen en los albores del siglo XX y hasta su desmoronamiento, en el ocaso de esa misma centuria.

Prestidigitaciones historiográficas de este tipo son, de hecho, lo que explica, en gran medida, que hasta la fecha se siga pensando (incluso por militantes supuestamente de izquierda) que el régimen de sistemático terror político generalizado y de aguda explotación económica que significó el extenso periodo de dominio personalista de Iósif Stalin era, en algún sentido, socialista, comunista o, peor: marxista, cuando en realidad, por mucho que Stalin tuviese un pasado marxista (¿y leninista?) y por mucho, además, de que durante su dominio político de la URSS se valiese de una interpretación propia (supuestamente realista, de realización de un socialismo en un solo país) de la herencia de pensamiento inaugurada por Marx, en los hechos, en la vida política, cultural y económica cotidiana de las personas, el estalinismo no fue sino la contrarrevolución declarada al propósito que originalmente se persiguió en la geografía de la Unión entre 1917 y 1921.

De ahí proviene, precisamente, el interés político-intelectual que tiene la tarea de discutir el peso histórico de la figura de Gorbachov a propósito de su fallecimiento y del tratamiento mediático que este exmandatario soviético ha recibido en Occidente. Y es que, en última instancia, no debe de perderse de vista que las loas que se le dedican con tanta efusión y/o solemnidad en la prensa de esta región del mundo se deben menos a esa supuesta voluntad de hacer del mundo un lugar más seguro, sin la amenaza permanente de la guerra nuclear, que al hecho de que fue él quien tuvo la voluntad de despojar a la URSS de los ya de por sí reducidísimos márgenes de autonomía relativa con los que contaba la Unión en diversas áreas de su desarrollo nacional.

Por eso, además, no debe perderse de vista que uno de los debates más importantes que deberían de suscitar eventos coyunturales como éste (aunque sea utilizándolos apenas como pretextos para reinscribir la discusión de fondo en el debate público internacional) es aquel que tiene como necesidad fundamental replantearse el rol que jugó la Unión Soviética en el sostenimiento no sólo de la hegemonía estadounidense en escala global sino, asimismo, el papel fundamental que jugó en el alargamiento del periodo de vida del capitalismo en su etapa más profundamente desarrollista y bienestarista. Después de todo, aunque es verdad que al interior de la URSS las políticas sociales implementadas lograron sostener al grueso de su población en niveles de bienestar material en muchos casos equiparables a los del Estado benefactor de tipo europeo o latinoamericano, en materia de política exterior, la URSS se caracterizó, en todo momento, por una actitud orientada al sometimiento, la constricción, la represión abierta o la contención de estallidos sociales de mayor calado alrededor del mundo, aunque de manera particular en aquellas sociedades que, de acuerdo con la lógica de las conferencias de Potsdam y Yalta, quedaban circunscritas a la esfera de influencia soviética.

A lo largo del siglo XX, después de todo, nunca fueron azarosos los conflictos que se suscitaron entre movimientos democráticos populares, nacional-revolucionarios o anticolonialistas emergentes (en la mayor parte de África y el Sudeste Asiático, así como en algunas partes de América Latina), por un lado; y la línea partidista que la URSS en todo momento buscó imponer ahí en donde alguna revolución social demasiado ambiciosa estallaba, amenazando con poner en peligro los frágiles equilibrios de poder que sostenían el reparto del mundo entre las grandes potencias. Muertes como la de Gorbachov, en este sentido, son un gran pretexto para replantearse que, más allá del desafío geopolítico que suponía la URSS para Occidente, la verdadera paradoja del rol histórico del sovietismo era que éste no era un verdadero peligro en sí mismo, ni siquiera cuando, desde la óptica occidental, parecía esparcirse y contaminar a otras sociedades (Europa del Este, Corea, China, Vietnam, Laos, Camboya, Cuba…), sino que, interpretando lo que ocurría dentro de la Unión, otros muchos proyectos de emancipación política, económica y cultural a lo largo y ancho del mundo iban mucho más lejos que las reivindicaciones de tipo welfare state que la URSS había conquistado para sí misma y para la enorme y diversa población que habitaba dentro de sus fronteras.

Revaloraciones históricas así, además, contribuirían, en tiempos de guerra, a clarificar en la conciencia de millones o miles de millones de personas por qué acusar a la Rusia contemporánea de ser un nuevo proyecto imperial comunista no sólo es aceptar una contradicción lógica como una afirmación verdadera sino, asimismo, es invertir por completo escalas de valores y proposiciones éticas, políticas, económicas e ideológicas para calificar de izquierda aquello que, a todas luces, es de derecha. Y es que, por muy antiestadounidense que sea esa derecha en el plano de las relaciones interestatales, eso no la convierte en una alternativa de izquierda: como pretenden hacer aquellos y aquellas izquierdistas que, sólo por ver al excepcionalismo estadounidense sufrir una nueva derrota, cobijan al conservadurismo de Putin con los ropajes de la izquierda.

¡Sirvan, pues, los homenajes póstumos dedicados a Mijaíl Gorbachov para revalorar, sin pedanterías historiográfico-revisionistas un siglo de imposturas intelectuales en el seno de las izquierdas globales!

Ricardo Orozco, internacionalista y posgrado en Estudios Latinoamericanos, UNAM. @r_zco

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