Mientras me acercaba al Louvre, recordé, de pronto, que el ingeniero Walter Faber (aquel atribulado y extraño personaje de Max Frisch, en Homo Faber) buscaba, en los alrededores del museo parisino, un domingo, a una muchacha que le atraía mucho y que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo rojiza. Faber no lo […]
Mientras me acercaba al Louvre, recordé, de pronto, que el ingeniero Walter Faber (aquel atribulado y extraño personaje de Max Frisch, en Homo Faber) buscaba, en los alrededores del museo parisino, un domingo, a una muchacha que le atraía mucho y que llevaba el pelo recogido en una cola de caballo rojiza. Faber no lo sabía aún, pero era su propia hija. En fin, ya conocen la dramática historia. La verdad es que la única coincidencia que me ligaba con el relato de Frisch era que yo mismo estaba, en ese momento, ante el Louvre y era domingo, y, más que buscar una cabellera rojiza, fantaseaba con ideas absurdas: que al entrar en el museo, por ejemplo, me toparía con las dos mujeres tahitianas de Gauguin o con la Olympia de Manet, con alguna de las señoritas del baño turco de Ingres, o, en fin, con la mujer de las medias de Toulouse-Lautrec, o con Kate Moss desnuda, aunque algo distinta a como la pintó Lucian Freud; todas redivivas, surgidas de los lienzos. Aunque también podía encontrarme con la loca de Géricault, mirándome fijamente, dispuesta a saldar cuentas.
Así que entré en la pirámide de vidrio parisina con cierta ansiedad, como si estuviera en un museo organizado por Beckett o, aún peor, por el capitán Nemo. Desde el principio, noté alguna incomodidad, un espionaje sutil que no supe precisar. Al principio. Ya se sabe que recorrer largas y desiertas estancias en los ricos museos europeos, demorarse en alguna sala ante un lienzo, reserva siempre sorpresas. Algunas, inquietantes, como si ciertos pintores reunieran vidas dispersas, sentimientos reprimidos, rasgos desconocidos entre sí, casi enfrentados, como hiciera aquel extraño Castiglione pequinés que moriría siendo Lang Shih Ning. Después, sospeché que, en realidad, el Louvre es un miradero de mujer, o de mujeres, y que yo no encontraría a nadie, sino que iba a ser observado, como los demás. El miradero es el lugar desde donde se examina, y, tal vez por mi flaqueza, creí que esos rostros de mujer, que miran al espectador, al visitante, directamente a las pupilas, preparan la desventura de la ceguera, devoran un instante único para hacer los ojos telarañas. No vemos, sino que somos vistos.
No sé que opinarán ustedes del asunto pero a mí me asaltó una sospecha, como si todas esas mujeres fueran los ojos que nos vigilan, o, más sencillamente, mujeres obligadas a trabajar desde las salas del Louvre. Nunca podemos fiarnos de la municipalidad o del gobierno. Y tampoco crean ustedes que sería algo extraño. Después de todo, los Wittkower nos recuerdan que, sin salir de los Países Bajos en las décadas de gloria burguesa, grandes pintores se dedicaron a extrañas ocupaciones, forzados por la necesidad: el delicado Vermeer y el escéptico Rembrandt fueron marchantes, Aert van der Neer era posadero; Jan van de Capelle, tintorero, Jan van Goyen vendía tulipanes, Jan Steen regentaba una cervecería, y Jacob Ruisdael profesaba como barbero, mientras que Joost van Craebeeck se dedicaba al noble oficio de hacer pan. Por no hablar de otras épocas y otros territorios. Así que esas mujeres parecían vigilar, desde las telas, por cuenta del Estado.
Ya conocen la peculiar disposición del Louvre, dividido en tres alas: Richelieu, que mira a la calle Rívoli; Sully, que rodea el Cour Carrée, y Denon, que se vierte al Sena, hecho que fuerza algunos itinerarios. Sin olvidar que el ala Denon tiene la segunda planta vacía, a diferencia de las otras, y que algunas salas parecen interiores de peep-show, aquellos ingenios de Samuel van Hoogstraten que, sin embargo, no podemos mirar desde una abertura discreta, porque apenas somos visitantes pendientes del acecho a que nos someten. En fin. Síganme, aunque permanezcan sentados, y les mostraré algunas telas.
