Recomiendo:
0

Un acercamiento político distinto

Al Qaeda y el nuevo terrorismo fundamentalista

Fuentes: Rebelión

«Ustedes nunca volverán a conocer la paz ni la seguridad» Osama Bin Laden, En alguna parte de Afganistán, 2002. 1. Problemas de definición. Uno de los grandes obstáculos para la consideración del tema que me propongo discutir es lo reacios que somos a plantearlo. En general, esta actitud se revela en formas de desviación del […]

«Ustedes nunca volverán a conocer la paz ni la seguridad»

Osama Bin Laden,

En alguna parte de Afganistán, 2002.

1. Problemas de definición.

Uno de los grandes obstáculos para la consideración del tema que me propongo discutir es lo reacios que somos a plantearlo. En general, esta actitud se revela en formas de desviación del campo polémico que adoptan el rostro de definiciones demasiado inclusivas del tópico, tanto que éste se vuelve inhallable. Lo dicho puede deberse a que la mayoría de los materiales sobre el tema sigue procediendo de espacios tan fiables como el Centro de Estudios Estratégicos del Departamento de Estado norteamericano.

Reconozco que «terrorismo» es de hecho un término socialmente impugnado y con una fuerte carga de polisemia. Incluye las actividades de grupos emanados de la sociedad civil, de organizaciones paraestatales, e incluso del mismo Estado. Implica acciones disuasivas o directamente violentas, opciones con una política claramente definida junto a otras en las cuales dicha política debe rastrearse casi hasta las raíces del propio término, alternativas culturales, religiosas o nacionales.

Muchas de estas formas son –pero no igualmente– regresivas y deleznables, y por ende, no veo razón para reservar el término en cuestión a una o a otra. Sin embargo, cuando los sectores progresistas quieren acercarse al problema, en general, se ven desorientados.

Una razón posible para explicar dicha desorientación estriba en que, durante mucho tiempo -y aún hoy-, en gran parte del mundo «occidental» y alrededores, acciones que hoy llamaríamos «terroristas» fueron consideradas políticamente aceptables y hasta legítimas por aquellos que se oponían a la continuidad de sociedades basadas en la explotación del hombre por el hombre, en el dominio de una «nacionalidad» por sobre otras, etc. Es decir, el terrorismo era un medio apropiado en la lucha por la liberación nacional o social en ausencia de otros caminos[1].

Por otra parte, un amplio espectro de acciones legítimamente democráticas fueron consideradas como «terroristas» o «subversivas» por los poderes de turno, quienes reprimieron por igual unos y otros medios de lucha, confundieron los conceptos y a los propios luchadores en una masa amorfa de designaciones y castigos[2].

De hecho, fueron esos poderes, centrales o periféricos, los que inventaron y pusieron en práctica los métodos «adecuados» de lucha contra lo que llamaban «terrorismo»: desapariciones forzadas, torturas, asesinatos, violaciones de todos los derechos civiles y humanos reconocidos y manifestados por la Carta Orgánica de las Naciones Unidas, y, cuando no quedó lugar para nada más, genocidios[3]. El terrorismo de Estado ha sido, tal vez, la forma más perfeccionada y morbosa de ataque a la sociedad civil que se haya inventado hasta la fecha, y ha vuelto casi imposible una aproximación ético – política a la cuestión de los otros medios de lucha antes englobados bajo el mismo nombre.

Sin embargo, una aproximación de este tipo es hoy, más que necesaria, obligada. El terrorismo de sectores fundamentalistas amparados discursivamente en una lucha de corte religioso se ha instalado con fuerza como tópico en la esfera pública mundial tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001, y ha sido la incapacidad por parte de los grupos progresistas para abordarlo una de las razones para que este tópico pudiese definir la reciente elección presidencial en los Estados Unidos[4].

Por otra parte, no es claro que las viejas categorías con las cuales abordábamos el mapa general de la política mundial sigan siendo válidas, a medida que, ya desde los años sesenta, esa política se ha ido expandiendo a zonas cada vez más remotas y ajenas a la misma. Aunque resulta evidente que las nuevas organizaciones terroristas poseen una clara agenda política, comprensible para cualquier observador, pocos de nosotros calificaríamos los ataques en Nueva York, España y Londres como formas «legítimas» de lucha «antiimperialista», por parte de nacionalidades o grupos sociales «oprimidos». Tampoco queda claro que esos ataques hayan favorecido dichas «causas»[5].

