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Aldea grande

Fuentes: Insurgente

La historia de la humanidad no aparenta lo que es: infinitesimal parpadeo en un tiempo que fluye desde siempre y para siempre. Qué importantes nos sentimos cuando meditamos acerca de la «larga» sucesión de años que cimientan nuestra civilización. Ah, los griegos, babilonios, egipcios y romanos. Francia y su arte «esteticista». Nueva York y su […]

La historia de la humanidad no aparenta lo que es: infinitesimal parpadeo en un tiempo que fluye desde siempre y para siempre. Qué importantes nos sentimos cuando meditamos acerca de la «larga» sucesión de años que cimientan nuestra civilización. Ah, los griegos, babilonios, egipcios y romanos. Francia y su arte «esteticista». Nueva York y su «ríspido» arte contemporáneo.

Sí, qué importantes somos. Perdida en la bruma de la memoria universal se halla, por ejemplo, aquella economía que satisfacía las necesidades perentorias en un pequeño pedazo de suelo, cercano al castillo inexpugnable. Ahora todo es distinto. La aldea vuelta hacia sí misma, cerrada a cal y canto al forastero, creció, y creció, y creció. El mundo entero es una aldea.

Porque todos somos vecinos. Los unos de los otros, al alcance de las manos…o, mejor, del teléfono, el E-mail, el fax, las tele conferencias. Un planeta constituido en desmesurada aldea. Y los aldeanos, con tendencia a homogeneizarnos en una «cálida» cobija llamada globalización neoliberal. Claro, esa ley de la homogeneidad (en el gusto por la hamburguesa y la gaseosa repetidas ad infinitum, en el llanto tumultuoso por la princesa traicionada y víctima de publicitado accidente…) no se cumple cabalmente en todos los planos del inefable fenómeno que nombramos vida.

¡Qué contrastes descubrimos en derredor, apenas sin tensar el poder de observación! La información se acumula, tenaz, en las pantallas de los ordenadores, y en pliegos de imprenta. Se precisan el raciocinio, que clasifique, y la razón, que permita confrontar datos, para extraer conclusiones. «El 20 por ciento de los más ricos acapara el 86 por ciento de los gastos de consumo. Al haber del 20 por ciento de la humanidad van a parar el 45 por ciento de la carne y el pescado, el 74 por ciento de las líneas telefónicas, el 84 por ciento del papel, el 87 por ciento de los vehículos…»

Resbaladiza suele tornarse la información. A menudo escapa del ojo avizor y traiciona los más «altos» intereses. Acude a una diestra inoportuna, a una voz desinhibida.

Mas ¿qué hago? ¿Contribuir a abrir la caja de Pandora? ¿Pretender incluirme entre los aguafiestas que tildan de absurdo un esquema planetario presentado como panacea y futuro ineluctable? ¿He de concurrir también a la irreverente aseveración de que entre los rasgos del neoliberalismo figura un desarrollo más lento, tomado como referencia un dilato período histórico?

Seguro recordaré que, si entre 1950 y 1973 el Producto Interno Bruto de las naciones más industrializadas se benefició con cinco por ciento de crecimiento anual, a partir de la última fecha se desacelera el ritmo. De 1990 en adelante es de menos del dos por ciento.

Y la desaceleración se acompaña de una «burbuja financiera», pues se intercambian deudas y se compran y venden mercancías inexistentes. Inversión improductiva en detrimento de la productiva. Paroxismo que en su momento provocó el desplome de los Tigres asiáticos, y que llegó a colocar a Rusia al borde del colapso. Lo cual no quita que haya capitalismo para rato. El sistema ha demostrado disponer de tamaño manojo de recursos para retardar la crisis definitiva, que asoma ya, de acusada manera, en signos como la alucinante cifra de mil millones de personas en la pobreza, o los 800 millones que sufren hambre crónica.

En algo coincidimos unos cuantos. Aunque keynesianos, neoestructuralistas, marxistas, liberales a ultranza, no acaban de ponerse de acuerdo en cómo salir, lo cierto es que concuerdan en la necesidad de trasponer el laberinto en que el ser humano se ha adentrado.

Mientras, los menos -desafortunadamente, en el poder- devienen optimistas retroactivos y se aferran a logros evidentes como la impronta de griegos, babilonios, egipcios, romanos… Y se enorgullecen sin comprender que, de continuar este absurdo modo de erigirnos en aldea grande, pronto ni el esteticista París ni la pragmática Nueva York servirán de modelo.

La desmesurada aldea podría convertirse en desmesurado caos. Después, el olvido. Sin portador de la memoria sobre el orbe, ¿cabría el acto de recordar?

En fin: la «ley del contraste» se sobrepone a la «ley de la homogeneidad».