El uso tendencioso de las categorías políticas es una constante en la historia del pensamiento político. La deslegitimación de su uso, no por su contenido, sino por el “contexto” o por la “intencionalidad” de quien lo defienda, no es nueva y es algo que no debe sorprendernos. Pero hay algo que al menos se ha logrado en este fenómeno: en el contenido de las categorías o conceptos muchas veces se coincide por la justeza y los ideales emancipadores que lo respaldan, pero se disiente en el momento de su utilización y defensa.
¿Quién puede estar en contra de más democracia, de más respeto a los derechos humanos, de una sociedad más igualitaria, de más fraternidad, de más bienestar colectivo? Se está de acuerdo con todo ello, piensa el avezado censor, y son muy bellos, pero está el contexto, está el preguntarse quién me lo dice, qué pretende con ello, qué busca con esos nobles ideales con los que es imposible no estar de acuerdo.
Es obvio que siempre en este tipo de personas que no discute el contenido, sino que te disputa la oportunidad y tu derecho a exponerlo -dando el beneficio de que el avezado censor está de acuerdo con el contenido-, se combina una cierta y pretendida jerarquización académica, una funcionalidad al poder, una visión del mundo, la política y el lugar del ser humano en ellas, así como la finalidad que es asignada a los procesos sociales, a la comprensión de la política como fin o la política como medio para un fin, etc. Son muchas variables que siempre han estado presentes en este tipo de fenómenos, y que son en extremo peligrosas cuando atiza el conflicto, cuando se le marca un derrotero a roles políticos o sociales que no lo pretenden, y cuando se rechaza un discurso democrático y de convivencia pacífica. Muchas veces son bien intencionados, no lo dudo, pero muchas veces también devienen anacrónicos, descontextualizados, cuando intentan aplicar como fórmula universal el método de lucha revolucionario de la Europa del siglo XIX y principios del XX a cualquier “situación revolucionaria” o proceso político, o incluso para impugnar actores sociales que comulgan en la misma línea de igualdad y de justicia pero que difieren en los métodos. Aquellos proceso no pudieron conocer los enormes avances democráticos y de derechos humanos a la largo de ese siglo para entender que es preciso canalizar las diferencias, hasta las últimas consecuencias, y si todos están de acuerdo, por cauces democráticos. En mi consideración, para no ser más de lo mismo, se puede ser profundamente antimperialista, socialista (o de izquierda) pero se tiene que ser también profundamente democrático y humanista.
Por ello una interpretación de alguien de izquierda que asuma, en cualquier contexto, no la “reconciliación”, “superar el lenguaje político polarizante”, la “articulación de todas las ideologías” y la “realización plena de la república democrática y el Estado de Derecho”, ya sea en una isla perdida en el pacífico o en la más populosa y exuberante de nuestras repúblicas americanas, nos invita a pensar, esencialmente, en la naturaleza y el fundamento de los fracasos de los modelos de izquierda durante el siglo XX, el rol de los intelectuales y qué proyecto se opta defiende por su justeza y su superioridad ética. Y es verdad que el ámbito de las descalificaciones no es algo nuevo. Ha existido un discurso de izquierda, que a la largo de la historia ha tildado de “reformista”, “revisionistas”, entre otras, a expresiones que se les imputa apartarse del legado original, de la norma revelada; a los que achacan muchas veces de no “entender” consciente o inconscientemente el momento histórico, el balance histórico correcto en un momento particular de la historia.
Sin embargo, casi todas han sido excusas con profundos déficit democráticos, con una visión ideológica -como toda ideología-, lastrada por una visión del mundo cuyas soluciones puede no coincidir exactamente con la realidad, o peor, ser en el campo de la política profundamente discriminatoria. Muchas veces importa poco el individuo; muchas veces -y hablo también desde una perspectiva epistemológica- se desdibuja de la ecuación el individuo, la persona humana, y se olvida entender y defender procesos políticos como medio para unos fines que tengan su centro en el ser humano y su desenajenacion social, política y espiritual, y no solo para unos pocos sino con intentos de que sea para todos. Todas esas posiciones discriminatorias en política han reproducidos los mismo campos de dominación estructural, simbólico o cultural que han esgrimidos combatir. Y es verdad que al final han terminado fracasando o han terminado rectificando porque han replicado en otro nivel, y con otros matices, el mismo patrón excluyente en lo político: como lo han sido en algunas de sus variantes la idea liberal, demoliberal, liberal-conservador, etc.
