Durante algún tiempo la corriente de la autodenominada «postmodernidad» se impuso como una moda fulgurante en prácticamente todos los ámbitos de la vida y el pensamiento: la filosofía, la ciencia, el cine, la música, la literatura… Todo era postmoderno. A finales de los años setenta, en su obra La condición postmoderna , Lyotard proclamaba al […]
Durante algún tiempo la corriente de la autodenominada «postmodernidad» se impuso como una moda fulgurante en prácticamente todos los ámbitos de la vida y el pensamiento: la filosofía, la ciencia, el cine, la música, la literatura… Todo era postmoderno.
A finales de los años setenta, en su obra La condición postmoderna , Lyotard proclamaba al mundo la muerte de los «grandes relatos». La Modernidad se había construido, según él, en torno a «metarrelatos» que convergían en la necesidad de emancipar a la humanidad y que tenían como finalidad práctica legitimar las costumbres morales, sociales y políticas. El relato cristiano que prometía la salvación a través de la redención divina, el relato ilustrado de la emancipación a través de la luz de la razón y la educación de las masas, el relato liberal-burgués basado en el progreso indefinido de la ciencia y la técnica y, finalmente, el relato marxista de la abolición de la injusticia a través de la socialización de los medios de producción, todos se revelaron como proyectos fallidos y perdieron su credibilidad debido a que ninguno de ellos consiguió cumplir lo que prometía.
Con la caída del muro de Berlín, la disolución del régimen comunista de la URSS, seguida del derrumbamiento de todos los regímenes comunistas de Europa del Este y el advenimiento del capitalismo en gran parte del planeta, la división del mundo en dos bloques antagónicos (capitalismo por un lado y comunismo por otro) y el enfrentamiento entre dos ideologías contrapuestas dejaban de tener sentido. El peligro de una hecatombe nuclear había desaparecido y ahora el mundo se alzaba, luminoso y confiado, hacia una paz aparentemente perpetua, hacia el disfrute de una libertad e igualdad sin cortapisas.
Francis Fukuyama, a la sazón ideólogo conspicuo del neoliberalismo, certificaba entonces el fin de la historia. La historia como conflictividad, como gran relato de sucesos que enfrentan a unos hombres con otros, a unos grupos sociales con otros, dejaba paso a una multiplicidad infinita y sumamente heterogenea de microhistorias personales, imposibles de subsumir bajo un sentido unívoco o una razón común.
El sistema de libre mercado y la democracia liberal se presentaban ya como únicas formas posibles de organización de la convivencia humana ante la ausencia de mejores alternativas a la vista. El capitalismo traería al mundo la utopía prometida que ningún otro proyecto político ni ideología pudo antes hacer realidad: la de un mundo pletórico de bienes materiales que por doquier colmarían las ansias infinitas de voracidad de una humanidad cada vez más numerosa y cada más proclive a consumir todo cuanto estaba a su alcance. Nunca antes el mundo había disfrutado de niveles de bienestar tan altos… se decía. A finales de los años noventa, cuando este ensueño culminó, Europa y el llamado «Primer Mundo» aparecían triunfantes. Occidente vivía sin preocupación su gigantesco espectáculo de exceso y frivolidad.
La posmodernidad nos dijo entonces que no hay hechos sino únicamente interpretaciones. Todo es lingüístico. La sociedad y la realidad misma no son más que construcciones lingüísticas. No hay criterios únicos de validez, sino que éstos son locales, contextuales. La comunicación es caótica, fragmentaria; el mundo mismo que ese lenguaje muestra es fragmentario, no tiene unidad, como tampoco tiene unidad la propia racionalidad. Las culturas son inconmensurables. La ética, el bien común y la justicia no existen, solamente existen infinidad de microcolectividades que reclaman para sí la legitimidad, sin poder llegar a ponerse de acuerdo. El principio de la búsqueda de placer lo domina todo y desaparecen los límites. Todo vale.
Zygmunt Bauman designó a este período como «modernidad líquida»: los pilares de la modernidad habían dejado de ser sólidos y en su lugar emergía un nuevo mundo en el que los vínculos eran inestables; las certezas, nulas; la incertidumbre, constante; el relativismo, de todo punto inevitable. Gilles Lipovetsky se refirió a esta época como una «época indolora» caracterizada por una moral sin dolor, sin deberes, sin inconvenientes, únicamente centrada en el disfrute de todo tipo de placeres. El primer conflicto en el golfo Pérsico no alteró demasiado la indolencia de los postmodernos, porque, según Baudrillard, la Guerra de Irak nunca existió: fue una «hiperrealidad».
