Comparto la satisfacción de Carlo Fabretti por la difusión de su obra, así esté pirateada, como celebro que él pueda vivir de los derechos de autor que percibe. Y también respaldo sus opiniones al respecto de la necesidad de hacer de la cultura un bien común y al alcance de todos. Como igualmente deben serlo […]
Comparto la satisfacción de Carlo Fabretti por la difusión de su obra, así esté pirateada, como celebro que él pueda vivir de los derechos de autor que percibe. Y también respaldo sus opiniones al respecto de la necesidad de hacer de la cultura un bien común y al alcance de todos. Como igualmente deben serlo la alimentación, la salud y la vivienda.
El problema es cómo compaginar todas estas satisfacciones y necesidades con las de los autores.
Yo, por ejemplo, después de veinticinco años viviendo en Latinoamérica, regresé al País Vasco con el mismo patrimonio que tenía cuando marché: ninguno.
Casado y con dos hijas pequeñas, más otra ya graduada en la vida y en la universidad, vivo en Azkoitia, un pequeño pueblo vasco y trabajo de ama de casa. La que consigue el sustento de la familia es mi mujer que, a su pesar, trabaja como contable en un matadero. Lo de «a su pesar» lo digo porque pocas cosas detesta tanto como lo rutinario y aburrido de su trabajo en una persona con experiencia y capacidades para mejor desempeñarse en labores sociales que, de hecho, es lo que vino haciendo como voluntaria en Sarajevo, Bolivia y República Dominicana, donde nos conocimos. A sus ingresos yo sumo 300 euros que percibo del periódico dominicano El Nacional y de Gara en los que publico una columna a la semana. El día me lo paso llevando y trayendo a mis hijas de la escuela, recogiendo, poniendo lavadoras, recogiendo, colgando ropa en el tendedero, recogiendo, haciendo comidas, recogiendo, fregando platos, recogiendo, barriendo, limpiando y, no sé si lo ya lo dije… recogiendo. A ratos, hasta consigo disputarle a mi hija Itxaso y sus 5 años, permiso para sentarme frente al ordenador. Si no fuera porque, afortunadamente, soy una pésima ama de casa y cualquier prueba del algodón me pondría en evidencia, no tendría tiempo ni para escribir estas inquietudes.
A través de Internet me entero del recorrido que siguen mis columnas, mis obras de teatro, mis textos. Así me entero de que la compañía nicaragüense de teatro Dragos montó hace tres años mi obra «¡Hágase la Mujer!», que la presentaron en el teatro nacional Rubén Darío, también en La Casa de los Tres Mundos, en la Casa de Cultura Hispánica, en un festival en El Salvador. Veo los vídeos sobre el montaje en Youtube. Me escribe en estos días Luis Armando Ordaz, director del grupo de teatro Proyecto Teatro desde Austin, Texas, pidiéndome permiso para montar «¡Hágase la mujer!». También se comunica conmigo Boris Vizcarra Medina, desde Perú, para solicitar permiso y montar «¡Hágase la mujer!». El pasado año, la obra fue representada en República Dominicana por un grupo de jóvenes de Santiago ganando el primer premio en el concurso nacional de teatro estudiantil. Años antes la había montado una compañía de teatro puertorriqueño, otra cubana…que yo sepa.
De otra de mis obras «La verdadera historia del descubrimiento de América», también conozco su andadura a través de Internet. La compañía de una confederación de trabajadores de Venezuela me pidió permiso para montarla; una compañía de Madrid también anda trajinando su montaje…
Algunas compañías se ponen en contacto conmigo pidiendo permiso, otras ni eso.
A todas las que me lo han solicitado les he dado permiso para montarlas sin exigirles pago alguno dado que, también, me han hecho saber que son entidades sin fines de lucro. Los textos, los publiqué gratis, para su lectura, en la colección «Libros Libres» del periódico Rebelión hace ya algunos años.
El problema que tengo es qué responder a quienes me preguntan por qué no escribo más teatro o me piden otras obras que representar y que, por estar tan ocupado en los oficios que mencionaba anteriormente, no puedo escribir.
Supongo que no hace falta que aclare que no es mi intención ser parte de la lista de acaudalados que la revista Forbes publica anualmente, pero si nos encantaría, a mi esposa y a mi, que esos mil euros con los que vivimos hasta el 25 de cada mes, los ingresara yo, con mi trabajo, no ella, de manera que pudiera dedicarme a escribir desde las siete de la mañana hasta las 3 de la tarde, y mi esposa estar más tiempo con sus hijas y ocuparse, también, de sus descuidados intereses.
Ignoro la razón por la que, entre muchos de los que hacen cultura o se nutren de ella, existe la idea de que, a los autores, las ideas nos brotan de las narices a cada estornudo, y el tiempo para materializarlas es un obsequio extra de la madre naturaleza que nos dispensa el sueño, pero desde que me subí a un escenario la primera vez, precisamente, a encarnar a Dios en «¡Hágase la Mujer!», tuve la oportunidad de confirmarlo: El maquillador y el electricista fueron, en lo económico, los que mejor librados salieron del montaje. Con los años he seguido constatando el mismo temor. Pretender cobrar un libro casi es una ofensa.
Al margen de mi absoluto repudio a la camarilla de impresentables que desde la Sociedad General de Autores medran en su provecho, como autor aspiro a vivir (no necesito piscina privada) de lo que escribo, sólo para poder seguir escribiendo, para poder seguir poniendo obras de teatro en manos de compañías de teatro y libros en manos de editores y librerías. Eso es, simplemente, lo que ambiciono, vivir de mi trabajo.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.