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Al rescate de la imagen del Che

Fuentes: Rebelión

En el marco de las celebraciones efectuadas en Francia con motivo de la conmemoración del cuadragésimo aniversario de la muerte del Che, su hija Aleida nos ha convocado a rescatar la dignidad de su icono. A revivificar la imagen del Guerrillero Heroico -transformada por el capitalismo en logotipo comercial- con la fuerza de sus ideas, […]

En el marco de las celebraciones efectuadas en Francia con motivo de la conmemoración del cuadragésimo aniversario de la muerte del Che, su hija Aleida nos ha convocado a rescatar la dignidad de su icono. A revivificar la imagen del Guerrillero Heroico -transformada por el capitalismo en logotipo comercial- con la fuerza de sus ideas, hoy más vigentes que nunca.

¿Cómo abordar esta noble y perentoria tarea? Propiciar que una imagen nos interpele -y ejemplarmente la de un héroe que ha vencido a la muerte- es como sumergirse en un mar sin fondo. Como bucear en las honduras que nos dieran origen, en busca de las numinosas fuentes en las que abrevaran nuestros ancestros más remotos. Inmersos en estilos de vida y de producción solidarios, ellos fueron los primitivos forjadores de nuestra Patria Grande. Su luz alumbra nuestra subjetividad comunitaria, la conciencia que nos constituye como pueblo en marcha. Desde esta conciencia fundacional emergen nuestros líderes, a quienes reconocemos como tales en la medida en que reproduzcan las proezas de los protagonistas arquetípicos.

Leonardo Boff, en su artículo Espíritu, Materia y Vida: eras de lo humano, nos remite a la «era del espíritu«. Cuando «grandes símbolos, ritos y mitos» daban cuerpo a nuestra «experiencia fontal«. Cuando las imágenes, «a la vez que seguían siendo imágenes, eran también centros energéticos de la vida y de la naturaleza con los cuales el ser humano debía confrontarse y escuchar sus llamadas«. Con el advenimiento del neolítico accedimos a la «era de la materia» – en la que «las fuerzas espirituales y psíquicas de la era anterior fueron consideradas magia y superstición«-, y asistiríamos hoy a los albores de la «era de la vida» que aguarda nuestro compromiso y protagonismo: «…La vida, y no el crecimiento, debería ser el gran proyecto planetario y nacional«.

Nótese que, dentro de este marco orientador, el capitalismo habría tenido su génesis y culminación imperialista en la última etapa de la «era de la materia«, cuyos actuales estertores coincidirían con la agonía del proceso de secularización que le acompasó desde sus orígenes. Bajo tal óptica, y aun a riesgo de que me tilden de exagerado por remontarme a épocas tan lejanas (para mi percepción cercanas), intentaré revivificar la imagen del Guerrillero Heroico mediante el rescate de un vocablo devaluado por el neolítico agonizante: el vocablo mito.

¿Qué entendemos por mito o mitos? El discurso corriente acostumbra enfatizar su sentido peyorativo: el mito de la democracia, los mitos del marxismo… de lo que fuere. Bajo titulares de este tenor se alude a proposiciones que bajo lupa analítica se consideran falsas, haciendo hincapié en que la gente las adopta como verdaderas por haberlas asumido desde siempre, sin filtro crítico. Si los análisis respectivos contribuyen a desenmascarar manipulaciones, bienvenidos sean. Mas por lo general quedan inconclusos -sin trascender el ámbito del raciocinio-, y la argumentación consecuente resulta condicionada e impulsada por otros mitos inadvertidos. Los cuales devienen peligrosos, no por falsos sino por ocultos, por operar sobre el subconsciente. Si restituimos al vocablo mito su calidad de lenguaje, en sentido lato, la disyuntiva verdad o falsedad no es aplicable a su ámbito. ¿Es acaso más veraz el inglés que el español?… Sin embargo, la lengua condiciona nuestra manera de pensar y de sentir. Impregnados hasta la médula de herencia cultural helénica (¡si seremos míticos!…), acostumbramos contraponer más de la cuenta Mythos y Logos, imaginación y reflexión… como si el intelecto fuera el componente primordial de nuestro ser.

