A Eleonora y Agnese Moro
El 9 de mayo se han cumplido 30 años del asesinato de Aldo Moro en Italia, tras 54 días de secuestro y una dolorosa polémica causada por las misivas del onorevole, que los terroristas hacían llegar a la prensa, siempre suplicando a sus compañeros de partido una negociación que salvase su vida. Negociación extremadamente difícil, habida cuenta de la desorbitada exigencia de intercambio de prisioneros por parte de las Brigadas Rojas. La sensación de transitar por un territorio selvático en el que nada es lo que parece invadirá a quienquiera que se preste a adentrarse en el tortuoso campo de la lucha terrorista, los servicios secretos, los intereses partidistas, la legalidad, la razón de estado, la piedad hacia un secuestrado condenado a muerte, la impotencia para salvaguardar la vida de la víctima por las autoridades competentes: todo entremezclado en un magma informe del cual es terriblemente difícil aislar conclusiones, pues sus componentes se hallan mutuamente condicionados y no es posible una elección que salve un criterio sin traicionar otro.
Pero una investigación modesta en su objetivo aunque ambiciosa y rigurosa en su consecución, puede empezar por la aparente superficialidad de las declaraciones de la clase política y de los titulares periodísticos. Plagadas de retórica: pero la retórica dice, con frecuencia, la verdad. Tal es el objetivo de Leonardo Sciascia en su investigación sobre «El Caso Moro». Tal procedimiento, más sintomático que etiológico, se conforma con examinar la forma sin tratar de buscar más fondo que el inmediatamente perceptible en la propia forma. Este modus operandi, que las mentalidades conspiratorias desecharán por «superficial»· es, sin embargo, el mejor procedimiento para descubrir la ideología imperante: la primera manifestación de ideología es siempre la más superficial y la aporta la facultad humana por excelencia, es decir, el lenguaje. Por eso el caso de Aldo Moro es una referencia insustituible para quienquiera que pretenda valorar críticamente las posturas y actitudes que tienden a adoptar tanto políticos como periodistas ante el fenómeno del terrorismo. Un ruido que sonará como algo repetido hasta la saciedad. Aquí, como en otros terrenos menos traumáticos, pero sobre todo aquí, muestra la ideología del «consenso» su faz más deplorable, su mordaza, la estigmatización de lo novedoso, del discrepante, en nombre, como viene siendo habitual, de la «unidad de todos los demócratas contra el terrorismo»: unidad que nada tiene que ver con la democracia. Por eso no es ocioso examinar detenidamente algunas de las reacciones que produjo el secuestro de Aldo Moro en Roma el 16 de marzo de 1978:
I. El mismo día en que Aldo Moro fue secuestrado, el onorevole Ugo La Malfa , jefe del Partido Republicano Italiano, miembro de la coalición gubernamental, señalaba: «Este es un desafío al Estado democrático. Hay que reaccionar aceptándolo». Nada que no dijeran, en formas y actitudes similares, prensa y políticos por entonces: se diría que la primera víctima del secuestro no era el propio Moro sino el sistema político. Algo que, por lo demás, podría sostenerse en cualquier otra clase de régimen: malamente un Estado tolera de buen grado ser desafiado, no importa si es democrático o no. Nunca como aquí se hace más patente la retórica del «Bien Común», ideología totalitaria cuyo verdadero designio es desviar la mirada del público hacia las pretendidas consecuencias que tales hechos acarrean a la colectividad, ignorando así al primer afrentado, que no puede ser más que la propia víctima, que no podía ser más que el propio Aldo Moro. No es difícil suponer lo que subyacía en este «sacar el pecho» por la «democracia»: estaban ya anunciando por anticipado la inviabilidad de cualquier negociación con terroristas a fin de salvar la vida del secuestrado: «¿acaso una «democracia» puede negociar con criminales?». La falsedad de este dogma radica en lo que no se dice, y es que un Estado dictatorial tampoco puede aceptarlo, el poder tiende a no aceptar