No piensen, y lo digo con solemnidad, que sostener algo diferente es hacer una interpretación “abstracta” de la historia, que obvia las complejidades de los procesos políticos y que está ausente de asumir los derroteros de la “cruda” realidad o que no se toma partido. Nada de esto tiene sentido si con ello se pretende que se baje la cabeza ante una exigencia de entender el campo de lo político -aun en procesos radicales de cambio extendidos en el tiempo- como un campo en el que no hay retorno, y que libra a la suerte de cada quien el lado en que te puso el destino o tu posición de clase o ideológica. Mucho se ha avanzado en la historia de la humanidad para que los procesos políticos no haya que entenderlos en términos tan absolutos como de vida o muerte, cuando las partes están dispuestos a dirimirlos dialógicamente.
No es un secreto para nadie y es sabido: la regularidad histórica de los procesos de izquierdas llegados al poder durante toda la historia del siglo XX (el ejemplo paradigmático tal vez sea la revolución bolchevique) muestra una absoluta incapacidad para combinar su existencia y reproducción con procesos de extensión de patrones democráticos. Los ataques de exterior, los problemas internos acumulados, la complejidad en la construcción de alternativas, termina muchas veces siendo una reivindicación de los derechos y la emancipación para una sola “clase” o grupo social; o la posición política termina siendo el baremo entre el disfrute y ejercicio de derechos políticos o de una “muerte civil” en vida. Por el excesivo celo en la defensa de los componentes fundamentales de un modelo o sistema, entre presiones de lo externo y de lo interno, se termina perdiendo al menos dos cosas fundamentales: la perspectiva universal de la emancipación y con ello una perdida de la centralidad del ser humano en los procesos políticos.
La política no es un campo de rosas, y siempre ha sido un escenario de batallas encarnizadas donde casi nunca todo el mundo sale vencedor. Pero tal vez el problema mayor y desafío que deben enfrentar modelos y propuestas políticas, cuya legitimación y fundamento se erige en derribar las barreras de modelos o sistemas que permiten patrones de desigualdad social y el ejercicio de derechos sólo para unos pocos, es no reproducir estos patrones a la inversa. No importa si es una mayoría real o “autoproclamada” la que exige este estado de cosas y la que desde el poder los reclama. Nunca tiranía de mayorías sobre las minorías sino convivencia democrática. Aun en tiempos de máxima presión para su subsistencia el campo de lo político no puede transformarse de perdedores y ganadores en víctimas y victimarios de una aniquilación y anulación de los roles políticos. Cuando se actúa así, no engañarse tampoco, esa ausencia de centralidad del ser humano, esa ausencia de patrones democráticos alcanza también a esa “mayoría” que pretende imponerse a cualquier costa: poco de desenajenación hubo en el “homo sovieticus” (Aleksandr Zinóviev), poco de desenajenación hay en sistemas que controlan hasta los aspectos más íntimos de tu vida privada, que acuden a la “sospecha”, a definirte unilateralmente por un línea de comportamiento y de ser, que exigen radicalmente un pensamiento único para “ser y estar”, que invitan a pensar en más de una ocasión -para no buscarte problemas- qué decir y cómo decirlo.
¿Es válido insistir en el republicanismo? ¿Tiene algo que decir para Cuba?
Existen un largo recorrido teórico y doctrinal sobre el republicanismo, que hurga en sus orígenes y desarrollo y sus distintas reivindicaciones en el siglo XX. Por tal razón sería redundante insistir en estos puntos de sobra conocidos del público interesado en estas cuestiones y que tiene en Cuba autores más que especializados en la materia. Por ello prefiero concentrarme en una concepción del republicanismo que engarza con una idea del constitucionalismo -que podría llamarlo, y no sé si ya existe- “constitucionalismo republicano”, y que intenta combinar la garantía de la libertad en las relaciones políticas verticales (Rousseau) y la libertad a garantizar en las relaciones de poder horizontales (Montesquieu).