Años después llegaría el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York y el orden mundial proclamado por los postmodernos se vendría abajo con la misma furibunda violencia con la que se derrumbaron dichas torres. Todavía unos años más tarde, el estallido de la crisis financiera en 2008 acabaría por sembrar el pánico en todo el mundo (especialmente en el occidental) y confirmar lo que muchos ya intuían pero pocos querían reconocer en público: que habíamos estado viviendo una enorme mentira. Y la postmodernidad contribuyó, sin lugar a dudas, a su propagación.
No todos los efectos del éxito del pensamiento postmoderno fueron nocivos, lógicamente. Entre las virtudes cabe citar la extensión de los derechos y libertades individuales en las modernas democracias occidentales; el acceso de las clases populares a una buena parte del «confort» material; el rechazo de las ortodoxias y los dogmas y la ampliación de los límites de la tolerancia; el respeto a las diferentes culturas; la relajación de los tabúes y las normas sociales y la «democratización» de las expresiones artísticas. Si bien todo esto tuvo un coste demasiado alto.
Es necesario decirlo ya, con la perspectiva que otorga el paso del tiempo, una vez la postmodernidad ha perdido ya toda su fuerza legitimadora y credibilidad que otrora pudo tener: los postmodernos le han hecho el juego a los discursos excluyentes, a planteamientos legitimadores de la opresión y la desigualdad social. Centrarse en la fragmentación, en el nihilismo, en el vacío, tuvo como efecto ignorar que en el mundo se estaban produciendo otros procesos como el proceso de globalización económica y el establecimiento, sin oposición ni crítica, del discurso ideológico que tal proceso conllevaba.
Es la aceptación acrítica de la hegemonía capitalista y la democracia liberal pluripartidista, con sus valores de competitividad, productividad, crecimiento ilimitado, demagogia, banalización de la política y mercantilización de la vida en general, lo que la posmodernidad dio por bueno sin ni siquiera plantearse una alternativa, debilitando justamente todo poder de liberación y emancipación al precio de dejar en pie precisamente aquello que debía ser cuestionado: el neoliberalismo, la tecnocracia. Esto es lo que se denominó durante bastante tiempo como «pensamiento único»: la claudicación del pensamiento ante la aparente evidencia de que vivíamos en el mejor de los mundos posibles y que nada podíamos hacer por transformarlo.
Lo curioso es que, mientras la postmodernidad se empeñaba en debilitar el pensamiento, relativizándolo todo, el sistema avanzaba y lo hacía de forma implacable, seguro de sí mismo y de su lógica aplastante, arrasando a su paso con todo lo que salía a su encuentro, empezando por el planeta mismo, cuya sostenibilidad a medio/largo plazo es cada vez más dudosa. Justamente la operación postmoderna de diluir todo vínculo universal y toda unidad, corre en paralelo con el proceso de descomposición y división del trabajo que es inherente a la lógica del capitalismo.
El triunfo del capitalismo consolidó la separación de dos esferas: por un lado, una razón científico-técnica basada en el dominio instrumentalista y la experimentación, que nos manda ser altamente productivos, eficaces; por otro, una razón práctica encargada de regular las interacciones humanas. Sin embargo, a pesar de las apariencias en contra, los seres humanos vivimos los diferentes usos de la razón como si estuvieran interconectados, porque no podemos dividir la vida artificialmente en dos y hacer un corte. La razón científico-técnica y la razón ética han de caminar juntas de la mano. Lo que ha ocurrido a lo largo del proceso denominado como Modernidad es que uno de esos miembros del par, la razón instrumental, se ha apoderado de todas las áreas de la vida hasta el punto de arrinconar al otro miembro dejándole poco más que la exigua capacidad de la emoción subjetiva y la exhortación moralista.
Para decirlo con otros términos: la Modernidad económica ha desbancado totalmente a la Modernidad cultural. Pareciera como si la única racionalidad posible fuera la basada en el frío cálculo de costes y beneficios. Hasta tal punto que los seres humanos mismos, tratados como si no fueran más que meros objetos, números, cantidades, han acabado siendo dominados unos por otros en aras de un utilitarismo despiadado. Es más, llegados al punto en que actualmente nos hallamos, podemos formular la siguiente tesis: el capitalismo ha entrado en abierta contradicción con la democracia. La organización económica basada en el libre mercado ilimitado y desregulado es incapaz de asegurar el respeto, promoción y realización de los derechos fundamentales y los principios éticos recogidos en la Declaración Universal de 1948. La consecuencia es que el individuo moderno vive su vida de forma esquizofrénica, enfrentado por un lado a los poderes sistémicos que le subyugan y con la necesidad, por otro lado, de encontrar referentes universalmente válidos desde los que denunciar la injusticia, pero sin saber cómo articular esa necesidad de una forma concreta y efectiva.