transacciones a menos que su propia supervivencia esté amenazada. «El axioma según el cual «El estado no puede dar muestras de debilidad» -dice Rafael Sánchez Ferlosio- pertenece, obviamente, al supremo derecho del Estado como titular del monopolio de la violencia legítima y significa que allí donde el Estado se encuentre en un trance que comporta, de hecho, una efectiva situación de debilidad, no debe reconocer de derecho tal situación de debilidad sino arrollar por encima de ella y hacer valer, a sangre y fuego si es preciso, el derecho mismo que como Estado lo constituye. Polinices no debe recibir sepultura». Los rehenes no deben ser rescatados. Pero la diferencia, por supuesto, radica en que una democracia, en rigor teórico, exige transparencia en el ejercicio del poder y respeto al principio de legalidad en las actuaciones del gobierno: esta exigencia difícilmente puede ser cohonestada con una negociación con terroristas. Puestas así las cosas, sin embargo, tampoco es compatible con la mera existencia de los servicios secretos y de los fondos reservados, a fin de que el Estado supla con actuaciones ilegales su incapacidad o su incompetencia para garantizar la salvaguarda de las vidas de los particulares, o de la «seguridad del Estado», que, como es notorio, no siempre coincide con la seguridad de los súbditos o ciudadanos. En estas proclamas desafiantes Aldo Moro, desde su cautiverio, ya podía ver anunciado el destino que le aguardaba: un desafío entre criminales y gobierno en medio del cual él se encontraba indefenso y a punto de ser aplastado.
II. Para lograr la imprescindible conformidad del público en la gestión de un secuestro como aquel era necesario, primero, desfigurar la propia imagen de Aldo Moro. Cuando comienza el envío de las cartas del prisionero a los medios de comunicación, señalando los argumentos de los cuales podía servirse el gobierno para aceptar una transacción con criminales, la reacción fue unánime: todos a una proclamaron la muerte civil de Aldo Moro, condición previa e indispensable para mantener el necesario equilibrio de conciencias de cara a la aceptación de la muerte física que se avecinaba. A Aldo Moro lo mataron dos veces. Lo mataron antes de que estuviera efectivamente muerto los mismos que, una vez secuestrado, lamentaban la pérdida del «sentido de Estado» que nunca tuvo el personaje -virtud o defecto imposible de tener en Italia- y en nombre del inexistente Estado italiano se predisponían ahora a cerrarse en banda a toda negociación. El «sentido de Estado», instancia divina a la que se apela cuando el desastre ya es inevitable, o, mejor dicho, anestésico para el dolor causado por la aceptación de lo que solo puede producir un rechazo inapelable. Pero, afortunadamente, la honestidad intelectual de Leonardo Sciascia nos recuerda que Aldo Moro se había destacado, ya muy anteriormente a su secuestro, por defender que «entre salvar una vida humana o sostener a ultranza unos principios abstractos, lo que había que hacer era forzar el concepto jurídico de ‘estado de necesidad’ hasta convertirlo en un principio: el nada abstracto principio de la salvación de la vida de un individuo, a costa de los principios abstractos». En suma, que Aldo Moro sostenía como axioma la negociación en situaciones de ‘necesidad’ en las cuales principios tales como «la salvaguarda de la legítima autoridad del Estado», o lisa y llanamente, «el principio de no claudicación», habrían de ser postergados. Concepción probablemente discutible, pues no está dicho que la «salvación del individuo», en tanto en cuanto no se concrete en este o aquel individuo singular, no sea un principio tan abstracto como los sagrados principios en nombre de los cuales el Estado se disponía a afrontar aquel «desafío»: en el límite de esta trágica elección no puede haber más que un juicio de valor, y el juicio de valor de Aldo Moro era evidente. En concordancia con su condición de cristiano. «Y no podían pensar de otra manera», dice Sciascia, «aquellos que se decían cristianos». Es un acto de decencia, de