«La humanidad está aquejada de una ceguera mortal. Solo es capaz de advertir órdenes inferiores. Ante los órdenes superiores es tan ciega como los bacilos» (Byung-Chul Han)
Verdad: «Conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente». Tal la definición que propone la Real Academia Española. En lugar de «conformidad» en otros sitios se lee «adecuación», «coincidencia», «correspondencia», «concordancia». Es la tradicional definición de verdad, y se la debemos a santo Tomás de Aquino. Después de él, Kant y la imposibilidad de acceder a una verdad absoluta, Nietzsche (» todo el material sobre el que trabajan y construyen quienes se ocupan de la verdad -el investigador, el filósofo- proceden, si no directamente de castillos en las nubes, de ningún modo de la esencia de las cosas»), Freud (lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real, tan desconocido como la realidad del mundo exterior, tan inaprehensible a nuestra conciencia como el mundo exterior a nuestros órganos sensoriales) y otros que tomaron distancia de la conceptualización del santo. Pero la suya es la concepción imperante.
Hoy, la verdad está en crisis. Adquirimos una noción de la real dimensión del problema cuando advertimos que la cohesión social es inconcebible sin la argamasa que es la verdad, esa construcción social que hace posible la convivencia humana. No es cuestión que solo deba ocupar a los filósofos la que enciende alarmas en relación con la vida en comunidad.
Aquí, desde donde escribo, el candidato a presidente no se privó de recurrir en sus manifestaciones a la falsedad, la simplificación de las ideas y su selección arbitraria, los falsos dilemas y asociaciones, el maniqueísmo… y resultó electo con más del 55 % de los votos. Contaba con importantes colaboradores: las redes sociales y los medios de comunicación. Por entonces, amplios sectores sociales cuyas necesidades y expectativas venían siendo desatendidas formaban parte de un panorama social complejo. Configuración fértil esta para el voto de grupos más o menos numerosos contra sus propios intereses y la emergencia de regímenes fascistoides. Aunque nada de esto se comprende adecuadamente sin hacer hincapié en la subordinación de las dirigencias a los intereses privados. El sostenimiento del statu quo requiere sacrificar la verdad. Coinciden distintos pensadores en afirmar que se ha socavado la distinción entre la verdad y la mentira, que no interesa la verdad y, peor aún, que se ha perdido el impulso, la voluntad de verdad (Byung-Chul Han): en su lugar, el autismo dogmático de las tribus digitales movido por la creencia y la emocionalidad. Los hechos, aunque irrefutables, no importan: lo que interesa es la interpretación que acerca de ellos pueda llegar a imponerse. Desaparecido ese «mundo común», ese denominador común al que referir nuestras acciones, nuestros deseos, nuestra humanidad queda expuesta a la intemperie en la que impera la voluntad del más fuerte. La crisis de la verdad trae aparejada la crisis de la sociedad. El impacto de las tecnologías digitales, el big data, la Inteligencia Artificial, es inocultable; no se limita a la aspiración de dar forma a determinado espacio de la actividad humana, como el de las empresas por ejemplo, sino que va mucho más allá: se propone dar forma a la sociedad misma. Se impone la necesidad de reflexionar también acerca del tipo de ser humano involucrado en semejante designio.
El comienzo puede ser amable, una amigable propuesta del tipo: «la IA colaborativa de Google nos ayuda a darle forma a nuestras ideas y proyectos». Pero lo que hay detrás de esta afirmación es el proceso por el cual el hombre termina delegando en las tecnologías digitales la evaluación de los fenómenos, la decisión sobre las acciones a tomar y su ejecución. Entonces ¿panacea o fruto envenenado? Porque ese ponerlo todo en manos de las tecnologías digitales -tal parece ser la tendencia- compromete aspectos inalienables de la condición humana, dado que» aniquilando el tiempo humano de la comprensión y de la reflexión privando a los individuos y a las sociedades de su derecho a evaluar los fenómenos y de dar (o no) su consentimiento, se opera una privación de su derecho a decidir libremente el curso de su destino» (Eric Sadin, «La inteligencia artificial o el desafío del siglo»).
El procesamiento de enormes cantidades de datos, la rapidez y eficacia atribuidas a las tecnologías digitales en la realización de las operaciones antedichas les confiere el halo de ser portadoras de «la verdad». Pero debería quedar claro que esta nada tiene que ver con la verdad entendida como construcción social, aunque sí con intereses privados, que Eric Sadin no se abstiene de señalar: «una alianza entre poderes industriales y económicos, políticos, parte del mundo universitario y científico y grupos de influencia». Depredar la naturaleza, devorar los cuidados y canibalizar el Estado son rasgos propios del capitalismo más avanzado.: Nancy Fraser ha sido clara, «el poder público ha sido vaciado». Es el asalto al Estado por el Capital, y es un interesante ejercicio reparar en este fenómeno y en qué contexto se inscribe. Básicamente, se trata de dejar en suspenso derechos y garantías consagrados, suspender la aplicación de la ley por la presión de cierto sector con el objetivo de eliminar obstáculos para el logro de sus propósitos por parte de dicho sector. La corrupción parece ser el hilo conductor.