La postmodernidad ha engendrado un mundo de sujetos anómicos, asociales, apáticos, acríticos, indiferentes, que delegan sus responsabilidades sociales y políticas y prefieren que sean otros (los expertos técnicos, los políticos profesionales, los dirigentes del Fondo Monetario Internacional) quienes tomen por ellos sus decisiones más importantes. La infantilización generalizada de la población, la eterna permanencia en la minoría de edad mental, es el rasgo definitorio más ilustrativo de este hecho.
El sujeto postmoderno es frágil, provisional, pura simulación. No tiene continuidad. No hay unidad en los «yoes» que lo conforman. La unidad se la confiere el sistema en el que se integra, esa sociedad de consumo que le incita a devorar el mundo entero como si de un gran mercado se tratara, donde todo se puede comprar y vender, donde todo tiene precio, incluidas las personas. Este sujeto sustituye la ética del ser por una ética del tener, en la que la felicidad es sinónimo de consumir de forma ilimitada. El único principio es centrarse en la propia individualidad y disfrutar de la vida sin preocuparse de nada más.
Ahora bien, en un mundo caracterizado por la desigualdad y la injusticia, negar esta realidad, darle la espalda, es irresponsable. Replegarse en la subjetividad es la opción más cómoda, claro está. Pero no es la opción más ética, ni tampoco la más inteligente a medio/largo plazo, como evidencia la situación actual por la que atravesamos. La postmodernidad nos recomendó desconfiar de todos los discursos, de todas las ideologías. Se nos decía que las ideologías habían muerto, que no había diferencia entre las izquierdas y las derechas. Y los «hechos consumados» (como gusta decir precisamente a los «políticos prácticos») nos han demostrado que lo que se jugaba al borrar semejante distinción era ni más ni menos que la libertad humana.
Lejos de potenciar el espíritu critico, la postmodernidad sirvió para desactivarlo en buena medida. En el lugar del individuo consciente de sí mismo y del mundo que le circunda, capaz de someter a sospecha los discursos hegemónicos del sistema y rebelarse contra la injusticia, la postmodernidad elevó a categoría de culto, en nombre del subjetivismo y el relativismo, cualquier forma de identidad vivida como propia. Las diferencias se multiplicaron «ad infinitum», pero olvidando muchas veces que nunca hay verdadero respeto a la diferencia si no estamos preparados para defender, antes que nada, la igualdad de todos los seres humanos desde la base de una condición humana común y un mismo patrón universal de racionalidad.
Los postmodernos se quedan en la mera negatividad en su oposición a lo que denominan los grandes relatos de la Modernidad, en lugar de ver el discurso ilustrado como producto de una dialéctica histórica y someterlo a una crítica constructiva con el fin de poner de manifiesto tanto los aspectos negativos como los positivos de dicha dialéctica (es decir, las posibilidades reales de emancipación). De nada sirve sustituir la tiranía de la razón por la del sentimiento. Esa reacción cae en los mismos excesos que ella critica cuando acaba por absolutizar, en el lugar de todo aquello cuya muerte decreta, nuevos ídolos: la diferencia, el sentimiento, la relatividad, el «todo vale»… No se puede renunciar a la Ilustración ni a la racionalidad científica sin renunciar con ello a todos los avances que ese movimiento nos trajo. Una cosa es denunciar los excesos y errores del racionalismo (el cientificismo, el positivismo, el utopismo escatológico de las historias salvíficas) o sus sesgos partidistas (etnocentrismo, androcentrismo, heterosexismo) y otra cosa renunciar por completo a lo que de positivo pueda tener todavía la razón. Porque sin la razón, sencillamente, no podemos construir nada. No es que no podamos ya valorar lo que es mejor o peor; es que sin ella no podemos ni siquiera atisbar lo que hay, porque solamente la razón es la que nos permite poner el panorama, dibujar el mapa del mundo en el que vivimos.
