Recomiendo:
0

¡Ah, los versos y sus versulerías!

Fuentes: Gara

Es muy probable que sea la poesía el ámbito por excelencia, donde críticos y escritores más se precipitan alevosamente, que no con premeditación mental, para cultivar una palabrería tan ramplona como vacía. Muchas de estas afirmaciones, no sólo degradan a quienes las sostienen, sino que anulan la importancia del objeto venerado, en este caso, la […]

Es muy probable que sea la poesía el ámbito por excelencia, donde críticos y escritores más se precipitan alevosamente, que no con premeditación mental, para cultivar una palabrería tan ramplona como vacía.

Muchas de estas afirmaciones, no sólo degradan a quienes las sostienen, sino que anulan la importancia del objeto venerado, en este caso, la poesía. Es posible que estos valedores escriban buenos versos, pero, desde luego, en lo tocante a la reflexión de lo que hace la poesía en quien la escribe y la lee andan ayunos de rigor lingüístico y de sindéresis. Como diría el poeta Villon, se han olvidado del monstruo que cultivan en su interior.

Mantener que quien degusta unos poemas tiene que ser necesariamente un dechado de virtudes éticas y democráticas, no es que sea la cosa más estúpida que he oído, pero, sí, roza su pedestal.

De ser ciertas las virtudes socráticas que inspira la lectura de un poema de Eliot o de Gil de Biedma, ¿cómo es posible meterse en política y apoyar la devastación de un pueblo entero mediante el acomodo selectivo de bombas? Dicen que el ex presidente Aznar era lector empedernido de quintillas y sonetos. No lo dudo. Pero, así como los torturadores, no sólo leen y escriben poemas a la luna y a la soledad de unos zapatos agujereados, así existen presidentes de gobierno que hacen compatible la degustación de unas adivinanzas con la barbarie más exquisita. (Hay excepciones como la de Bush, que no lee ni lo que escribe, y manda masacrar poblaciones de civiles).

Ciertamente, y caso de que la lectura y escritura de poemas nos devuelva el vigor ético perdido en el tiempo en que se pierde toda inocencia, causa desazón cons- tatar que ninguno de estos rudos conductistas indica cómo sucede tal milagro de ósmosis moral e intelectual. ¿Cómo volverse buena persona, cosmopolita y tolerante leyendo versos de Cernuda? ¿Qué camino sentimen- tal e intelectual es preciso recorrer para que dicha metamorfosis suceda?

Que se sepa, nadie ha explicado este recorrido de forma convincente. No existe descripción que avale dicho cambio. Para muestra, todos los que leemos y escribimos poemas. Nos diferenciamos del resto de la comunidad semoviente animal el canto de un euro. Lo que hay es un principio categórico, casi metafísico, avalado únicamente por miles de frases enquistadas en el más grasiento de los idealismos.

Lo curioso del caso es que en ocasiones este tipo de soflamas psicologistas, nada empíricas, y por tanto nada verificadas, la mantienen tipos duros, marxistas dialécticos o vulgares, materialistas, al fin y acabo, los cuales caen en posiciones ideológicas que contradicen sus métodos de investigación en otras par- celas de la realidad.

En este contexto, resulta paradójico que el historiador A. Elorza no comprenda por qué Pol-Pot se volvió un sanguinario, después de haberse pasado unos años leyendo a Rimbaud y a Verlaine. Al parecer, para el ex- comunista Elorza, la lectura de Rimbaud sólo produce tolerancia, respeto y espíritu cosmopolita. Olvida que el propio Rimbaud, después de escribir unos poemas estupendos, abandonó la creación poética, que tanto dulcifica el espíritu y rebaja el colesterol, y se dedicó, ahí es nada, al contrabando de armas en Abisinia.

Y es que la decantación espiritual de los sujetos suele ser menos conductista de lo que da a entender la descripción alarmada de Elorza, y, por supuesto, mucho más compleja. Dice Elorza: «Pol Pot se sirvió a lo largo de su vida de muchos nombres, pero el suyo verdadero era Saloth Sar. Estudió en una escuela católica, sufrió la disciplina de un monasterio budista y durante tres años estuvo becado en Francia. Volvió hecho un afable profesor de literatura francesa, aficionado a Rimbaud y a Verlaine, pero también convertido en militante comunista, pronto clandestino y sometido al riesgo de muerte que implicaba la represión del rey Shihanuk».

Bueno, que tipos tan ortodoxos como Elorza caigan en planteamientos tan manirrotos, parece comprensible. Pero que alguien como Félix de Azúa, poeta novísimo, avezado dialéctico, ensayista sutil, se precipite en el lugar común es para preguntarse qué tipo de enfermedad intelectual ha contagiado a ciertos «pensado- res», que los lleva a aventar simplezas como la que sigue: «Sólo el poema es capaz de penetrar en el horror que la miseria moral (una específica y característica miseria moderna) ha instalado en el mundo».

Si esto es como dice Azúa, lo extraño es que no se obligue a leer y a escribir a lo largo de todo el periplo educativo, desde Primaria a la Universidad. Porque, si ese modalizador exclusivo y excluyente del texto de Azúa ­sólo­ fuese verdad, sobrarían esas asignaturas, denominadas Etica y la última Educación para la Ciudadanía, asignatura más propia para un convento de frailes capuchinos que para ciudadanos arrepentidos. Bastaría leer poemas para que ipso facto nos convirtiéramos en personas honradas, piadosas y tolerantes. Y, por supuesto, ciudadanos.

Como digo, se trata de un síntoma de una enfermedad. Porque esta metástasis del lugar común está corroyendo a la mayoría de escritores y analistas, que, en lugar de reflexionar, sustitu- yen su inteligencia por un puñado de lugares comunes. Y, si no, díganme cómo es posible que un adulto escritor sostenga la siguiente mermelada sintética: «Mediante la poesía es posible recuperar el alma de las cosas, el rostro auténtico del ser humano, nuestra conciencia de libertad, la palpitación y el pulso del mundo. No hay realidad, por oculta que parezca, que no pueda ser desvelada y expresada con palabras, no hay realidad, por vulgar que se estime, que no pueda ser transformada y dignificada me- diante la poesía».

«Alma de las cosas», «rostro auténtico del ser humano», «conciencia de la libertad», «palpitación del mundo», «desvelamiento de la realidad», pero ¿qué galimatías conceptual es éste?

La verdad es que echar pestes contra la utilización política o lo que sea de la literatura, y, después, no tener remilgos en atribuir a la poesía efectos tan fenomenales como el resurgimiento del vigor ético y metafísico de la individualidad, no sólo es propio de cínicos, sino, muchísimo peor aún, de tontos inconscientes, algo que no casa muy bien con la actividad lectora y crítica.