En mi concepción del republicanismo hay que lograr al menos dos engarces el pensamiento de Rousseau y Montesquieu, pues ninguno por separado es viable: una representación política desenajenada, que en la idea de Rousseau pasaba por entender la imposibilidad de la “representación” pues “la soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada”, es decir, que “los diputados del pueblo no son, pues, ni pueden ser, sus representantes; no son sino sus comisarios: no pueden acordar nada definitivamente”; y la racionalidad del poder en el viejo Montesquieu cuando pretendió asegurar la libertad política mediante una organización del poder desconcentrada.
Siempre he creído posible la confluencia de ambos idearios, más que buscar una simple oposición entre la ausencia de libertad advertida por Rousseau en los ingleses en su Contrato Social (“El pueblo inglés cree ser libre: se equivoca mucho: no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento; pero tan pronto como son elegidos es esclavo, no es nada. En los breves momentos de su Libertad, el uso que hace de ella merece que la pierda”) y ese “deseo inmoderado de libertad” del pueblo que achacó Montesquieu a los patricios (“Los patricios, queriendo impedir la vuelta de los reyes, trataron de aumentar el ansia de libertad existente en el espíritu del pueblo; pero fueron más allá de los que se proponían: a fuerza de inspirarle el odio a los reyes, hicieron nacer en él un deseo inmoderado de libertad”.[1] Creo que no es posible una verdadera desenajenación política, yendo un poco más allá de lo pensado por Rousseau, si el poder no se racionaliza.
Si queremos un ejemplo claro del fracaso en la absolutización de uno sólo de estos principios, podemos advertirlo en las experiencias revolucionarias de finales del siglo XIX y principios del XX. La experiencia inicial de la revolución bolchevique, por lo menos en la voz de Lenin, asume en algunos de sus diseños el ideal republicano de participación romana y de los revolucionarios franceses de 1793, en la línea de Rousseau, que había tenido una experiencia clarificadora en la Comuna de París. Se defendió en el discurso que la vida política debía estar atravesada por instituciones en franca sintonía con el pensamiento roussoniano: “responsabilidad directa de las masas en el control y dirección de la cosa pública”; la “elección y revocación de mandatos”, etc., pero no se racionalizó el poder. No lo hizo tampoco la Comuna de París, cuando en su diseño apostó por una organización que luego se tradujo en la institucionalidad soviética como “unidad de poder”. Y no se racionalizó el poder porque sencillamente la política no estaba pensada en términos de consenso ni de conciliación o “reconciliación”, sino en la “lucha de clases” entendida como la supresión de las “clases explotadoras”, y en el mantenimiento del poder a toda costa, ya sea con la aniquilación de enemigos internos como externos. Desde ahí, como ha ocurrido a lo largo de la historia, los procesos revolucionarios también se hicieron con un lógica del poder consustancial a procesos de rupturas sociales y políticas: en nombre de una mayoría, con propósitos cualitativamente superiores -al menos en el discurso-, es “legítimo” una emancipación social limitada, que no alcance a todos, un campo en que la política sólo existe y tiene derecho a existir si es para lograr los anhelos de esa mayoria, real o ficticia, o de los designios que marcan algunos (los “iluminados”, diría alguien).
La realidad política de Cuba demanda esta idea de un “constitucionalismo republicano”. Ya sabemos que muchas de la características del modelo político cubano obedece a una lógica de confrontación. Que el poder actúa como si una pretendida (o real) mayoría sostenida en el tiempo legitimara un sistema con mucho celo por sobrevivir a cualquier costa, de cerrar espacio a la más mínima disidencia. Es verdad que resulta imposible para cualquier persona antiimperialista, de izquierdas, de profundas raíces nacionalistas, no asuma y sienta como suyo un proyecto social y político como el cubano que ha plantado cara a una potencia que ha buscado por todos los medios destruirla y que desde el inicio le hizo la vida imposible. La política norteamericana hacia el proyecto social cubano es la principal violatoria de todas las normas de convivencia nacional e internacional. No hay justificación jurídica, moral ni ética en el comportamiento de los gobiernos norteamericanos hacia la isla. Mucho de doble rasero, de oportunismo, de crueldad hacia el pueblo cubano, bajo el manto de combatir al gobierno.