Es decir que ni la lucha de clases ni las fórmulas conocidas de la «cuestión nacional» dan cuenta del nuevo fenómeno[6]. Y no se trata tampoco de desterrar estas categorías, sino de reflexionar sobre este tema para enhebrar una respuesta a la altura de las circunstancias. Sencillamente, ya no podemos eludir el debate, porque éste ha sido instalado. No podemos devolver el golpe relevando las muy reiteradas y casi cotidianas atrocidades de las «democracias civilizadas», porque esta vez no está tan clara la constitución misma de los bandos en pugna, ni el hecho de que los objetivos de cualquiera de ambos sean históricamente «progresivos».

Finalmente, resta una razón más para abordar el «terrorismo» desde la mirada que lo restringe al accionar de los grupos fundamentalistas amparados formalmente en un Islam que nada tiene que ver con ellos. Me refiero a la posibilidad cierta de mejorar la calidad democrática de nuestras sociedades, en un momento en que precisamente la amenaza terrorista, percibida como un tema de seguridad nacional, es argumento para el recorte masivo de los derechos civiles en buena parte de Occidente. Retomaré este tema en el acápite final.

2. Innovaciones organizativas del nuevo terrorismo.

Podría definirse a Al Qaeda como una federación -o, si se prefiere, una corporación- de organizaciones terroristas, capaz de actuar a la vez en todo el mundo y de internacionalizar conflictos antes territorialmente acotados. Ese cambio es el que ha instalado a la organización en la mira del mundo, aún antes, pero sobre todo después, del 11 de setiembre.

Grupos que antes actuaban separados, en el marco definido por los Estados nacionales y sus reivindicaciones correspondientes, han generado, producto de su unificación, una agenda política común -correlato lógico de la acción colectiva de las potencias extranjeras-, una jerarquía y una estructura de financiamiento y acción, y, lo más importante, han apelado a la ciudadanía europea y occidental, ora como blanco de ataque, ora como interlocutor. Para peor, han hecho gala de una eficacia difícil de igualar. Capaces de reunir varios millares de hombres, así como enormes sumas bancarias, superan holgadamente los recursos y los métodos del accionar contrainsurgente «convencional», pero a la vez escapan a ejércitos aún animados por concepciones de la guerra como conflicto entre una serie de Estados, por un territorio claramente delimitado -en este sentido, el rotundo fracaso político de las operaciones militares de los EE.UU. habla por sí mismo-.

De este modo, los nuevos grupos han adquirido una visibilidad pública que ya no depende de su capacidad militar, y una injerencia muy superior a aquella que limitaba su alcance a los países de mayoría musulmana, espacios vacíos en el mapa mental de la mayoría de los habitantes de Occidente. Organizaciones como Al Qaeda son, de hecho, grupos de presión a nivel mundial, y tras el rastro de sus ataques, ya nadie duda de la seriedad de sus planteos.

3. ¿Un choque de civilizaciones?

Desde diferentes ámbitos se ha instalado que en la base del apoyo a las acciones de Bin Laden por parte de las mayorías musulmanas -apoyo por otra parte nunca comprobado- subyace la oposición férrea a todos los artefactos sociales de la cultura burguesa occidental: igualdad de derechos, libertad de culto, estado laico, etc.

Es posible, en efecto, que no todos estemos destinados a vivir del mismo modo, es decir, que nuestros valores no sean los únicos. De hecho, no parece poco paradójico tener que imponer la tolerancia, cuando ésta va contra las costumbres de un pueblo, ni queda claro qué derecho tendríamos precisamente nosotros a hacerlo.