También es frecuente asimilar mito a leyenda. Al igual que Artigas, Bolívar y Martí, hoy el Che sería un héroe legendario. Como réplica a la intención neoliberal de mantener a estos próceres bien tiesos en sus respectivos pedestales, es común escuchar o leer que la muerte los ha convertido en mitos, y que, para poder emularlos, debemos previamente desmitificarlos. Pues bien; entiendo que tal apreciación, no sólo puede llegar a ser un grande y peligroso mito -no es posible aislar a nadie del entorno multidimensional donde la mitología actúa-, sino que lo adecuado, para que la réplica motivadora opere, es exactamente lo opuesto a lo que se nos propone. Para que cualquier modelo nos entusiasme y propulse nuestra acción, antes debe, de alguna manera, convertirse en mito.

Así como el apretón de manos, el abrazo, el beso, el amor físico, son rituales excelsos cuando renuevan la calidez de la comunicación humana, y gestos deshumanizantes cuando se vacían de vida; asimismo pero con mucha más fuerza el mito, en cuanto estructuración simbólica, puede llegar a ser la cumbre de lo expresivo o el súmmum de lo intolerable. Es ejemplar que la imagen del Che presida una manifestación militante y suscite su fervor. Es indignante que el capitalismo neoliberal transforme esa misma imagen en fetiche consumista.

Acaso la forma más fértil de constatar esta ambivalencia mítica, relativamente clara en el ámbito colectivo, sea confrontarla con experiencias personales. Como tales, éstas son intransferibles. Pero la confrontación es necesaria para abordar en el ámbito privado el desafío propuesto por Aleida Guevara. Aportaré algunos ejemplos de mis vivencias, con la convicción de que los efectos que destacaré trascienden mi individualidad y pudieren resultar útiles a quienquiera procure un abordaje semejante.

Escribo inspirado en un retrato del Che subtitulado con una frase de la inolvidable carta de despedida a sus hijos: «…Sobre todo, sean siempre capaces de sentir en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo…». Esta imagen didáctica me interpela. Opera mi liberación, en la medida en que me abra a su mensaje; o bien mi esclavitud, en la medida en que la conserve como objeto decorativo.

Tengo un nieto de tres años que desde muy pequeño conoce (por mi intermedio) la gesta victoriosa de la Revolución Cubana contra el malo Batista. Para que todos los niños como él tuvieran alimento, medicina, escuela… El Che, cuyo rostro luce en la carátula de un calendario cubano del año en que mi nieto nació (2004), es el modelo de vida que le ha propuesto su abu. El calendario, que ocupa un lugar destacado en la sala desde la cual escribo, contiene diversas fotos de Che y una de Fidel. Constituye una fuente de inspiración asidua para mi nieto, quien con frecuencia me pide que lo alce para revisarlo. Con esta actitud, que ocasionalmente me sorprende e impacta, le infunde vida a un conjunto de láminas que por mi parte no soportaría exhibir si así no ocurriera.

Un último ejemplo de la influencia de este conjunto iconográfico en mi historia personal. Me han tocado en suerte tres cirugías en el transcurso del último año. Particularmente en la primera, que fue la más difícil, el rostro del Guerrillero Heroico grabado en mi mente me inspiró un estoicismo del que yo mismo me asombré.

Afrontar con entereza el dolor físico, nuestras pasividades forzosas y la misma muerte, es parte de la enseñanza imperecedera del Che. En su carta de despedida a Fidel nos legó un ejemplo eximio de cómo operarían en él mismo, en la instancia suprema, la fuerza de las imágenes grabadas en lo más íntimo de su ser: «…Que si me llega la hora definitiva bajo otros cielos, mi último pensamiento será para este pueblo y especialmente para ti«.

Si a poco más de seis años del triunfo revolucionario, al dejar Cuba para batallar en «otras tierras del mundo«, fue capaz de escribir de esa manera, tal vez haya sido él quien mejor haya advertido la ambivalencia insoslayable del mito que construyó, en su ferviente búsqueda del hombre nuevo, y quien mejor haya vibrado ante la potencia mítica de la epopeya que protagonizó. Tanto por la fineza poética que impregnaba su lenguaje llano y directo -inherente a su prédica de la nueva ética socialista-, como por el estoicismo de su vida nómada -en el que de alguna manera revivificaba el modus vivendi de nuestros ancestros, proyectado hacia un futuro liberador de las ataduras neolíticas-, el Che fue, acaso sin saberlo, un genuino recreador mítico. Es significativo que, en la carta de despedida a sus padres, él mismo se identificara con Don Quijote portando su «adarga al brazo» y sintiendo bajo sus talones «el costillar de Rocinante«.

