El 9 de agosto, Juan Gelman recibió el Premio Antílope Tibetano de Oro que otorgan el gobierno de la provincia de Qinghai y el Instituto Chino de Poesía. Estas fueron sus palabras de agradecimiento.
«Trascender la realidad y la materia. Reconstruir la poesía y el mundo espiritual del ser humano» es el lema de este festival. Y a decir verdad, este paisaje que recuerda dos versos de Hu-liu Kim escritos en el siglo VI, «El cielo es azul, azul/la llanura inmensa, inmensa», invita a reflexionar sobre el tema. No es fácil. ¿Qué significa reconstruir la poesía? Ningún poeta nace de la nada y, cada uno a su manera, sigue el consejo de Basho: no hay que imitar a los antiguos, hay que buscar lo mismo que ellos buscaron. Es cierto que vivimos en una época en la que la improvisación, la trivialidad y la ligereza parecen dominar. Pero el poeta abre caminos interiores para escribir cada poema, desbroza las malezas de su subjetividad, no escucha el estrépito de la palabra impuesta. No vive para escribir, escribe para vivir, como recordó alguna vez la gran poeta rusa Marina Tsvetáeva. Pienso que lo que hay que reconstruir es este mundo, esta vida. Sigue en pie la pregunta que se hizo Li Tong-yang hace 500 años: «¿Qué hacer? ¿En qué se van a convertir los vivos?».
Visité China por primera vez en 1960 y por segunda vez en 1964. Cuando volvía visitarla en abril de 2009, 45 años después, percibí el enorme cambio entre un país que salía de la esclavitud, del hambre y la miseria gracias a la Revolución, y el país de hoy, que goza de un extraordinario desarrollo económico y un creciente bienestar del pueblo. Llevaría mucho tiempo detallar lo que vi entonces y lo que veo ahora, y este aparente desvío del discurso tiene que ver con la pregunta de Li Tong-yang.
El 13 de abril pasado, el gobierno chino dio a conocer el Plan de Acción Nacional en materia de derechos humanos que garantiza la vigencia de los derechos básicos, civiles y políticos de toda la población, incluidos los niños, mujeres y ancianos, las minorías étnicas y los discapacitados. Imposible encontrar en los medios occidentales una sola palabra al respecto. Se explica: apenas son 26, con China ahora, los países que han aceptado las recomendaciones que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó en esta esfera en 1993.
El gobierno reconoce en la Introducción del Plan de Acción que «China aún tiene un largo camino por delante en sus esfuerzos destinados a mejorar la situación en materia de derechos humanos». Al recorrer ese camino, sin duda se abolirá la pena de muerte, aumentará la independencia del Poder Judicial, se flexibilizará la censura en los medios y las casas editoriales, se liberará a los presos por razones políticas que no hayan atentado contra la seguridad del Estado, se investigará y dará justo castigo a los responsables de la desaparición de personas, de niños en particular, y se adoptarán otras medidas pertinentes.
Hay, sin embargo, algo que no se debe olvidar: EE.UU. y otra potencias occidentales alimentan a los grupos terroristas y separatistas que procuran despedazar a China en feudos y virreinatos débiles y fáciles de dominar. China es una con el Tibet y Taiwan desde el fondo de los siglos y su desmembramiento crearía una situación muy grave para todo el mudo. Pero eso poco importa a los que agitan hipócritamente las banderas de la libertad y la democracia solamente movidos por la avaricia y la llamada ley del beneficio máximo.
No todo es perfecto en China, desde luego, y me pregunto cómo podría ser de otra manera en un país de 1330 millones de habitantes, un quinto de la población mundial, que agrupa a 56 minorías étnicas y posee una cultura de 30 siglos admirable, pero también el peso de mores y costumbres acuñadas a lo largo de esos 30 siglos. Es muy corto el tiempo histórico transcurrido desde el triunfo de la Revolución en 1949, y aun así su progreso es constante.
China avanza con rémoras del pasado y aromas ya presentes del futuro, cumpliendo el deseo que el gran poeta Tu Fu expresó hace 12 siglos cuando un viento de otoño se llevó el techo de su choza y lo dejó a la intemperie de una lluvia impiadosa. Escribió:
¿Cómo construir un edificio inmenso de mil y diez mil vigas
que abrigue a los pobres letrados del mundo entero,
/donde todos vivan alegres,
que sea sólido como una roca, que ni la lluvia ni el viento lo
/puedan lastimar?
Ah, cuando vea surgir esta morada ante mis ojos
que se destruya mi choza, que el frío me mate: moriría
/contento.
Es un deseo que comparten los miles de millones de desheredados de este mundo.