Pero de esta legítima discusión a afirmar que detrás de Al Qaeda se esconde el recelo del entero Islam frente a la modernidad capitalista occidental, creo que hay un trecho demasiado largo. No sólo porque el lenguaje en que se expresan las reivindicaciones de la organización es perfectamente comprensible para el observador -cese de la intervención militar, política, económica o cultural extranjera en los asuntos de los países árabes, finalización del apoyo al estado de Israel (y eventualmente, su desaparición), rechazo de las «libertades» burguesas (percibidas como opuestas a la ley de Dios), etc.-, sino porque su método -una organización decididamente moderna, el empleo sistemático del terror contra los países que han decidido apoyar la iniciativa norteamericana, el ataque a los intereses económicos que vuelven atractiva la explotación de los recursos económicos del mundo árabe- es perfectamente comprensible, aún en su rostro más siniestro, tanto por quienes la han practicado como por quienes la han sufrido.

Amén de ello, millones de musulmanes viven de manera perfectamente «moderna» sin romper por ello con su religión, ora en el marco de sus países de origen, ora en diferentes partes del mundo occidental. La prédica de Al Qaeda ha tenido un éxito restringido precisamente a causa de su excesivo rigorismo en materia religiosa: son pocos en verdad los que consideran plausibles las iniciativas religiosas de conducta pública de la organización en sus respectivas naciones, y menos aún los que desean verlas realizadas.

Donde esa prédica ha sido exitosa, factores distintos entraron en juego. En el corredor sirio-palestino, en el Golfo Pérsico, en las planicies afganas, o bien en ciertos territorios africanos donde rige la sharia -o ley islámica-, la imagen de Occidente que ha llegado no ha sido, ni remotamente, la promesa de una vida mejor. La invasión soviética a Afganistán, la injerencia innegable de las superpotencias en la guerra entre Irán e Irak en la década de los ochenta -así como en el ascenso de Saddam Hussein al poder en este último Estado-, la condonación de las peores prácticas represivas de los gobernantes de turno en dichos países -incluido el genocidio kurdo- por razones de estrategia internacional, no han preparado el terreno precisamente para una recepción amistosa de los valores ilustrados. La actuación cotidiana del Estado israelí como gendarme regional y cabeza de playa de las tropas norteamericanas tampoco ha facilitado la reconciliación que, curiosamente, se reclama en tono perentorio a los propios árabes.

4. ¿Un retorno al pasado?

Si uno se dedica a escuchar con atención el discurso de la organización, rápidamente descubre un denominador común en todas sus declaraciones públicas: el rechazo de los valores, las formas y la cultura de la modernidad en nombre de la tradición. Sin embargo, no parece que este proyecto sea posible en plazo alguno. Y es que una de las máximas paradojas de los discursos más antimodernos ha consistido, históricamente, en que, en su articulación, no pueden escapar de la propia modernidad que rechazan[7].

En primer lugar, la propia lógica de la organización, como hemos demostrado, es directamente ultramoderna. La virtualización del espacio económico y político -fruto de la revolución en las telecomunicaciones-, el poder de los medios masivos de comunicación, el papel decisivo de lo simbólico -piénsese en las Torres Gemelas, emblema de la cultura y la arquitectura neoyorquinas, amén de capital universal de los inversores- son elementos que Al Qaeda y sus cabezas visibles manejan a la perfección. Educados muchos de ellos en universidades europeas, hablan un lenguaje en el que no se sienten en absoluto forasteros. El mismo hecho de que su líder, familiar cercano de la familia real saudita, posea una fortuna personal valuada en cinco mil millones de dólares, nos habla de su profunda implicación en el mundo moderno capitalista, una implicación incompatible con su armazón proyectivo marcadamente reaccionario.

En segundo lugar, destacaría su peculiar utilización del miedo como herramienta de lucha. Cierto es que no son los primeros ni lo únicos en hacerlo -piénsese en la Administración Bush-, pero pareciera que ese tipo de acciones tienen tanta importancia para la organización como los propios ataques que realiza. Y esto no es casual: es el miedo que provocan el que los mantiene en el tope de las preocupaciones públicas, el que nos fuerza a dedicarnos a su trayectoria. Sobre todo, diría que es el miedo a lo que pueden lograr de nosotros sin vencernos: quebrar nuestra moral, vencer nuestra creencia en las libertades civiles, legitimar el retorno de las prácticas autoritarias en aras de la seguridad personal… El campo de la contienda está definido: es la lucha por sostener nuestro estilo de vida -pero no el del consumo ilimitado y frívolo de bienes, sino el del acceso a la información, la libre movilidad, el debido proceso, etc.-, por mejorarlo, por detener la oleada fascista con que nos atacan quienes -esta vez en casa- siempre sobrevuelan cual buitres en torno a la persistente llama de la libertad.

