«Durante mucho tiempo, proletario fue el nombre, no de un grupo social determinado, una categoría, una parte del todo, sino precisamente de «la parte de los sin parte», la perturbación del mapa de lo posible, un espacio de subjetivación donde cualquiera podía contarse, incluido Blanqui. Proletario fue un nombre de la política» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71417&titular=la-sombra-de-una-huelga-). Queda claro […]
«Durante mucho tiempo, proletario fue el nombre, no de un grupo social determinado, una categoría, una parte del todo, sino precisamente de «la parte de los sin parte», la perturbación del mapa de lo posible, un espacio de subjetivación donde cualquiera podía contarse, incluido Blanqui. Proletario fue un nombre de la política» (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=71417&titular=la-sombra-de-una-huelga-).
Queda claro que en el punto de mira de Savater está la categoría marxiana de proletariado, pues para Marx el proletariado es precisamente «un grupo social determinado, una categoría, una parte del todo»: una clase social claramente definida. No sabemos a qué tiempo se refiere Savater, puesto que no lo dice. Pero me voy a permitir decir justamente lo contrario de lo que él afirma: Durante mucho tiempo, proletariado fue el nombre de una parte de la sociedad, de una clase social definida por carecer de la propiedad de los medios de producción y por verse obligada a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario, para subsistir; asimismo, el proletariado fue el nombre de una clase social en contraposición a otra, la clase capitalista. El nombre «proletariado» significa precisamente esta carencia de propiedad (el proletariado es la clase cuya única propiedad es su prole). Pero no es la carencia de toda propiedad lo que define a esta clase, sino la carencia de la propiedad de los medios de producción. Un trabajador asalariado puede ser propietario de una casa, un coche y un perro, a parte de su descendencia, sin por ello dejar de ser un trabajador asalariado, ni de pertenecer a la clase asalariada. Señalemos, de paso, que la denominación más exacta para la clase a la que nos referimos no es la de «proletariado», ni la de «clase obrera» o «clase trabajadora», sino la de clase asalariada. Pero la clase asalariada no sólo no ha desaparecido con el tiempo, sino que se ha ampliado hasta ser la clase social mayoritaria a nivel mundial. Lo que ha ocurrido ha sido lo contrario de lo que relata Savater: que la categoría de «proletariado» ha sido rechazada, al menos en el primer mundo y por un sector de la propia clase asalariada primermundista, que prefiere denominarse «clase media». Las razones de este rechazo no hay que buscarlas sólo en el campo de la lucha ideológica, sino, ante todo, en el propio desarrollo del capitalismo. Ya Marx y Engels advirtieron sobre la aparición de una aristocracia obrera en los países capitalistas más desarrollados, y Lenin la identificó como la fracción de la clase obrera que sirve como base a la socialdemocracia (sobre la categoría de «aristocracia obrera», ver: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=63224). En España, por ejemplo, en los últimos años muchos asalariados han creído dejar de serlo sólo por haber pasado a ser propietarios de una casa, un coche,… La actual crisis se encargará de recordarles el significado del nombre «proletario»… «Amas de casa, parados, trabajadores temporales, sumergidos, autónomos, emigrantes», son presentados por Savater como una serie de colectivos que escaparían a la clasificación. Pero, de todos ellos, sólo los autónomos caen fuera, en parte, de la clase obrera.
La propuesta de huelga que defiende Savater no me parece lo fundamental de su artículo, sino sólo una ocasión que éste toma para ejemplificar la teoría de Rancière, así que nos ahorraremos la discusión de aquella. En cambio, vamos a escoger una obra reciente de este autor para discutir, brevemente, su teoría política y, en concreto, su teoría de la democracia: «El odio a la democracia» (Amorrortu, 2006).
