El mes de noviembre nos muestra destellos sobre la concepción precristiana de los pueblos y civilizaciones aborígenes de Abya Yala sobre la «muerte». Desde los pueblos indígenas de México, pasando por los de Centroamérica, hasta los pueblos indomestizos de Suramérica, celebran con algarabía y derroche de colores la fiesta de los difuntos. En algunos pueblos […]
El mes de noviembre nos muestra destellos sobre la concepción precristiana de los pueblos y civilizaciones aborígenes de Abya Yala sobre la «muerte».
Desde los pueblos indígenas de México, pasando por los de Centroamérica, hasta los pueblos indomestizos de Suramérica, celebran con algarabía y derroche de colores la fiesta de los difuntos. En algunos pueblos de Mesoamérica, desde finales de octubre las familias visitan con bandas de música a los panteones o cementerios para anunciar y convocar a los difuntos «que la fiesta está ya por llegar». Los maya chortís de Honduras, hasta finales de noviembre aún continúan celebrando el siquín (altar y comida comunitaria): «Aunque ellos (los difuntos) siempre están con nosotros, todo noviembre especialmente ellos están en la comunidad», indica Don Timoteo López.
Zapotecos (México), aymaras y quechuas (Bolivia y Perú) celebran la fiesta de difuntos entre calaveras y las cruces, pero con jolgorio, no acongojados. Entre finales de octubre y primeros días de noviembre, Oaxaca completa se inunda de calaveras, flores, chocolate, panes, tamales, música, comparsas en las calles. Allí no hay lugar para pensar la muerte como una pérdida o un final, sino como una fiesta que abre a la vida en un nuevo ciclo. En la Abya Yala profunda, la fiesta de los difuntos es uno de los actos de resistencia sociopolítica más asombra que aún persiste contra de la dominación cristiana-occidental.
Las crónicas de la Colonia indican que en la fiesta de difuntos las familias andinas subían a los chullpares o pukaras (lugares sagrados precristianos) para reencontrarse, celebrar, comer y beber chicha con sus seres queridos. Difuntos con más de tres años de antigüedad eran bajados a las casas, y en la fiesta de difuntos los sacaban en andas para hacerlos pasear por las calles y caminos de las comunidades. Siempre con abundante comida, bebida, música y baile. Hasta ahora, en la zona andina, se sigue sacando los cráneos (ñatitas) de los seres queridos para que escuchen la misa en las iglesias.
Pueblos como nahuas o zapotecos, en la fiesta de los difuntos, no sólo preparan altares nutridos de comida, bebida, candelas, etc., sino que también en los altares ofrecen regalos de ropa y alhajas para sus seres queridos. «Le compro, por ejemplo, la blusa que le gustaba a mi mamá, luego de la fiesta me la pongo yo», indica Cleotilde Hernández, indígena nahua.
Las familias zapotecas, no sólo llevan comida y bebida al panteón para dejar a sus difuntos, sino que comen y beben con ellos alrededor de los nichos. La noche del 31 de octubre, y los días siguientes, ciudades, pueblos y familias se trasladan casi por completo a los cementerios, no para llorar, sino para comer, beber, bailar y reír entre «vivos» y con los «difuntos». Allí, la línea (concepción) divisoria excluyente entre la «vida y la muerte» se anula casi por completo, dando lugar a la comunidad cósmica.
Es más, vi en algunos pueblos zapotecos (como Capulalpam) que la fiesta de difuntos se convierte en un carnaval lúdico que transgrede lo establecido. Organizan comparsas no sólo para burlase de la muerte y de los políticos corruptos, sino también rompen piñatas en los panteones, estimulan la erótica, la sensualidad y la fertilidad. Así, es casi difícil concebir la muerte como un castigo o como un fracaso.
¿De dónde proviene el miedo a la muerte?
Nuestros abuelos nunca nos hablaron del wañuypacha (muerte como estado). Nos inculcaron el wiñaypacha (vida permanente). Por eso nos enseñaron que nosotros «somos como una semilla». Que en un determinado momento, cuando cumplimos nuestro ciclo «sobre» la Pachamama nos reincorporamos al vientre o corazón fresco y fecundo de Ella para seguir subsistiendo en interrelación en todo y con todos. No existe la muerte como castigo o fracaso, sino como un «retorno» al útero materno para emprender otro ciclo de vida, y posibilitar así otras formas de vida. Por eso celebramos ese paso del cierre del ciclo de la vida «sobre» la tierra para reincorporarnos al vientre materno, sin separarnos de la comunidad humana-cósmica.
Pero, el cristianismo nos inculcó que la muerte es consecuencia del pecado. Que el pecado se castiga con el infierno. Por tanto, muerte e infierno son casi la misma tribulación. Para el cristianismo la muerte es un fracaso. Un final. Una anulación de la vida. La muerte es malo y la vida es bueno. Ambas, excluyentes entre sí.
Este maniqueísmo dualista, de origen platónico, fue trasplantado por San Agustín, en los primeros siglos, nada menos que en el corazón de la doctrina cristiana. Este maniqueísmo platónico les quita la paz interna a occidentales cristianos o no cristianos. Por más que hablen de la vida eterna (reservado sólo para santos-perfectos), los cristianos, asumen la muerte como el acabose, fracaso, tribulación. Un castigo, del cual intenta apartarse a toda costa.
De esta manera, la zozobra les habita porque intentan divorciarse o esconderse de la compañera más fiel y permanente de la vida, que es ese cierre de ciclo para retornar al vientre materno que llamamos muerte.
Lo más triste es que ese miedo a la muerte, implantado en la estructura psicológica individual y colectiva de las personas, es hábilmente utilizado por los administradores del miedo. Desde entonces, tienen casi de rodillas a pueblos enteros habitados por el miedo a la muerte, impotentes. Esperando sólo la milagrosa mano de Dios. Mientras tanto los doctrineros del miedo y de la muerte disfrutan la dolce vita, mientras sus fieles padecen en el laberinto del miedo. Honduras es un caso y consecuencia patética de este maniqueísmo cristiano.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.