En mi pueblo a veces lloran los santos. El primer día de este año se propagó velozmente de boca en boca que la imagen de la Virgen Dolorosa estaba llorando en el templo parroquial. Al parecer una señora, que esa noche la había soñado y había acudido al templo siguendo sus indicaciones, fue quien se […]
En mi pueblo a veces lloran los santos. El primer día de este año se propagó velozmente de boca en boca que la imagen de la Virgen Dolorosa estaba llorando en el templo parroquial. Al parecer una señora, que esa noche la había soñado y había acudido al templo siguendo sus indicaciones, fue quien se percató de las lágrimas. En una hora ya había una larga fila de devotos o curiosos, y en dos horas la fila de cientos de personas serpenteaba entre los bancos del gran templo colonial, muchas portando veladoras rojas, porque eso le había pedido la Virgen a la vidente en su sueño. Durante una semana, el llanto de la Virgen fue la comidilla del mercado y de las tiendas, de los transportes, de las calles y caminos. Sin anuncios de la radio, sin altavoces.
Hay que añadir que, en mi pueblo, como en todo el mundo, los santos suelen ser tristes y serios. En este mes de enero celebramos a los adustos Santos Reyes, al doliente Señor de Esquipulas, al asaeteado San Sebastián y al serio patrono del pueblo, San Pablo. Por otra parte, los antepasados y los difuntos familiares también se mantienen llorando y gritando, reclamando deudas pasadas.
El dolor convoca. Otro ejemplo: cada vez con más frecuencia bajan hacia el cementerio silenciosos cortejos fúnebres, más o menos nutridos según la cota de crueldad del crimen de turno, cuya noticia también ha sido anunciada, quedamente, de boca en boca. ¿Por qué estos rumores dolientes arrastran seguidores con mucha más eficacia y convencimiento que las estruendosas bocinas y anuncios de radio o televisión? Al final, quedan llorando los deudos, los difuntos, y, eventualmente, los santos, mientras la mayoría volvemos al negocio cotidiano.
Nos convoca sin ruido el dolor, pero no nos convoca la acción. Fácilmente nos juntamos para rezar y llorar, pero nunca para luchar. Descargamos la mayor parte del llanto que nos toca en los seres invisibles; incluso nuestras quejas y reclamos se los trasladamos a nuestros difuntos, para dedicarnos a tiempo completo a sobrevivir. Puede, incluso, que en el mejor de los casos, también nos dediquemos a mejorar la calidad de nuestra vida organizados en comunidad, pero, eso sí, siempre dentro del círculo de lo posible, un círculo por demás angosto, axfisiante. Dentro de él nos movemos cual víctimas del síndrome de la impotencia aprendida. Entonces, la mayor parte de los reclamos imposibles se la cargamos a los seres del más allá. Así, la justicia contra genocidas y contra criminales -de tatuaje, de traje o de uniforme-, la transparencia y honestidad de los funcionarios del estado, el respeto y la buena atención de nos deben, la correcta recaudación y utilización de nuestros impuestos para mejoras sociales (para calidad educativa, de salud, vivienda, transportes, seguridad ciudadana, para el cuidado de niños, enfermos y ancianos, o para la seguridad social), los sueldos dignos, el respeto a los idiomas mayas, la equidad con las mujeres… Todo, prácticamente todo, está al otro lado, más allá de este mundo nuestro, en el más allá de lo imposible. Y, por eso, se lo recomendamos a los santos y a los difuntos, que están más cerca del otro mundo que de éste. Después suspiramos y cerramos el asunto con una expresión muy chapina: ¡a ver qué dice Dios!
No nos convoca la acción porque entre ella y el dolor hay un sentimiento que nos falta, y que, desde siglos, está prohibido en nuestro pueblo: la cólera. Nos reprimimos la cólera hasta ignorar que la tenemos – en eso nos ganan los bolos, que sí la expresan- y es por lo mismo: ¿para qué enojarnos, si no vamos a lograr nada? Mejor, dejémoslo a Dios y a los santos…
Pero, cólera da que, a los pocos días del bombazo que en un trasporte público causó extremo dolor a tantos heridos, y, hasta ahora, nueve muertos, y nos llenó de consternación, casi el único esfuerzo del Estado haya consistido en perseguir a los pandilleros extorsionistas y acompañar emocionalmente al destrozado señor Jorge Efraín Coc, quien perdió a su esposa y sus tres hijos en el atentado. Un acompañamiento profusamente divulgado -en los medios hemos visto y escuchado a la psicóloga encargada, al vicepresidente ofreciendo trabajo, a algún grupo religioso invocando a su Dios sobre el asunto, y al propio embajador de los USA abrazando tiernamente al taxista atormentado- todo para propiciar una catarsis social, y, por supuesto, distraer la atención de los verdaderos nudos estratégicos del problema de la violencia: las mafias articuladas con funcionarios del Estado -del ejército, del congreso, del organismo ejecutivo y del judicial- que, directa o indirectamente, se lucran con ella.
Cólera, porque ése y otros muchos crímenes deberían haber provocado, ya hace años, otras tantas crisis de gobierno donde hubieran caído desde presidentes, hasta generales, ministros y diputados… ¿Y no ven que en el congreso ya da por hecho que las leyes urgentes que con ansia estamos esperando, precisamente para controlar la violencia -¿para cuándo las reformas y el reglamento de la ley de Armas y Municiones?-, tendrán que esperar sin duda a otro gobierno porque los padres de la… patria van a dedicarse a tiempo completo a lograr su reelección en la inminente campaña electoral? (Prensa Libre, 10/01/11, pg. 10) ¡Ah! ¡Qué cólera!
Cólera da que nos restreguen en la cara el heroísmo del señor Coc porque ha decidido renunciar al suicidio, perdonar a los criminales y entregar su vida a Dios, y nos recuerden de paso, una vez más, que -¡uf!- tenemos que perdonar… y seguir tragándonos bocanadas de nuevas cóleras por la irresponsabilidad criminal de los diputados que retrasan leyes vitales para la seguridad ciudadana.
¿Qué altos personajes de dentro y fuera del país tendrán sus sucias manos metidas en negocios de armas y narcotráfico, utilizando para ello a pandilleros tatuados? ¿Por qué los funcionarios del Estado, a quienes nosotros hemos puesto ahí, no desenmascaran a esas mafias? ¿Cuándo escucharemos a esa gente pedir perdón por su mortífera irresponsabilidad, por su omisión de justicia, ante la violencia que nos tiene temblando? ¿Y qué decir del Ministerio de Gobernación que, en esos mismos días del bombazo, renunciaba a 185 millones, tan necesarios para equipar a la policía nacional civil, para transferirlos al programa Mi Familia Progresa que mantiene cautiva a la clientela electorera del partido de gobierno? ¡Qué cólera!
Así se entiende por qué, en mi pueblo, la gente está atenta a los santos que lloran, y allá acude con su cólera profunda, tratando de domesticarla con veladoras encendidas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.