Los ejemplos pueden ser muchos y variados. En el barrio, «zona liberada» significa el repliegue de las fuerzas del orden y dejar expuestos a los vecinos a acciones inadmisibles bajo el imperio de la ley; en otro plano, tenemos los «espacios controlados de pruebas» en el análisis que de ellos hace Félix Tréguer («La regulación en modo sandbox»), espacios liberados de normas aplicables (incluso las de protección de datos personales) para sacar al mercado nuevos productos; por último, quizás no resulte antojadizo vincular este fenómeno con el concepto de «tierras de sangre» acuñado por Henry Laurens, aplicado a zonas en conflicto en las que «Occidente» y sus valores humanistas se retiran y se hace cómplice del genocidio, como sucede en Palestina. Tal vez tampoco esté de más señalar que la claudicación ante el interés privado revelado por «los espacios controlados de pruebas» registra antecedente teórico en Carl Schmidt, que sentó las bases del ordenamiento jurídico que van a imponer los nazis y que, en cuanto a las «tierras de sangre», esos espacios tienen también antecedente en el accionar de los nazis en la Segunda Guerra Mundial, tan diferente en el Oeste de Europa que en el Este, donde cometieron atrocidades muchas y salvajes (Peter Harling, «Israel y el regreso de lo colonial reprimido»). Sin olvidar las denominadas «zonas de sacrificio», lugares con grave daño ambiental en los que los intereses privados, las ganancias, importan más que las personas y sus derechos.
Los hechos apuntados nos conducen necesariamente a repensar la condición humana en un presente que ha encendido todas las alarmas disponibles y un futuro que se oscurece más cada día. Sin lugar a dudas, existe una crisis civilizatoria y es innegable una mutación antropológica con varias décadas de maduración. En una especie de «tormenta perfecta» la crisis civilizatoria agita y arrastra economías en crisis, guerras y genocidios, multitudes de migrantes y vidas precarizadas, crisis ecológica y cambio climático, crac de instituciones y representación política, emergencia de regímenes autoritarios y rivalidades entre países, enormes transferencias de riquezas a muy pocas manos, etc.: hasta aquí nos ha llevado el actual patrón civilizatorio «antropocéntrico, patriarcal, colonial, clasista, racista» (Edgardo Lander, «Crisis civilizatoria»). El capitalismo sostiene estos rasgos y el fascismo los exalta; todos ellos aspectos de la mutación antropológica en curso.
Hoy asistimos a una contienda denodada entre corporaciones por el control de datos que a diario e incansablemente generamos a través de la videovigilancia, interacciones en redes, etc. La acumulación de datos personales para producir, para inducir la demanda de determinados productos incrementa las posibilidades de intromisión en la vida privada. La recolección masiva de datos digitales también facilitaría la automatización del control social. La política ya no sería importante, su lugar lo ocuparía un número restringido de «especialistas». Hoy existe la ilusión de tener a disposición los datos que permitirán el conocimiento de la sociedad como nunca antes, una sociedad calculable y controlable.
A las cimas representadas por los filósofos de la Antigüedad se arribó por el afán de saber, pero concebido como constitutivo de la condición humana. En Parménides, saber y saber ser hombre son equivalentes. Para él y para Heráclito, pensar consiste en el cumplimiento de la condición humana. Sócrates enseñaba que la virtud es conocimiento y el vicio ignorancia. Platón, que el auténtico poder está en la razón, el conocimiento y la verdad. Aristóteles fue encarnación del «puro afán de saber». Más allá de tal o cual sistema filosófico, en todos ellos subyace el impulso a la verdad. Pero los datos no nos proporcionan la verdad, la información no nos entrega conocimiento, la inteligencia artificial no razona. A la verdad y el conocimiento solo puede arribar «el individuo que actúa racionalmente» (Biung-Chul Han), el mismo que es dejado de lado por el big data y la IA. Es en extremo riesgoso conceder facultades extraordinarias a la digitalizacion, cuyo status no debería ir más allá de su condición de herramienta.
En la actualidad, la falta de la voluntad de verdad y de conocimiento crítico nos prepara para lo peor. El pensamiento agoniza y con él la misma condición humana. Entre las condiciones de posibilidad para el surgimiento de regímenes antidemocráticos, autoritarios, fascistas, está la ausencia de pensamiento crítico, de pensamiento, de voluntad de verdad. Lo que está en juego es la posibilidad de arrebatarle al Capital la condición de sujeto histórico, nada menos. En el pensamiento de la Grecia antigua, en los comienzos, a la reflexión en torno a los dioses sucedió la reflexión en torno a la naturaleza, y luego fue el hombre el que ocupó el centro de la escena (Sócrates), pero desde hace décadas, el foco parece venir desplazándose hacia sistemas más o menos complejos que no lo consideran «unidad básica de la racionalidad». El ser humano, sin voluntad de verdad, es como un barco sin timón. Sustraerse a ella es locura ¿Acaso no advertimos las señales de peligro que se multiplican?
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