Así como los ciudadanos de a pie identifican a los políticos como el principal problema de México, así también, y como consecuencia de lo anterior, identifican a la corrupción como la bestia negra que absorbe y manipula los recursos públicos que provocan la pobreza y la desigualdad. Política y corrupción parecen así ser palabras intercambiables, […]
Así como los ciudadanos de a pie identifican a los políticos como el principal problema de México, así también, y como consecuencia de lo anterior, identifican a la corrupción como la bestia negra que absorbe y manipula los recursos públicos que provocan la pobreza y la desigualdad. Política y corrupción parecen así ser palabras intercambiables, agujeros negros que atraen todo lo que los rodea para desaparecerlos del universo. Sin embargo, al igual que como señalaba Arsinoé Orihuela en su artículo «La Antipolítica: un fenómeno propagandística neoliberal» el desprestigio de los políticos y de la política funciona como una pantalla para ocultar a los poderosos, a esos que están por encima de las ideologías y de los políticos.
Con esto no se quiere exentar a los políticos de su responsabilidad en el fortalecimiento de la corrupción y de la antipolítica. No se puede ignorar el hecho de que, a pesar de no tener el poder de las grandes corporaciones internacionales, el estado posee suficientes facultades para favorecer o dificultar la acumulación de capital a los empresarios. El conflicto entre Carlos Slim y Emilio Azcárraga es una muestra de ello. Pero al igual que la idea de que los políticos son la causa principal de los problemas de nuestro país, la idea de que la corrupción es el proceso que nos tiene sumidos en la pobreza oculta el hecho de que la corrupción no es el combustible que hace que funcione la máquina sino sólo su lubricante.
De acuerdo con los expertos en estos temas, la corrupción es sólo la punta del iceberg, la dimensión visible, mientras que el tráfico de influencias representa la mayor parte pero oculta bajo las aguas. La corrupción se puede medir toda vez que se alimenta del presupuesto definido por el Congreso, ya sea por desvío de recursos para campañas políticas o por simple robo; en cambio el tráfico de influencias es mucho más difícil de calcular ya que no opera con recursos asignados formalmente sino con recursos privados, utilizados para manipular licitaciones, concesiones y hasta manufactura de leyes y reglamentos.
La relación entre corrupción y tráfico de influencias es inevitable: se utilizan recursos privados para ganar una licitación para construir carreteras pero luego, y como forma de recuperar la ‘inversión’, los materiales que usa para la construcción no son de la calidad esperada y el funcionario a cargo simplemente se hace de la vista gorda. Del presupuesto autorizado para la obra, el empresario recorta el pago de las ‘comisiones’ para lograr los rendimientos esperados.
Y aquí aparece la pregunta: ¿A quién le conviene la corrupción? ¿Quiénes son sus principales beneficiarios? Si lo vemos de manera simplista la respuesta apuntaría a los políticos, que se dejan manipular por los dueños del dinero para embolsarse parte del botín, pasando por alto que la parte del león es para el gran capital. Son ellos los que se beneficiarán de los permisos para explotar los recursos naturales, la construcción de edificios públicos, carreteras, puentes, escuelas. Son ellos además los que se ocultarán atrás de los políticos para mantener sus privilegios y sus ganancias. Y efectivamente, son ellos los que gracias a su poder -materializado por ejemplo en la propiedad de los medios de comunicación- una y otra vez dirigirán los reflectores hacia los políticos y la política cuando surja un escándalo. Son ellos los que impulsarán la idea de que la educación superior debe formar ciudadanos emprendedores y no aspirantes a empleados, mucho menos individuos críticos y capaces de darse cuenta de lo que hay detrás de la pantalla de la antipolítica.
La corrupción y el tráfico de influencias le conviene sobre todo a las grandes corporaciones internacionales y sus socios, que por medio del cabildeo y otras formas menos ‘elegantes’ imponen a punta de billetes su parecer en la creación de leyes y reglamentos, en la definición de las tasas fiscales, en el diseño de los planes de estudio en todo el sistema educativo y un largo etcétera. En general, los políticos simplemente operan en favor de esos intereses y se benefician con las migajas. Pero no será sino a través de la política que esta situación puede controlarse. Revalorar la política y darle su lugar en la resolución de los problemas de la sociedad no sólo representa la posibilidad de que la población se organice para defender sus intereses, al margen de falsos ídolos y paraísos futuros, sino sobre todo la oportunidad de combatir a la antipolítica y sus socios, la corrupción y el tráfico de influencias.
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