En los sótanos del Louvre, en las salas dedicadas al Egipto romano, vi un retrato de mujer del siglo III d.c., ¿de Tebas?, realizado con la técnica que llamamos encáustica, sobre madera. Tiene el pelo ensortijado, negro, y las cejas unidas, y unos grandes ojos que miran fijamente. Es un cuadro pequeño, de apenas un palmo de altura. Son de los llamados retratos del Fayum, aunque esa denominación, que hizo fortuna, no es muy rigurosa, puesto que retratos de técnica y resolución semejante se han encontrado en otros lugares de Egipto. Un arqueólogo inglés, Flinders Petrie, excavó una necrópolis en el Fayum, hacia 1887. Diez años después, un arqueólogo francés, Albert Gayet, hurgó en Antinoe y encontró muchos retratos parecidos. De manera que se llaman del Fayum, pero se han encontrado en muchos sitios. Al lado, vi otro retrato, de una joven, con vestido púrpura, del siglo III d.c., ¿de Antinoe? La muchacha tiene unos ojos enormes, que muestran una leve tristeza, y lleva pendientes de racimo, y el pelo recogido, con una raya en medio. No se inquieten ustedes si notan un estremecimiento: son retratos funerarios, que nos miran desde la muerte.
Descubro, después, un Retrato de mujer, llamado en otro tiempo Retrato de Isabel d’Este, de Giovanni Francesco Caroto, 1480-1555, un veronés que pintó para los Gonzaga en Mantova y para los Visconti en Lombardía. Está en el ala Denon, primer piso, sala 5. La pintura entró en el Louvre como si fuera obra de Carpaccio, pero la radiografía reveló al autor: G. F. Charotus F. Se sabe que Caroto estuvo en Milán entre 1504 y 1509, y ese tipo de pintura se llama retrato lombardo. La mujer es una joven seria, y lleva una diadema que le sujeta el pelo, un vestido rojo y blanco, y varios anillos en las manos. Mira, ausente, al extraño, y, sin embargo, impone su presencia y su mirada.
Arrastrado por una marea humana, vi después La Gioconda, cuya descripción les ahorraré a ustedes. Está ahora en Denon, primer piso, sala 13, y estuvo en el Salón Carré, a principios del siglo XIX, y en otras salas, y en la Gran Galería: la cambian, ocasionalmente, de lugar. Volverá, de nuevo, a la Sala de los Estados, siempre en el ala Denon. Sólo les diré que Lisa Gherardini asoma su mirada agobiada tras la muralla humana que la observa. Y nos mira. Desde allí, aún no sé cómo, llegué a Jusepe de Ribera, cuyo lienzo La adoración de los pastores, de 1650, está en Denon, primer piso, sala 26: nos muestra a la virgen María, cubierta con un velo azul, que mira hacia arriba, orando, ante tres pastores. Detrás, una pastora que lleva una caja sobre los hombros, mira al visitante: lleva el rostro envuelto en un pañuelo y su vestido es rojo. Es vieja, y apenas vemos su cabeza, su gesto serio, el ceño fruncido de los pobres. Arriba, en las alturas, un ángel diminuto reina en el cielo azul. El pintor valenciano, muerto napolitano, vivió años complicados.
Estoy ahora con Goya. La mujer del abanico. Denon, primer piso, sala 32. Todavía hoy se discute quién era esta mujer. El cuadro pertenecía a Xavier Goya, hijo del artista, y nos muestra a una mujer joven, con vestido gris verdoso, con el pecho insinuado, de perfil. Lleva guantes de gasa hasta el codo, y un abanico en la mano. Tiene el pelo recogido, pero unos mechones rebeldes le caen a los lados de la cara. Está seria, y los enormes ojos negros miran con distancia al visitante. Justo enfrente, vigila también otra mujer de Goya, Mariana Waldstein, marquesa de Santa Cruz, una noble de origen austríaco, que lleva un largo vestido negro. (Aún hay otro cuadro de Mariana, aquí.) Vi, después, que en Sully, segundo piso, sala A, está la mirada de María Rita Barrenechea, condesa del Carpio y marquesa de La Solana, retratada por Goya poco antes de morir. No sé por qué, separada del resto. Tal vez por sus funciones.
