El terapeuta se encuentra con el drama de mujeres que han abortado. Como religioso, recurren a mí las que, ante una preñez indeseada, sufren la angustia de la duda. Raramente vienen acompañadas por sus compañeros, lo cual es un síntoma preocupante. En pleno siglo 21 cuestiones serias como el aborto son todavía consideradas tabús. Lamento […]
El terapeuta se encuentra con el drama de mujeres que han abortado. Como religioso, recurren a mí las que, ante una preñez indeseada, sufren la angustia de la duda. Raramente vienen acompañadas por sus compañeros, lo cual es un síntoma preocupante.
En pleno siglo 21 cuestiones serias como el aborto son todavía consideradas tabús. Lamento las dificultades que la Iglesia Católica impone a esta discusión. Si la teología es el esfuerzo de aprehensión racional de las verdades de fe, el teólogo tiene el deber de mantenerse abierto a todos los temas que atañen a la condición humana, sobre todo si incluyen implicaciones morales.
Aunque soy contrario al aborto, admito su despenalización en ciertos casos y soy favorable al más amplio debate, pues se trata de un problema real y grave que afecta a la vida de miles de personas y deja secuelas físicas, síquicas y morales.
A lo largo de la historia la Iglesia nunca llegó a una postura unánime y definitiva. Osciló entre condenarlo radicalmente o admitirlo en ciertas fases de la gestación. Tras esa diferencia de opiniones se sitúa la discusión acerca de en qué momento el feto puede ser considerado ser humano. Hasta hoy ni la ciencia ni la teología tienen la respuesta exacta. La cuestión permanece abierta.
San Agustín (del siglo 4º) admite que sólo a partir de los cuarenta días después de la fecundación se puede hablar de persona. Y santo Tomás de Aquino (del siglo 13) reafirma que no se reconoce como humano el embrión que todavía no ha cumplido los cuarenta días, que es cuando le es infundida el ‘alma racional’.
Esta posición quedó como doctrina oficial de la Iglesia Católica a partir del concilio de Trento (en el siglo 16), aunque fue contestada por teólogos que, basados en la autoridad de Tertuliano (del siglo 3º) y de san Alberto Magno (del siglo 13), defendieron la hominización inmediata, o sea que desde la fecundación se trata de un ser humano en proceso. La discusión se cierra oficialmente con la encíclica Apostolica Sedis (1869), en la que el papa Pío 9º condena toda y cualquier interrupción voluntaria del embarazo.
En el siglo 20 se introdujo la discusión entre aborto directo e indirecto. Roma pasó a admitir el aborto indirecto en caso de embarazo tubario o de cáncer en el útero. Pero no admite el aborto directo ni siquiera en caso de estupro.
Bernhard Haering, uno de los más renombrados moralistas católicos, admitió el aborto cuando se trata de preservar el útero para futuras gestaciones o si el daño moral y sicológico causado por el estupro imposibilita el aceptar el embarazo. Es lo que la teología moral denomina ignorancia invencible. Ni la Iglesia tiene el derecho a exigir siempre de sus fieles actitudes heroicas.
Roma está contra la despenalización del aborto basándose en el principio de que no se puede legalizar algo que es ilegítimo e inmoral: la supresión voluntaria de una vida humana. Sin embargo la historia demuestra que no siempre la Iglesia lo aplicó con el mismo rigor a otras esferas, pues defiende la legitimidad de la ‘guerra justa’ y de la revolución popular en caso de tiranía prolongada e inamovible por otros medios (Populorum Progressio). Se trata del principio tomista del mal menor. Y en muchos países la Iglesia aprobó la pena de muerte para los criminales.
Aunque la Iglesia defienda la sacralidad de la vida del embrión en potencia, a partir del momento de la fecundación, ella nunca comparó el aborto al crimen de infanticidio ni prescribió rituales fúnebres o el bautismo in extremis para los fetos abortados…
Es necesario encarar con seriedad las razones que inducen a una gestante al aborto. La opción de abortar es moral y política. Puede ser encarada desde el ángulo del poder del más fuerte sobre el débil. Tan débil que pueden encontrarse justificaciones científicas para negarle el título de humano. Para la genética el feto es humano a partir de la segmentación. Para la ginecología-obstetricia desde la anidación. Para la neurofisiología sólo a partir de la formación del cerebro. Y para la sicosociología cuando se da una relación personalizada. En resumen, el feto es una especie de subproletariado biológico: tan reducido a su impotencia que no puede siquiera rebelarse ni protestar.
En muchos casos de aborto el feto paga las consecuencias del rechazo que la mujer siente por el hombre que la fecundó o por los prejuicios que la atemorizan y la vuelven tan esclava de conveniencias sociales que, paradójicamente, decide extraerlo en nombre de su supuesta libertad. Libertad que teme y de la que huye cuando se trata de admitir una relación adúltera, de aceptarse como madre soltera o de exigir a su pareja, aunque esté casado con otra mujer, que se reconozca como padre ante la evidencia de una vida que viene.
Hay hombres que, enfrentados a una inesperada preñez, reaccionan con una indescriptible cobardía, como si el problema fuera únicamente de la mujer. Y hay mujeres condescendientes con la omisión masculina, a veces por tener que elegir entre el feto y el afecto…
Comparto la opinión de que desde la fecundación ya hay una vida con destino humano, y por lo tanto histórico. En la óptica cristiana la dignidad de un ser no se deriva de lo que es sino de lo que puede llegar a ser. Por eso el cristianismo defiende los derechos inalienables de los situados en el último peldaño de la escala humana y social.