Vayamos primero al punto en el que Rancière hace su distinción entre política y policía: «Hay modelos de gobierno y de prácticas de autoridad basados en tal o cual distribución de lugares y de competencias. Esta es la lógica que, por mi parte, he propuesto pensar bajo el término policía» (p. 71). «Un poder político significa, en última instancia, el de quienes no tienen razón natural para ser gobernados» (p.72). Pero vamos a centrarnos en la concepción de la democracia de Ranciere, puesto que es ahí donde encontramos las tesis de Rancière que Savater repite, y que constituyen lo fundamental de su artículo. Rancière introduce el tema haciendo referencia a la lista de principios o «títulos» políticos que recoge Platón en el libro III de Las Leyes: la paternidad, la vejez, el señorío, el nacimiento, la «ley de la naturaleza» o la fortaleza, la sabiduría y, por último, «el título de autoridad que lleva el nombre de «amado por los dioses», la elección del dios azar, el sorteo, que es el procedimiento democrático» (p. 62). A partir de aquí, Rancière centra su concepción de la democracia en el procedimiento democrático del sorteo: «Pues bien, el único que queda es el título anárquico, el título propio de aquellos que no tienen más título para gobernar que para ser gobernados» (p.70). «El escándalo de la democracia, y del sorteo, que es su esencia, es revelar que ese título no puede ser sino la ausencia de título; que, en última instancia, el gobierno de las sociedades no puede descansar más que en su propia contingencia» (p. 80). Pasaremos por alto algunas observaciones del autor acerca del procedimiento del sorteo que nos parecen acertadas, por ser otro el motivo de este artículo. Tampoco se trata de hacer aquí una crítica de la teoría política de Rancière, sino sólo de aquellas afirmaciones de Ranciere que Savater repite: «Éste es el principio paradójico que se presenta cuando el principio del gobierno se separa del de las diferencias naturales y sociales, es decir: cuando hay política» (…) «la condición para que un gobierno sea político es que esté fundado en la ausencia de título para gobernar» (p. 67). «El poder del pueblo no es el de la población reunida, el de su mayoría o el de las clases trabajadoras. Es simplemente el poder propio de quienes no tienen más título para gobernar que para ser gobernados» (p. 71).
La operación de Rancière puede resumirse en dos pasos: primero, hacer del sorteo el procedimiento fundamental y propio de la democracia: el «principio anárquico» de la democracia; segundo, concebir la democracia, no como un régimen político, sino como el fundamento de todo régimen político, es decir, como «democracia fundamental». La concepción de Rancière tiene la ventaja de incidir en la importancia del procedimiento democrático del sorteo, y contiene, como hemos dicho, algunas observaciones acertadas al respecto. Pero esta consideración exclusiva del sorteo como el «principio anárquico» de la democracia le conduce, en primer lugar, a la desconsideración de otros procedimientos democráticos, como los procedimientos asamblearios, la temporalidad, la rotación y la revocabilidad de los cargos, etc. En segundo lugar, le conduce al rechazo del concepto mismo de la democracia como «gobierno del pueblo» (o, algo más propiamente, como «poder del pueblo»), esto es: como un régimen de clase, como una forma de Estado, es decir, de dominio de una clase sobre otra. La noción indefinida de «pueblo» no debe ocultarnos que la democracia ha sido, históricamente, un régimen de clase: el «pueblo» era, en la antigua Atenas, la clase de los varones, hijos de atenienses, propietarios libres; mujeres, esclavos y extranjeros no tenían derechos de participación política en la democracia ateniense. (El procedimiento del sorteo, dicho sea de paso, tenía, precisamente, la función de asegurar el carácter de clase del régimen). Tomando un ejemplo moderno, la democracia soviética fue, en sus inicios, también un régimen de clase: una democracia, en este caso, obrera.
Pero, en el fondo, la cuestión que venimos tratando forma parte del viejo debate entre anarquismo y marxismo. La cuestión política central de la vieja polémica es la de los medios para llegar al comunismo, es decir, en términos marxianos, la cuestión del socialismo. Pero a la base de esta cuestión está la teoría social: económica, histórica y política (incluso antropológica) de ambas doctrinas. Las diferencias pueden verse, sobre todo, en torno a la teoría del Estado. Tanto para el anarquismo como para el marxismo, el comunismo implica la desaparición del Estado. Pero para el marxismo es necesario, entre el capitalismo y el comunismo, un período de transición, el socialismo, conducido por un Estado obrero bajo la forma de una dictadura del proletariado, es decir, de una democracia obrera. Las razones de la necesidad de este Estado son las siguientes: Para llegar al comunismo, es decir, a la sociedad sin clases, es necesario vencer la resistencia de la clase capitalista a dejar de existir como clase. Sólo la clase asalariada puede conducir, a través de su Estado, al comunismo, puesto que es la clase mayoritaria en la sociedad capitalista y, junto con ello, porque es la única que no perdería nada, sino que ganaría, con la socialización de los medios de producción (por ello el Estado socialista debe ser un Estado obrero). La forma del Estado obrero debe ser la democracia obrera, puesto que la democracia es el régimen político consistente en el dominio de una clase (en este caso mayoritaria), en su conjunto, sobre otra. (Sobre la democracia, ver: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=64447).
El artículo de Savater se dirige, especialmente, contra la posición marxista que afirma que la clase obrera es el sujeto político que puede superar el capitalismo. Según él, este sujeto político no es la clase asalariada, sino… «cualquiera». Esta idea la toma Savater de la teoría política de Rancière (de raíz anarquista). Pero Savater no ofrece argumento alguno en su artículo en contra de la posición marxista, ni expone mínimamente la teoría política de Rancière. Por ello he querido criticar la teoría de éste último, y recordar lo esencial de la argumentación marxista sobre el tema.