Llego, confuso, al Retrato de las hermanas Chasseriau, de Théodore Chasseriau, 1819-1856, un alumno de Ingres. Denon, primer piso, sala 77. Las dos hermanas están cogidas del brazo, y llevan un mantón rojo sobre los hombros e idénticos vestidos. La mujer de la derecha del visitante le mira con descaro, fijamente. Las dos llevan el pelo recogido, y están serias, tras el gran arco de entrada a la sala. Dicen, pobre Chasseriau, que su principal obra fue destruida por las llamas.
La majestuosidad de Las bodas de Caná, del Veronese, 1528-1588, impresiona. Denon, primer piso, sala 76. En realidad, el pintor se llamaba Paolo Caliari, pero la historia ha guardado el nombre de su pequeño país con él, como quieren nombrar los italianos a su lugar de nacimiento. El magnífico cuadro fue terminado en 1563, para el refectorio de los benedictinos de San Giorgio Maggiore, en Venecia. Mide ¡casi diez metros de largo por siete de alto! En la tela, vemos a Cristo, en el centro, con aureola, rodeado en la mesa por unas ¡setenta personas!, todas ellas representadas con sumo detalle, y con un grandioso fondo escenográfico de arquitectura, donde hay más individuos. En el centro, ante Jesús, unos músicos. Casi no hay mujeres en el gran lienzo: cuento, apenas, cinco. Sin embargo, a la izquierda del visitante, casi fuera de la escena, se ve a una mujer joven, con joyas en el pelo recogido, y que luce un elegante traje bordado, collar de gruesas perlas y lleva las manos ensortijadas. Mira al visitante, con seriedad. Al tiempo, la celebración del desposorio continúa, alrededor del nazareno, y, mientras, dos figuras, que la mujer tiene a su lado, la miran a ella o a sus joyas, mientras la joven nos sigue observando. No pierdan ustedes la escena, por favor.
No tiene mucho sentido pasar del Veronese a Ingres, pero así es la inquieta cartografía decidida en el Louvre. Estamos en Denon, primer piso, sala 75. La gran odalisca, de Ingres, me observa desde el silencio. Es el más célebre desnudo de Ingres, encargado por Carolina Murat, reina de Nápoles en los años de Bonaparte. La odalisca está recostada, pero no se aprecia apenas su desnudez de esclava, semitumbada en una cama, tal vez un canapé. Indolente, con un brazo se tapa un pecho, y gira la cabeza, para mirar de reojo al visitante. Tal vez lo hace porque desconfía de mí, del visitante. Uno de sus ojos está en las sombras y apenas se ve. Lleva un rico pañuelo en la cabeza, y una joya. Joven, mira con seriedad a la gente que pasa.
Veo, después, a La condesa Tessin, de Jean-Marc Nattier, un hijo de la miniaturista Marie Courtois. Sully, segundo piso, sala 38. Al parecer, la condesa era la esposa del embajador sueco en París, Carles-Gustave Tessin, entre 1739 y 1742. Nattier, 1685-1766, pinta a la condesa enmarcada en un ojo de piedra. Es una mujer mayor, sonríe levemente, cubierta con un pañuelo negro, tranquila en la Corte de Luis XV. Es un cuadro sin interés, pero la condesa observa al visitante, con algún propósito, sin duda. Al poco, me detiene el Retrato de Madame Sorquainville, de Jean-Baptiste Perronneau, 1715-1783. Sully, segundo piso, sala 46. Perronneau, un pintor y grabador viajero, lo realizó en 1749. Por lo visto, madame Sorquainville era una elegante mujer, esposa de un consejero en el Parlamento de Rouen. Está sentada, nos mira de frente, y pone un brazo sobre un cojín que está en una mesa. Se la ve feliz, mostrando una leve sonrisa. No podía sospechar que el Antiguo Régimen caminaba hacia su destrucción.