5. Conclusión: contra el terrorismo, fortalecer la opinión pública.

En el reciente acto opositor a la Cumbre de Presidentes de América Latina, en Mar del Plata, Argentina, el venezolano Hugo Chávez ha planteado que en el nuevo siglo que vivimos la fuerza necesaria para oponerse mundialmente a la dominación capitalista procede, no de un sujeto social determinado, sino del conjunto de acciones y cuestionamientos emanados de la sociedad civil, que habitualmente consentimos en llamar «opinión pública»[8].

Esta afirmación da cuenta, con los límites del caso, tanto de las transformaciones materiales del mundo contemporáneo como de las elaboraciones intelectuales a que han dado lugar[9]. Por una parte, destaca la propia historia del siglo que acaba de expirar, plagada de acontecimientos que desafían no meramente la capacidad explicativa de la razón, sino la propia utilidad de dicha empresa intelectiva. Por la otra, el abandono de visiones del devenir humano identificadas con la típicamente moderna confianza en un futuro siempre promisorio, de la mano del progreso científico, social, y moral.

Desde el campo socialista, muchos intelectuales han denunciado en la teleología del sujeto proletario la persistencia de variadas líneas simbólicas de dominación sobre diversas minorías[10]. Concretamente, para quienes escribieron y escriben a la vera del fracaso político y cultural de los proyectos emancipatorios globales y radicales, el margen que éste ha abierto para el cuestionamiento de los costes sociales y culturales de la modernización y la industrialización -cuestionamiento que se nutre de la fundada incertidumbre respecto de su dirección verdadera a futuro- alcanza también al presupuesto de que todos los que sufren tales procesos se hallan unificados en un espacio macro social de carácter proyectivo.

De la deconstrucción de esa unidad se derivaban múltiples historias concretas, casi minúsculas -de minorías diversas, de opresiones diferentes, de realidades irreductiblemente distintas- las cuales relevaron a la antigua narrativa que subordinaba toda diferencia al proletariado industrial, sujeto privilegiado del relato.[11]

En definitiva, para quienes reivindicamos la posibilidad de un mundo mejor, se ha vuelto urgente apelar, sin sectarismos, a la entera sociedad civil. Es cierto que aquí competimos a la vez con los terroristas de dentro y de fuera. Sin embargo, estoy convencido, con Chávez, de que el poder de la opinión pública es hoy un arma lo suficientemente poderosa como para vencer incluso al conglomerado de los medios de comunicación, y al cerco de mentiras con que nos envuelve.

Pero, descartada -por indeseable antes que por improbable- la constitución de una alternativa insurreccional de tipo global-sistémico ¿qué uso daremos a ese gigantesco poder? La respuesta es simple: el poder de la verdad dicha. El caso de España, donde el intento de la Administración Aznar de ocultar las evidencias que apuntaban a Al Qaeda -y desviar la atención hacia los grupos ligados a ETA- fracasó de modo ostensible gracias a la red internacional de contactos que permitieron difundir las noticias a pesar del férreo control estatal de los medios masivos de comunicación, ha servido para demostrar no sólo la entereza de tal entramado en tanto germen de una «opinión pública mundial», sino la importancia que tiene implicarse seriamente en la elaboración de políticas públicas -internas o externas-, en decisiones que nuestros «representantes» ya no pueden tomar por nosotros.

Debemos aprovechar esta oportunidad para contraatacar a quienes buscan limitar nuestra palabra: avanzar sobre las cuestiones ligadas a la autogestión, la revocabilidad de los mandatos -experiencia ensayada ya en el marco de la reforma constitucional venezolana-, la absoluta libertad de información, la conformación de espacios civiles con credibilidad real para controlar las acciones gubernamentales, etc. La implicación de la sociedad civil en el tema puede, bien conducida, convertirse en un medio para volver a los diferentes regímenes democráticos más permeables a la participación popular, y así convertir a la democracia una herramienta en la lucha, no sólo contra el terrorismo, sino contra toda forma de opresión.