Nuestros tiempos de globalización exigen una ética asimismo global. Ante la colonización del espacio-tiempo por parte de la unidimensional razón economicista, no cabe otro posicionamiento que el de defender una razón ético-política con pretensión de universalidad capaz de servir como estímulo para la construcción de un mundo mejor, más humano, más justo, más compasivo, más integrador. Es imposible enfrentar los retos de la globalización desde una razón débil, pequeña, atrincherada en posiciones localistas y contextualistas y empeñada en invocar identidades cerradas sobre sí mismas. Sin pretensión de universalidad no podemos imaginar siquiera las invisibles líneas de sutura que unen los múltiples fragmentos aparentemente inconexos de la realidad.
La relatividad es un hecho. El relativismo, una teoría sobre este hecho. La relatividad de la razón no implica que no haya posibilidad de construir verdades en el ámbito de la ciencia o que sea imposible acordar unos mínimos éticos universales, por ejemplo. Podemos argumentar, podemos entendernos los unos a los otros a pesar de nuestras múltiples diferencias. Hay que admitir el pluralismo como una nota distintiva de toda realidad, pero el pluralismo tiene que estar a su vez contenido dentro de ciertos límites porque no todo vale. Hay que asumir la complejidad y la incertidumbre también. El pensamiento filosófico, la ciencia y el arte del siglo XXI tienen que abrirse a un nuevo paradigma en el que el orden y el caos no sean conceptos mutuamente excluyentes, sino más bien dos caras de una misma moneda.
No todo es igual, no todo es nivelable. Es preciso reivindicar un mundo donde el discurso del opresor no sea igual que el del oprimido, donde la verdad no sea igual que la mentira, donde la ciencia no sea igual que la superstición. Conviene ya, después de más de dos décadas de retórica bobalicona y anestésica, recuperar el sentido de la memoria de la historia, no desde la vivencia constrictiva de un sentido finalista y determinista, pero sí desde la vivencia abierta, flexible y también creativa de una utopía social como ideal regulativo, como instancia crítica que nos permita marcar la distancia entre lo que es y lo que debería ser para imaginar posibilidades mejores que las que son el caso.
Es momento, pues, de recuperar la herencia humanista e ilustrada que nos constituye. El ansia de novedad de la moda postmoderna nos hizo olvidar que hay cosas que es mejor no olvidar, enseñanzas que siguen plenamente vigentes y de las que podemos extraer, todavía, interesantes lecciones para nuestra vida. Es menester, en definitiva, abogar por una ética basada en la promoción de los tres principales valores que caracterizan la tradición ilustrada: libertad, igualdad y solidaridad.
Quizás estos tiempos turbulentos que nos ha tocado vivir sirvan, después de todo, para abjurar definitivamente de esta filosofía disgregadora, narcisista y escasamente solidaria que ha sido la llamada postmodernidad. El contexto actual de crisis sistémica y global nos obliga a revisar nuestros conceptos y nos sitúa ante el reto de dar respuesta a la siguiente pregunta: ¿Cómo vamos a salir de esta situación? La urgencia del presente nos apremia y nos impele a adoptar una actitud ético-política mucho más amplia y generosa en línea con la globalización que caracteriza nuestro mundo; una actitud racional y responsable que sea capaz de tomar parte en un movimiento general lo más abarcador posible con objeto de avanzar decididamente en el efectivo reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas y en la realización de una verdadera justicia a nivel planetario. La exigencia de una democracia profunda y una economía al servicio del bien común se convierte en algo imperativo, como nos han recordado una y otra vez los más recientes movimientos sociales en nuestro país. El renacer del espíritu de ciudadanía da alas a quienes piensan -pensamos- que no toda esperanza está perdida.
Puede que ésta no sea más que una de las posibilidades que se nos presentan y que ni siquiera tenga el éxito asegurado; hay que admitirlo. La otra opción que se nos ofrece es resignarnos y sentarnos a contemplar la llegada del ocaso, el advenimiento del fin, mientras rememoramos, acaso con nostalgia romántica, estados de cosas irremisiblemente pasados que ya nunca volverán. Pero yo, que confío en el optimismo de la voluntad, me niego a apostar por esta segunda posibilidad, aun a sabiendas de que el riesgo de perder, y perderlo todo en el camino, existe. De modo que mi apuesta es, claro, la apuesta por un mundo en el que la injusticia y la sinrazón no tengan la última palabra. La apuesta por el ser humano, en definitiva. La apuesta por la afirmación de la vida.
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