Más allá, encuentro a una mujer que, por su oficio, debería ser del pueblo. Es La lechera, de Jean-Baptiste Greuze, 1725-1805. Sully, segundo piso, sala 51. Es una mujer joven, entre recatada y sensual, que se apoya en un caballo pequeño y famélico, con el pecho apenas insinuado y un velo transparente en la cabeza. Sin embargo, pese a ser una lechera, lleva un vestido blanco y rojo, rico y elegante. Después, otra condesa me sorprende. Es una tela de Élisabeth-Louise Vigée-Le Brun, 1755-1842, La condesa Skavronskaia, pintada en 1796. Sully, segundo piso, sala 52. La artista, que huye de la revolución en 1789, viaja por Europa. Vive en Rusia, entre 1795 y 1801, y pinta a la nobleza de San Petersburgo. Esta condesa a la que retrata, tan risueña, era dama de honor de Catalina II. La condesa, joven, está con la cara sonrosada y el pelo que se derrama por los hombros. Es guapa, se cubre con un chal azul y reposa sobre un rico cojín rojizo. Tiene ojos azules, y es rubia, con las facciones bien dibujadas. Mira amablemente, con simpatía, al visitante. Rusa al fin, no puedo evitar pensar en cómo se nos mostraría si oyese el lastimero violín de Rothschild, del que nos habla Chejov.
Tras esa falsa mujer del pueblo y la condesa eslava, llego a una sala donde me observa una criada. Es el Retrato de una mujer negra, de Marie-Guillermine Benoist, 1768-1826. Madame Benoist, casi una desconocida, pese a que su maestro fue David. Sully, segundo piso, sala 54. El Museo sólo tiene esta tela de Benoist. ¿Existen otras? Sí: conozco una Mujer negra, en la National Gallery de Londres, que, a diferencia de ésta, se recoge el pecho con las manos y no nos mira. La mujer negra del Louvre es una criada, que fue llevada a Francia por el cuñado (el beau-frère, como quieren los franceses) de la artista. La mucama lleva un vestido blanco, enseña un pecho, y lleva un pañuelo, también blanco, en la cabeza. Está sentada, y mira distraídamente a quienes pasan. Es hermosa, y está seria, como si la hubieran obligado a posar para madame Benoist y, casi, forzado a mirar al visitante.
Llego ahora, esperando ya a la próxima mujer que me estará observando, ante Eugénie-Paméla Larivière, una tela de Louis-Eugène Larivière, 1801-1823. Sully, segundo piso, sala 56. Es un retrato de la hermana del pintor, una muchacha que apenas vivió veinte años, entre 1804 y 1824. Tiene una expresión dulce y delicada. Lleva el pelo recogido en un moño, y mira sin recelo, aunque seria, con un elegante vestido blanco, casi transparente. Su hermano, que la pintaba, murió antes que ella: tenía veintidós años cuando abandonó este mundo. Invadido por esa tristeza, dudo si Eugénie-Paméla me mira o si, tal vez, está ausente. No lo sé. Al lado, encuentro a Louis-Léopold Boilly, 1761-1845, de cuya mano veo la Entrada del teatro del Ambigu-Comique para una representación gratuita. Sully, segundo piso, sala 58. Es una tela de 1819. La miro sin detenerme, distraído. Sin embargo, algo me hace volver sobre mis pasos. El cuadro muestra a un grupo numeroso de personas, que forcejea en la entrada. Incluso un hombre ha caído al suelo. En el teatro, representan los Machabeés. A la izquierda del cuadro, la gente rica y distinguida observa, y, en el centro, una joven, vestida de azul y gris, con un ligero pañuelo transparente en la cabeza, mira fijamente al visitante. Ha sido esa mirada, oculta entre el grupo, la que me ha hecho volver sobre mis pasos.