Supo además captar como nadie la tremenda potencia mítica de Fidel. En El socialismo y el hombre en Cuba, el memorable ensayo dirigido a Carlos Quijano, director del semanario Marcha de Montevideo (publicado por éste el 12 de marzo de 1965), al ponderar la importancia de rectificar errores de conducción política mediante una «conexión más estructurada» de los líderes con la masa, el Che expresaba:

…en el caso de las iniciativas surgidas en los estratos superiores del Gobierno utilizamos por ahora el método casi intuitivo de auscultar las reacciones generales frente a los problemas planteados.

Maestro en ello es Fidel, cuyo particular modo de integración con el pueblo sólo puede apreciarse viéndolo actuar. En las grandes concentraciones públicas se observa algo así como el diálogo de dos diapasones cuyas vibraciones provocan otras nuevas en el interlocutor. Fidel y la masa comienzan a vibrar en un diálogo de intensidad creciente hasta alcanzar el clímax en un final abrupto, coronado por nuestro grito de lucha y de victoria.

Cerca de medio siglo ha transcurrido y aquel «método casi intuitivo» se perfeccionó notablemente. Múltiples organizaciones de masas en constante desarrollo contribuyeron a ello. Sin declinar el vigor y la frescura de aquel «diálogo de intensidad creciente«. Sin bajar el nivel del «clímax» ni la coronación del «grito de lucha y de victoria» que el Che supo hacer suyo: ¡Patria o muerte! ¡Venceremos!

El mito nos es consustancial, no podemos vivir sin él. Y es radicalmente operante: es el elan vital que inspira nuestros actos. Revela nuestra imperiosa necesidad de dar sentido a la multiplicidad de dimensiones en que nos encontramos inmersos, de encontrar centros unificadores de acción que nos permitan dominar el timón evolutivo: desde el raudal de significaciones del pasado, avanzar con ímpetu hacia las atracciones del futuro. Antes que raciocinio, el mito es praxis, sensibilidad, vivencia. Es contexto desde el cual el ser humano se siente expresado y, en consecuencia, no sale de él fácilmente, sino en la medida en que tome conciencia de la mitología en vigor. Esta toma de conciencia es la única desmitificación posible. Transmitologización, deberíamos decir, para mejor alertar sobre cuáles mitos se adoptan y cuáles se abandonan en una instancia determinada. Sin esta alerta, la acción cierta y no regulable del mito oculto hace que éste devenga absoluto. Al ser inconsciente, no asumido, el mito pierde su vigencia transfiguradora y propende a justificar un modo de encarar la vida. No provoca, liberando, sino que establece, esclavizando. Deja de ser causa motriz y síntesis expresiva del accionar del hombre, para convertir a una de sus dimensiones en dominante.

Cuando el mito pierde transparencia y deviene absoluto, se transforma en fetiche. Se queda, no con la energía dinamizadora del héroe arquetípico, sino con su estatua. Se convierte en efigie totalitaria, en propugnáculo de idolatría; donde lo que se adora y defiende a rajatabla es una única dimensión, por ejemplo, la integridad de la cristiandad, o su versión posmoderna neoliberal: la incorrupción del mercado. Éste es el gran límite y el gran peligro del mito. Es lo que llamaríamos ideología en el sentido peyorativo marxista: la idea proyectada que la sociedad tiene de sí misma, que se hace absoluta y tiende a legitimarse, a entronizarse por gracia divina, a mantenerse in statu quo. Entonces el mito resulta agobiante y alienante, opresor del individuo y de la sociedad. Porque ha dejado de ser lenguaje para derivar en objeto independiente, extranjero, ajeno a la calidad humana.

La función de todo mito es consumirse en aras de lo que provoca. No otra cosa fue la vida del Che, no otra cosa debería infundir en nosotros su imagen peregrina. Cuarenta años es un lapso simbólico y su celebración una oportunidad sin par para que nuestro «grito de lucha y de victoria«, con renovada pasión y energía vuelva a resonar como otrora.