necesaria honestidad, denunciar públicamente la ignominia de una clase política que prefirió convertir a Aldo Moro en un loco antes que aceptar que, en aquella postura de resistencia a toda transacción con criminales, no podrían contar con su beneplácito. Por eso, al tiempo que elogiaban su trayectoria inigualable de «gran hombre de Estado», se dedicaron a lamentar la pérdida de ese mismo «sentido de Estado» del que, al parecer, había sido fiel exponente hasta el día mismo del secuestro. Elogio envenenado que inmediatamente se abatió sobre él como una maldición: el Aldo Moro cautivo de las Brigadas Rojas, capaz de sostener algo tan descabellado como un intercambio de prisioneros con una banda criminal, no podía ser el Aldo Moro que los italianos habían conocido. Y esta presunción era, por si sola, suficiente para, en adelante, hacer caso omiso de unas misivas que solo podían ser producto de una mente trastornada o manipulada por sus raptores. Pero es inútil esperar una sola palabra honesta cuando el poder se ve en peligro: y es deshonesto hasta el insulto sostener lo insostenible, es decir, que un hombre secuestrado, amenazado de muerte, que pide auxilio al exterior, que busca y encuentra argumentos con los cuales pueda defenderse una negociación, nada distintos de los argumentos que, como demuestra Sciascia, ya había sostenido en casos anteriores al suyo, no lo hace en plenitud de facultades y está coaccionado. Y es obvio que lo estaba. Si esa coacción y amenaza no existiesen no tendría necesidad de suplicar ayuda. La coacción a la que se encuentra sometido, que le obliga a pedir auxilio, es convertida, por un malabarismo argumental que solo la mala fe puede aceptar, en motivo para hacer caso omiso de tal petición. Sobre Aldo Moro se abatió la losa funeraria de la indiferencia ajena, mucho más humillante, y pusilánime, que la valiente postura de quien, considerando a Moro en toda su dignidad de hombre cuerdo y responsable, se hubiese mantenido fiel a la negativa a toda transacción, porque «Roma no paga traidores», pero sin dejar de reconocer en el Moro preso en la «cárcel del pueblo» el Moro que siempre había sido: lúcido, astuto, inteligente y, por cristiano, nada creyente en las virtudes de la legitimidad de las instituciones estatales, nada devoto de la ley de Creonte, nada dado, por tanto, al «sentido de Estado» que ahora todos, retrospectivamente, le atribuían. La Democracia Cristiana -y el PCI de Berlinguer, aunque esto, por razones obvias, sorprenda mucho menos- descubrió el Estado cuando Moro fue secuestrado, y ese descubrimiento pesó sobre él de forma irreversible. El Estado, ese hallazgo italiano pasajero y absolutamente inoperante, que solo valió para abandonar al prisionero a su suerte, pero no sirvió en cambio para remediar la catastrófica incompetencia de unas fuerzas de seguridad incapaces de dar con él. Así, para preparar el terreno de semejante magno y novedoso descubrimiento, democristianos y comunistas incurrieron en la canallada de convertir a Moro en un cadáver viviente, en un sujeto molesto «manipulado por las Brigadas Rojas», en suma, en alguien que no sabía lo que decía. En definitiva, muerto de antemano. No es arriesgado aventurar que, habiéndole dado muerte civil, su eventual liberación, es decir, su resurrección, no podía más que causar desasosiego a estos aprendices de «estadista» italianos, cautivados ante aquel sacro advenimiento en una tierra en la que, acaso con la excepción del fascismo, donde el poder mostró su faz mas anárquica y criminal, nunca existió semejante cosa. Podemos imaginarnos lo que sucedería si, tras una eventual liberación, Moro se encontrase cara a cara con aquellos mismos que acababan de pisotearlo en vida, negándole hasta la condición de sujeto dotado de raciocinio. Pero la imaginación no es buena consejera, y puede llevar a sacar otras conclusiones de esta hipótesis, acusando a terceros de un crimen sin más indicio que el beneficio que han extraído del mismo, así que basta de esto: diciendo menos se puede comunicar mucho más. Y, finalmente, para