El debate acerca de si el ser embrionario merece o no reconocimiento de su dignidad no debe inducir al moralismo intolerante, que ignora el drama de mujeres que optan por el aborto por razones que no son de mero egoísmo o conveniencia social. Se trata de mujeres muy pobres que, objetiva y subjetivamente, no tienen condiciones para hacerse cargo del hijo; de prostitutas que dependen de sus cuerpos para sobrevivir y dar de comer a quienes dependen de ellas; de parejas que se enfrentan a un embarazo imprevisto que podría desestabilizar su vida conyugal y familiar; de mujeres mentalmente enfermas, incapacitadas para cuidar de una criatura; o que se embarazan involuntariamente después de los 40 años, cuando aumenta la posibilidad de que nazca un hijo con deficiencias.
La defensa del don sagrado de la vida es lo que plantea la pregunta de si es lícito mantener el aborto al margen de la ley, poniendo también en peligro la vida de innumerables mujeres que, por falta de recursos, tratan de provocárselo por medio de plantas, venenos, agujas o la ayuda de aficionadas, en precarias condiciones higiénicas y terapéuticas. Una legislación a favor de la vida haría surgir este problema humano de entre las sombras para ser tratado adecuadamente a la luz del derecho, de la moral y de la responsabilidad social del poder público.
El teólogo González Faus opina que «más que por el moralista, la existencia de situaciones-límite debiera ser tratada por el legislador civil, que no está obligado a garantizar toda la moralidad sino la convivencia pacífica, ni está obligado a prescribir el heroísmo o a buscar un ‘mejor’ enemigo del bien, sino que muchas veces ha de contentarse con evitar el mal mayor. Y es posible que, en las actuales circunstancias de nuestra sociedad, la despenalización legal del aborto sea un mal menor» (Éste es el hombre, Ed. Cristiandad, Madrid, 1986, p. 277).
La muerte clandestina en el útero elimina cualquier riesgo para la propiedad y la imagen pública del propietario. Para éste, además, no hay ilegalidad en esta materia. Basta con enviar a la gestante a una clínica particular y todo queda resuelto. Pero ¿cómo quedan las mujeres pobres que no pueden tener hijos, a no ser con el riesgo de perder el empleo y dejar a su familia en la miseria? Son innumerables las que, para obtener trabajo, se ven obligadas a ocultar que son casadas y a impedir o a interrumpir el embarazo.
Si los moralistas estuvieran sinceramente contra el aborto lucharían para que no se hiciera necesario y todos pudiesen nacer en condiciones sociales seguras. Pero resulta más cómodo exigir que se mantenga la penalización del aborto. ¿Y qué decir de la penalización del latifundio improductivo, una de las causas que llevan a la muerte cada año a cerca de 26 de cada 1000 niños brasileños menores de un año?
La despenalización no reduce el número de abortos clandestinos. Muchas mujeres continuarán prefiriendo el anonimato, para evitar daños a su imagen social y/o a la de su compañero. Pero desminuye el número de muertes como consecuencia de abortos. Además, en los países en que el aborto no es penalizado muchas embarazadas que buscan los servicios sociales decididas a hacerlo son convencidas de tener a su hijo, lo cual no sucedería si estuviera en vigor la penalización.
«A nivel de los principios -declaró el obispo Duchene, presidente de la comisión episcopal francesa para la familia- quiero recordar que todo aborto es la supresión de un ser humano. No podemos olvidarlo. Pero no quiero juzgar a los médicos que tras madura reflexión sobre el asunto en su alma y conciencia y que, enfrentados con una desgracia aparentemente sin remedio, tratan de aliviarla de la mejor manera posible, aún con riesgo de equivocarse» (La Croix, 31-3-1979).
No se trata pues de legalizar el aborto, como se hizo con el divorcio. Más bien se trata de impedirlo y de defender los derechos de la vida en embrión. Por eso, una legislación a favor de la vida debe obligar al poder público a promover amplias campañas contra el aborto; a aclarar sus implicaciones morales, físicas y sicológicas; a prever sanciones a los empleadores que rechazan a mujeres casadas o no dan suficiente apoyo a las embarazadas; a crear puestos de atención a las embarazadas que piensan abortar, donde médicos, sicólogos, asistentes sociales e incluso ministros de la confesión religiosa de la interesada, traten de convencerla de que acepte a su hijo, erradicando prejuicios; a ampliar la red de Casas para Madres Solteras, para evitar que las embarazadas solteras se vean inducidas al aborto por desamparo afectivo, moral o económico; a asegurar el salario por maternidad y multiplicar el número de guarderías; a crear un sistema telefónico de atención a las mujeres angustiadas por un embarazo imprevisto, el SOS Futuras Madres; a ofrecer ayuda económica a las familias que adopten niños rechazados por sus madres, etc.
En resumen, asegurar el derecho a la vida del embrión y amparo moral, sicológico y económico a la embarazada, así como dictar medidas concretas que ayuden a hacer el aborto socialmente innecesario.
– Frei Betto es escritor, autor de «La mosca azul. Reflexión sobre el poder», entre otros libros.
(Traducción de J.L.Burguet)