Pero hay que decirlo con toda la franqueza del mundo: el problema de convivencia a lo interno de Cuba (que a su vez es imposible entenderlo aislado del entorno externo) es el diseño del modelo político, la naturaleza del sistema político y cómo se ha estructurado el poder, que ha impedido en buena medida una desanejación política vertical y una racionalización del poder horizontalizada. Lo necesario únicamente deviene virtud para unos pocos si prevalece una discriminación política sostenida en el tiempo, sin capacidad de rectificarse, sin atender a las justas y leales demandas de un sector no comprometido con la destrucción de una nación. Un destacado profesor cubano en alguna ocasión decía que podía existir “pluralismo político” en un sistema unipartidista. Y creo yo que pensaban esta posibilidad de pluralidad acotada a un sector patriota, de profundas raíces nacionalistas sin agendas anexionistas ni de otra índole. No obstante, pese a todo, en verdad nunca he creído cómo eso puede ser posible, porque en este caso siempre ha habido una correlación aterradora entre el diseño y la práctica. La función del partido comunista en Cuba, la instancia política que marca y delinea el rumbo de la nación cubana, encuentra en el Estado una organización del poder montado bajo el principio de unidad de poder. Ello se combina para que sea muy difícil garantizar todos los estándares fijados para un Estado de Derecho que aparece en el texto constitucional cubano de 2019 como “Estado socialista de derecho”. Existen razones obvias: es imposible que estructural y orgánicamente pueda garantizarse la supremacía constitucional si se rechaza un sistema de poder basado en el control entre los poderes –check and balance, o en la línea descrita, sin una “racionalización del poder”-, que impide que pueda controlarse actos (por ejemplo, de la Asamblea Nacional del Poder Popular) viciados de inconstitucionalidad; que pueda garantizarse el efectivo ejercicio y realización de los derechos de las personas que puedan ser vulnerados por órganos que escapan del control de otros órganos; si la garantías de los derechos tiene que realizarse frente a instituciones que actúan orquestadamente al compás de un orientación partidista; si la capacidad para decidir y controlar en política queda substraída por tantas mediaciones y un mundo cultural y simbólico de constricciones, de no “saltarte los canales”, de “cuidar las expresiones”; como si fuera el mundo de un equilibrista que debe saber con precisión la delgada línea que separa el “decir correcto” de aquellas expresiones que pueden estar “ayudando al enemigo”.
Yo preguntaría, más alla de una “comprensión histórica del momento”, si alguien, por decencia, por ética y por humanidad, puede justificar y estrechar la mano de determinados actos en un proyecto social que debe ser por esencia superior al anterior (sobre todo éticamente), si ello consiste en estar de acuerdo en naturalizar detenciones arbitrarias, restricciones ilegales a la libertad de movimiento, la utilización de medios públicos para la calumnia y la difamación de personas, etc. ¿Cómo puede defenderse todo esto ante un sistema que ya está montado para que no haya alternativa política (serían “concesiones” intolerables), para exigir la conformidad con un pensamiento único (en el acceso a las instituciones, en tus expresiones cotidianas, en la forma de “ser y existir”), y para anularte política y civilmente si te resignas a conciliar con una única ideología?
En tales circunstancias, el rol del intelectual de izquierda, como lo concibo yo, jamás podrá ayudar a que se “institucionalice” en la mente de las personas los desvíos de las reglas marcados en la Constitución y las leyes, la naturalidad de métodos poco democráticos para anular a los “adversarios” (concepto en que lamentablemente entran muchos, sin serlo en muchas ocasiones) y para asumir una condición nacionalista y de izquierda como excusa para legitimar actos arbitrarios e ilegales incluso dentro un marco normativo problemático. Es posible, insisto, militar en cualquier tendencia ideológica, y tener como norte cosas sagradas: la igualdad, la justicia, la fraternidad, la civilidad, la patria y tantas otras que de seguro el censor avezado tildara de abstractas y de oscuros contornos. No importa, yo creo que vale la pena asumirlas; así también lo hizo Martí, que ojala sea el que nos guíe.
Nota:
[1] Montesquieu: Grandeza y Decadencia de los Romanos, p.52.