terminar de perfilar este cuadro desolador, es muy de lamentar que la sensibilidad de Su Santidad Pablo VI, arrodillándose ante los «hombres de las Brigadas Rojas» para suplicarles que liberasen a Moro «sin condiciones», reafirmando, así, la misma «fidelidad a las instituciones» en la que el gobierno escudaba su postura, no se aplicase en cambio a advertir a aquella casta de oligarcas del sacrilegio en el que incurrían al hacer oídos sordos ante la súplica de un hombre solo ante la muerte. Dejadez y cobardía papales que hacen añorar incluso los felices tiempos de los nuncios despóticos que no se recataban en blandir la amenaza de excomunión contra la heterodoxia. A Moro no se le escapó, desde la «cárcel del pueblo», que ese «sin condiciones» papal era la profesión eclesiástica de fe incondicional en la ley de Creonte, que a él lo condenaba, frente a ley de Antígona, la que hubiese podido salvar su vida. Cosas peores se han visto en los dominios de la fe católica, y no cabe más que compadecer a una comunidad a la cual su pastor la pone en un conflicto de lealtades tan aterrador. Por el contrario, los italianos habrían de conmoverse por la aparente nobleza de este gesto, rodeados de una clase política satisfecha de contar con un obispo de Roma dispuesto a acudir en auxilio de la conciencia del poderoso, dispuesto a poner una vela a Dios suplicando por la salvación del reo aunque dispensando a los hombres del poder de hacer nada al respecto; y otra vela al diablo, plegándose al amor al Estado, que no otra cosa significa el categórico «sin condiciones». Por parte de la prensa, revisar ahora titulares y editoriales publicados en aquellas aciagas jornadas, con el único designio de impartir la «recta doctrina» con la que habrían de interpretarse las palabras del prisionero, produce vergüenza y desolación. La interpretación «correcta» ya estaba dictaminada previamente por la decidida voluntad de hacer de Aldo Moro un ser enajenado. A este Moro lo ignoraban; al otro, al de antes del secuestro, es decir, al mismo de siempre, habrían de erigirle monumentos y hacerle homenajes póstumos: al Moro sacrificado por la «democracia», a pesar de que él ya había dejado muy explícito su rechazo inapelable a tan honorable destino.
III. Quienquiera que se acerque, finalmente, al caso de Aldo Moro con la ingenua pretensión de encontrar en aquel suceso una confrontación entre dos principios irreconciliables, esto es, la piedad hacia la víctima y el principio de legalidad en las actuaciones del Estado, se topará pronto con la cruda realidad de la razón de Estado, cuya sola presencia puede convertir estas disquisiciones en retórica de moralistas y leguleyos. Pues allí donde esté la razón de Estado la realidad siempre es otra. Y a la razón de Estado no se le pueden pedir cuentas sin pedirle, al mismo tiempo, que deje de ser lo que es. A este respecto parece muy oportuno recordar la cita recogida por Friedrich Meinecke en «La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna «, atribuida al jurista italiano Pietro Andrea Canonhero: «Son acciones amparadas en la razón de Estado aquellas para cuya justificación no cabe apelar más que a la propia razón de estado». La imagen de una serpiente que se muerde la cola hasta la mutua anulación de lo comiente y lo comido no puede encontrar mejor ejemplo: esta catalogación de Canonhero puede parecer una siniestra burla, pero es que el propio concepto de razón de Estado es ya de por si una burla a la razón. Steve Pieczenik , enviado a Roma por el presidente Carter tras el secuestro, acaba de reconocer que «tuvimos que manipular a las Brigadas Rojas para que mataran a Aldo Moro». Después de los terribles reproches de Aldo Moro a sus compañeros de partido en las misivas enviadas desde la «cárcel del pueblo», después de su abierta y pública disensión ante la estrategia de la intransigencia a la que se entregaron con tanta fruición, Aldo Moro vivo y liberado no podía ser más que un individuo molesto. Molesto para un poder implacable, cuyo axioma primero es su propia