Aquí está ahora, ante mí, Alexina Legoux, a quien no conocía. Es un óleo de Camille Corot, 1796-1875, pintado en 1840. Sully, segundo piso, sala 69. Corot, un paisajista enamorado de los detalles de la naturaleza, que perseguía los encantos de la campiña de la dulce Francia, acabó siendo retratista, y, en la edad provecta, pintor de desnudos. Esta mujer, Alexina, era una modista, empleada en la casa de la hermana de Corot. Por lo visto, la costurera era «famosa» por su belleza, aunque no nos lo parezca hoy. Al lado, veo a otra fémina de Corot, La mujer de la perla, que también vigila. Dicen que Corot, fíjense, ha sido uno de los pintores cuya obra ha sido más falsificada por copistas de ingenio.
Tras algunos titubeos, me enfrento a Madame Raymond de Verninac, pintada por Louis David entre 1798 y 1799. Ah, el gran David, del que tanto hablaban antes. Sully, segundo piso, sala A. En realidad, esta mujer se llamaba Henriette Delacroix, 1780-1827, y era la hermana mayor del pintor Eugène Delacroix (al menos, oficialmente, puesto que muchos han especulado con que Delacroix fuese, en realidad, hijo de Talleyrand y no de Charles Delacroix, un ministro plenipotenciario de Francia en los Países Bajos). No importa mucho. De manera que, aquí, Henriette tiene 18 años, y su hermano Eugène acaba de nacer. Está sentada en una silla, de lado, y lleva una túnica blanca y un largo paño dorado. Mira fijamente al visitante, pero apenas nos conmueve, pese a sus mejillas sonrosadas y su juventud. Serán manías, pero hubiera preferido que me vigilaran desde el Juramento de los Horacios, o desde Los amores de Paris y Helena.
Caigo en la cuenta de que, entre tantas mujeres, debía haber una niña. La descubro en el lienzo de Antoine (¿o era Louis? Los especialistas no se ponen de acuerdo) Le Nain, 1600-1648, llamado Reunión musical, aunque también, parece que se denomina Reunión de familia. Sully, segundo piso, sala 27. Le Nain lo pintó en 1642. Veo doce figuras, y una de ellas es la niña curiosa. Un hombre toca un laúd, mientras los demás, casi todos varones, posan y escuchan. Hay dos mujeres, y la niña. La mujer de primer plano lleva un largo vestido dorado, y el pelo en guedejas, rizado. No parece escuchar la música, aunque tiene un papel en las manos, como si cantara: mira, seria, desde el centro, ataviada con un largo adorno en el pelo, mientras la niña, que también me observa, parece esconderse tras la silla del laudista.
En la gran sala 32, del segundo piso del ala Sully, el lienzo de Charles Le Brun, 1619-1690, apabulla por sus dimensiones: es la Entrada de Alejandro en Babilonia, pintado en 1665. Es una tela de siete metros de largo, por cuatro y medio de alto, tan abigarrada que casi reclama a gritos, por encima de los siglos, la austeridad de Malevich. Alejandro el macedón, victorioso, entra con sus elefantes en Babilonia. Al fondo, se ven los jardines colgantes, cuyos restos han sido profanados hoy por los carros de combate norteamericanos. Una hermosa mujer, rubia, vestida con una túnica azul, va montada en un elefante, delante de Alejandro, quien, con túnica dorada y cetro, es la imagen del poder, montado en un carro blanco que es arrastrado por el triunfo, no en vano la escena es conocida también como El triunfo de Alejandro. Esa inquietante joven rubia, que lleva un incensario en la mano, mira al visitante.