No es un camino mágico, ni promete un cambio a corto plazo, pero la promesa del socialismo no era meramente el derrocamiento del capitalismo, sino su superación. Debíamos vencerlo porque éramos mejores. La duda sembrada en este escéptico mundo contemporáneo es, sencillamente, si lo somos.



[1] En general, casi todas las organizaciones guerrilleras, urbanas o rurales, así como los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo, tuvieron alas dedicadas a la «desestabilización» de los regímenes que buscaban desbancar, alas que no vacilaron en tomar acciones de tipo terrorista para demostrar la incapacidad de estos regímenes de mantener el orden público.

[2] Un caso evidente de este tipo fue el régimen del apartheid en Sudáfrica. Pero de ningún modo es el único.

[3] Indochina y Argelia fueron los casos paradigmáticos de este tipo de represión, y Francia su propulsora a nivel internacional.

[4] La última semana de la campaña electoral, cuando Kerry venía en franca recuperación, la polémica aparición de un video de Bin Laden fue un elemento decisivo en la inclinación del voto independiente hacia una agenda que privilegie la seguridad nacional, componente básico de la campaña de Bush.

[5] Particularmente, no veo en qué modo un ataque militar a la economía de Occidente, carente por completo de un proyecto de recambio, represente una opción política susceptible de mejorar la vida de los trabajadores en cualquier parte del mundo. Tampoco estoy de acuerdo con una agenda que incluye la desaparición del Estado de Israel, independientemente de lo que pueda opinar sobre sus políticas. Esta agenda, aunque clara, no parece orientada hacia la mejora en la calidad de vida de las mayorías, ora en el mundo árabe, ora en el mundo occidental.

[6] Es especialmente curiosa la inexactitud en la aplicación del modelo de las «nacionalidades» a un proyecto político fundamentalmente internacional -limitado, claro está, a los países de hegemonía cultural del Islam-. Por otra parte, aunque es indudable la presión de los poderes centrales en estos países, ¿debemos pensar que las condiciones de vida de sus habitantes son responsabilidad del imperialismo, o bien de las clases locales asociadas, ligadas a la explotación de una materia prima cada vez más escasa, imprescindible y limitada? Como mínimo, la respuesta debiera estar a mitad de camino. Sin embargo, son sectores subalternos de esas clases dominantes -piénsese en el vínculo de Osama Bin Laden con la familia real saudita, políticamente aliada a los Estados Unidos, y económicamente asociada a George W. Bush- o bien en los grupos políticos dominantes en Siria e Irán, quienes apoyan materialmente a los grupos fundamentalistas.

[7] Analiza esta paradoja con maestría Marshall Berman: Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, México, Siglo XXI, 1999, p. 14 y ss.

[8] Cabe aclarar que no se trata con esto de acercarnos a las llamadas «políticas de la multitud», que hacen de la variedad un valor necesario. La importancia de la lucha contra la explotación social no desaparece en la incorporación a la agenda de las cuestiones ligadas a la lucha contra la dominación en sentido más amplio: dominación sobre la mujer, dominación racial o étnica, dominación religiosa o, principalmente, política. Antes bien, al contrario: las concepciones se enriquecen, las prácticas se vuelven más tangibles, los programas más inmediatos y no por ello menos importantes, cuando apelamos a la entera sociedad civil. Destaca en este sentido la experiencia zapatista.

[9] Foucault lo planteaba así: «Es sabido por experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad para brindar programas de conjunto de otra sociedad, otro modo de pensar, otra cultura, otra visión del mundo no llevaron de hecho más que a prorrogar las más peligrosas tradiciones». Foucault, Michel: ¿Qué es Ilustración?, Madrid, La Piqueta, 1996, pp. 105 y ss.

[10] Scott, Joan: Gender and the politics of history, New York, Columbia University Press, 1988.

[11] Scott, James: Los dominados y el arte de la resistencia. Discursos ocultos, México, Era, 2000.