autoconservación: bien lo indica Canonhero cuando subraya el inequívoco fundamento autorreferente de la razón de estado, que hace ociosa la petición de otras explicaciones. Una negociación hubiese abocado al inexistente Estado Italiano a una situación tan calamitosa que causaría una «desbandada» general, según subraya el propio Pieczenik. El poder en peligro. El poder siempre tiene razones que la razón no entiende. Y no hay teórico que haya sido capaz de deslindar la llamada «razón de estado» de actuaciones que repugnan a la moral más elemental. Pero el Estado, no cabe duda, tiene su propia deontología, es decir, su propia moral particular. De otro modo el concepto de ‘razón de estado’ sería un invento innecesario. Así que no se trataba ya de no negociar y depositar las esperanzas en la Divina Providencia , ya que no en una policía que se demostró del todo ineficiente. Prolongar su secuestro no podía más que seguir hundiendo en el descrédito la eficacia de unas fuerzas de seguridad incapaces de dar con él; el espectáculo grotesco de una clase política que sin vergüenza ni recato echaba mano de la más vacua retórica del «desafío», del «respeto a las víctimas» que, a decir de Andreotti, impedía toda negociación con terroristas: y no sin amargura señala Sciascia que tal respeto a los muertos equivalía a propugnar una solución igualitaria, es decir, igualmente mortal, para las víctimas que estaban por venir. El respeto a los muertos es un arma formidable de extorsión, y la multiplicidad de servicios que proporciona es notable: desde el fanatismo con el cual se impone la llama sagrada de la «lucha por la que derramaron su sangre nuestros padres y nuestro abuelos» hasta la convicción, tan frecuente, de los adalides de la pureza moral en la lucha antiterrorista, escandalizados ante todo lo que de lejos suene a distensión, a bajar la guardia, a negociación, o sea, «claudicación»: esta es siempre una «traición a los muertos». La salvación de unas indeterminadas víctimas futuras es lo que, contradictoriamente, se alega con frecuencia para justificar el impago de un rescate y el abandono efectivo de un secuestrado a su propia suerte, a fin de no sentar un «precedente». Pero esta intención equivale, en la práctica, a la aceptación incondicional de cuanto esté por suceder: si el abandono de una víctima se justifica con la consabida alegación de salvar a unas víctimas que están por venir, mil víctimas más, en una espiral interminable, se justificarán por la salvación de otras mil que, supuestamente, habrían de sucederles. Toda esta abominable retórica era el aspaviento propio de quien sabe que ya todo está dicho y no hay nada que hacer. Aldo Moro tenía que morir. Y de la aceptación tácita de este desenlace trágico, derivó toda la sucesión de declaraciones oficiales, manipulaciones, retórica, trampas, falsificaciones, que quisieron hacer de Moro el que nunca había sido, el que ahora ellos necesitaban que hubiese sido. Y no es ocioso recordar el ejemplo monstruoso de un Partido Comunista Italiano que, ante la posibilidad de tocar poder, ante la posibilidad de avanzar en el llamado «compromiso histórico» que Moro tanto ayudó a impulsar, contra las más elementales exigencias ideológicas de la guerra fría, necesitaba dar una imagen de seriedad que no se compadecía con cualquier veleidad negociadora con terroristas. La estrategia de Aldo Moro, el «compromiso histórico», se volvió contra él cuando fue secuestrado. Así pagaron a Aldo Moro los comunistas su ayuda. Y así aquella Democracia Cristiana, aquellos hombres que se decían cristianos, se entregaron, en cuerpo y alma, al «sentido de Estado», o, si se prefiere, a la mentira del poder que como la sombra al cuerpo lo acompaña.
En el cementerio donde Aldo Moro se encuentra enterrado, en la localidad de Torrita Tiberina, figura en su modesto mausoleo un epitafio que reza así:
«En memoria de Aldo Moro. Muerto por la ceguera criminal de las Brigadas Rojas y abandonado por quienes consideraron que la salvación de su vida no merecía el deshonor de una claudicación»