En la sala número 8 del segundo piso del ala Richelieu, está Elisabeth d’Autriche, una mujer que vivió entre 1554 y 1592, y que tuvo un raro destino: como esposa de Carlos IX, fue reina de Francia desde sus 16 años hasta que cumplió 20. Después, tuvo que conformarse con un destino más oscuro. Es un cuadro de François Clouet, pintor del que conocemos la fecha de su muerte, 1572, pero no la de su nacimiento: se ha especulado con fechas que oscilan entre 1505 y 1510. La pintura es de pequeñas dimensiones: algo más de un palmo de ancho por palmo y medio de altura, y sabemos que Clouet la realizó entre 1571, porque existe un diseño preparatorio de esa fecha, y, obviamente, el año siguiente, en que murió. Elisabeth está con una diadema y lleva golilla. Su vestido es lujoso, adornado con joyas. El rostro de la reina, serio, despejado, con el cabello recogido, peinado hacia los lados desde una raya nítida en el centro de su cabeza, es atractivo pero banal. Las manos reposan juntas, ante el pecho. Elisabeth tiene una mirada no muy inteligente, tal vez algo escéptica, desengañada. En esa misma sala 8, descubro a Venus. Es una pintura de Lucas Cranach el viejo, 1472-1553, Venus de pie en un paisaje. En ella, Venus, desnuda, indolente, adornada sólo con un collar y una pamela, sujeta en sus manos un velo transparente. Está ante unos árboles, brillante en el follaje. Al fondo, un lago, unos riscos, algunas casas. Esa Venus desnuda que nos mira, está en el origen de la fortuna de Cranach (un hombre que vivió en Wittenberg los años de Lutero, a quien pintó), no en vano el viejo Lucas se enriqueció haciendo copias de sus propios cuadros de desnudos femeninos.
Llego ahora, insensiblemente -sala 17, Richelieu, segundo piso- ante una tela de Jan Fijt, un holandés, 1611-1661. Etalage de gibier mort dans un garde-manger avec un chat et singes. Es una escena campestre, pintada hacia 1650-1660. La gran composición nos muestra a veinte figuras posando en el campo, ante dos casas. No son campesinos. Van bien vestidos, y, de las dos mujeres del centro de la escena, una mira al visitante. Tiene cara de inocencia, algo boba. Las monas citadas en el título nos llevan a la moda de la singerie que, en el siglo XVIII, algunos pintores cultivarán, vistiendo a los animales con ropas humanas, siguiendo la ocurrencia del decorador de Luis XIV, Bérain, que alegraba con sus absurdas ideas el aburrimiento de la corte.
Sigo, receloso, deambulando por las salas, mirando distraído las obras, a la espera de otra mirada de mujer. No la busco, pero sé que, de nuevo, va a detenerme. Aquí está. Es el Retrato de Suzanne Fourment, de Peter Paul Rubens. Richelieu, segundo piso, sala 21. Suzanne era hermana de la segunda esposa de Rubens. Mira al visitante con grandes ojos, el pelo recogido, la mano en el pecho, y una gran lágrima cuelga de la oreja que nos enseña. Al lado, está el gran retrato de Hélène Fourment, la joven segunda esposa de Rubens, que también nos mira, vestida según la moda española de la época, de negro riguroso, barroco y cortesano. Trae a la memoria la mirada un poco altanera de Rubens en su Autorretrato de la Galeria Uffizi, un hombre satisfecho de su vida palaciega, a juzgar por su palacio de Amberes, recogido para la historia en el grabado de Jacob Harrewyn, de 1684.
Una pintura de 1624 me detiene, otra vez. Sala 28, segundo piso, Richelieu. Es El Concierto, de Gerrit Van Honthorst, 1590-1656, de Utrecht, un seguidor de Caravaggio. Es una pintura primeriza, italianizante, pensada para decorar la parte superior de una chimenea de un príncipe de Orange, y las dos mujeres que llevan laúdes, descaradas y sonrientes, nos miran desde arriba, bajo dos angelitos que flotan en el aire, y que están junto a otras tres mujeres que acompañan el concierto. Una de las que mira al visitante, a la derecha del espectador, está con un vestido amarillo, apretado, que le oprime el pecho que pugna por liberarse: tiene el rostro sonrosado y alegre, que parece mirar con sorna al visitante. En la sala 35, segundo piso, Richelieu, encuentro a La cocinera holandesa, de Gerard Dou, 1613-1675, un oscuro pintor que había retratado a la madre de Rubens. Allí mismo, hay un óleo con otra cocinera holandesa, mientras cuelga un gallo en su ventana, pero sólo aquélla nos mira. En la cocina, la marmitona está ante un manojo de zanahorias, una col y algunos utensilios, y vierte agua con un cántaro, mientras mira al visitante, sin temer que el líquido se derrame. La estancia es oscura, pese que cuenta con un ventanal. La mujer, rubia, de carnes llenas, relajada, parece invitar al visitante.
Tropiezo, de nuevo, con Rubens. Sala 18, Richelieu, segundo piso. Es la escena llamada La educación de la reina. En ella, se documenta el momento en que la futura reina, María de Médicis, es instruida por Minerva, diosa de las artes y las ciencias, y se ve a las tres Gracias (la del centro, está coronando a María). María de Médicis había encargado a Rubens, en 1622, un conjunto de 24 grandes tablas para su palacio del Luxemburgo, que hizo construir y que hoy está ocupado por el senado de la República. La decidida María de Médicis había impuesto su voluntad como regente mientras su hijo, Luis XIII, era un muchacho. Sin embargo, Luis XIII, con apenas 16 años, encerró a su madre en Blois, decisión que llevó a María a escaparse y armar un ejército contra su propio hijo. Tras años de confusión y excesos, la llegada de Richelieu puso punto final a las disputas, y no deja de ser irónico que, ahora, todas las tablas estén el Louvre, en el ala llamada Richelieu. Mientras todo eso ocurría, Rubens pintaba las tablas de la enérgica reina regente. En ésta que observa el visitante, en la gran sala que las reúne a todas, la Gracia que está al lado de María le mira, mientras se tapa parcialmente el sexo con su mano derecha.
Encuentro, no sé si volviendo sobre mis pasos, un cuadro anónimo, de finales del siglo XVI, identificado como perteneciente a la escuela de Fontainebleau. Sala 10, Richelieu, segundo piso. Es el Retrato de Gabrielle d’Estrées y de su hermana la duquesa de Villars. La duquesa le coge el pezón derecho a Gabrielle (¿está embarazada? ¿Tiene en su vientre al que será César de Vendôme, bastardo de Enrique IV?), y ambas miran al visitante, desnudas, con el cabello inflado, peinado hacia atrás, y lucen pendientes de lágrimas; mientras, al fondo, una mujer parece bordar. Toda la pantomima está en una escenografía fantasiosa, con unas grandes cortinas rojas enmarcando el enredo. La pintura tiene un aire de ese mundo extraño, sinuoso, discreto, del amor entre mujeres, tema escondido, casi pecaminoso desde siempre, que hace decir al narrador de Proust, por ejemplo, que quiere arrancar de Gomorra a su Albertina.
Algo me hace detenerme. No me atrevo a seguir recorriendo las salas. Aunque, tal vez, no lo sé, se hayan agotado las mujeres que acechan al visitante. Chesterton, que se confiesa un maniático a quien le hubiera gustado pertenecer a todas las sociedades posibles, nos dejó la promesa de que un día nos contaría las historias de agrupaciones como el Instituto de Mecanógrafos -que se fusionó, ya saben, con la Liga del Tulipán Rojo- o la Sociedad del Calzado Muerto. No se atrevió nunca a hablar del Club de las diez tazas de café, pero sí nos dejó páginas admirables en su relato sobre El club de los negocios raros. Algo parecido me sucede a mí (me refiero a la condición de maniático, y a la promesa de contar algunas coincidencias y otras sospechas, a propósito de las dueñas vigilantes del Louvre, quién sabe) porque es probable que esas mujeres, silenciosas, jóvenes o maduras, que he ido viendo en las salas del museo, se demoren observando alguna realidad esencial que se me escapa, conocedoras como son del secreto depositado en ese, al decir de Wilde, arte inútil, y, por eso, miren al extraño, que sospecha de Beckett o del capitán Nemo sin saber que, acechando al visitante, esas miradas de mujer calman una herida, retienen una palabra, buscan un instante perdido.
Higinio Polo