En estos últimos tres meses el mundo árabe nos ha deparado algunas gratas sorpresas. Pocas veces se ha visto en la historia una oleada revolucionaria como la que en estos momentos está barriendo toda esta región de un extremo al otro. Enseguida nos vienen a la mente algunos paralelismos, como el derrumbe de los regímenes […]
En estos últimos tres meses el mundo árabe nos ha deparado algunas gratas sorpresas. Pocas veces se ha visto en la historia una oleada revolucionaria como la que en estos momentos está barriendo toda esta región de un extremo al otro. Enseguida nos vienen a la mente algunos paralelismos, como el derrumbe de los regímenes estalinistas en Europa del este en 1989 o las conmociones que agitaron el continente europeo en 1917-1919, 1848 y 1830, por no hablar del largo ciclo iniciado con la Revolución Francesa. Todas estas comparaciones son interesantes y seguramente en los años venideros se consagrará mucho tiempo a discutirlas. Si hay algo que todos estos acontecimientos históricos tienen en común, y que autoriza a equipararlos de algún modo, es su naturaleza expansiva, su capacidad de traspasar las fronteras entre los distintos Estados, extendiéndose como una mancha de aceite. Sin embargo, estas manchas no suelen avanzar de una manera uniforme. Hay lugares que quedan literalmente anegados por ellas, mientras que a otros los esquivan o sólo les acaban alcanzando mucho más tarde y ya con bastante menos fuerza. Así ocurrió siempre en el pasado. Las revoluciones de 1830 y 1848 derrocaron en cada ocasión al monarca francés de turno, pero no tuvieron el mismo efecto en el resto de Europa. Del mismo modo, el éxito de los bolcheviques en Rusia no fue repetido por quienes trataron de emularles en Alemania y Hungría, ni tampoco volvió a darse en ningún lugar una revolución tan espectacular como la que había vivido Francia en su momento. La rapidez y la contundencia de lo acontecido en el bloque soviético parecerían ser la excepción a esta regla, pero lo cierto es que en Asia y en Cuba unos regímenes muy similares a los derribados allí han subsistido mal que bien hasta el día de hoy. A la vista de todos estos precedentes, tampoco tenemos por qué pensar que el modelo tunecino y egipcio vaya a ser reproducido de manera automática por los países colindantes. No se trata solamente de que en Libia las protestas hayan desembocado al final en una guerra civil seguida de una intervención exterior, sino de que, asimismo, en otros lugares, como Yemen y Bahrein, la oposición continúa después de dos meses entrampada en un combate de resultado todavía incierto, mientras que en otros cuantos países más la contestación ha sido desde el principio bastante más débil y más fácil de capear. La mancha de aceite dista, pues, de ser uniforme. Pero si esto es así, lo que tenemos que hacer es preguntarnos por el por qué de esta notable falta de uniformidad.
Para expresarlo del modo más simple posible, si todo proceso revolucionario es un combate entre dos bandos, su resultado final va a depender del poder respectivo de cada uno de ellos. Importa la fuerza con que empuja la oposición, pero también la capacidad del régimen para resistir este empuje. En realidad, ambas magnitudes son interdependientes. El poder de cualquier movimiento opositor deriva de su habilidad para reclutar nuevos seguidores, arrebatándoselos en gran parte al régimen al que se enfrenta. Y lo mismo vale en el sentido contrario. Los distintos procesos revolucionarios en el mundo árabe están siendo muy ilustrativos a este respecto. Cuando llegó la hora de la verdad, Ben Alí y Mubarak se encontraron casi completamente solos. El clamor contra ellos resultaba atronador, mientras que sus partidarios parecían haber desaparecido de la faz de la tierra. Al final, hasta su propio aparato de seguridad les acabó abandonando, temeroso de embarcarse en una batalla que podía perder y afectado quizá también hasta cierto punto por los mismos cambios de orientación política que el resto de la sociedad. Esta soledad casi absoluta del viejo dirigente no se ha dado, en cambio, en otros sitios. Guste o no, los gobernantes de Libia, de Yemen y de otros lugares parecen contar todavía con el apoyo de una parte significativa de su población. Es éste relativo apoyo popular el que les ha dotado de una cierta capacidad de resistencia y el que les ha ayudado a mantener en mayor medida la lealtad de sus fuerzas represivas. El resultado ha sido en varios de estos casos un acusado envalentonamiento del grupo dirigente, que le ha impulsado a asumir el riesgo inherente a una represión mucho más feroz. Probablemente, ello no vaya a hacer otra cosa que prolongar un poco más la agonía y elevar el precio en vidas de una transición que al final acabará por llegar de un modo u otro. Sin embargo, este decantarse por la pura violencia no tiene por qué ser siempre la única opción disponible, ni desde luego la más inteligente. Puede ocurrir también que al disfrutar de un mayor margen de maniobra, y de tiempo, se decida emprender un proceso de reforma controlado, cediendo en algo, pero tratando de preservar los aspectos fundamentales del sistema. Ésta parece ser la vía que ha iniciado recientemente el régimen marroquí.
No obstante, cada respuesta ha de empujarnos a plantearnos una nueva pregunta más ambiciosa. No nos puede bastar entonces con constatar que unos regímenes están mostrando una mayor solidez que otros, sino que debemos explicar también la razón de que esto sea así. Pero como no existe realmente una única razón, sino más bien una multitud de razones diferentes, conviene concentrarse en algunas de ellas que parecen especialmente relevantes. Si algo tienen en común los distintos regímenes árabes es su naturaleza clientelista, por no decir sencillamente mafiosa. Esto es lo que los une, más allá de su carácter monárquico o republicano, laico o confesional e izquierdista o derechista. En todos ellos sin distinción el gobernante se halla enclavado en el centro de una red de intercambio de favores que se infiltra de manera capilar por el conjunto del tejido social. Haciendo operar esta red en su propio beneficio, el líder consigue no sólo enriquecerse de una forma obscena, sino que además recaba para sí la lealtad de una infinidad de individuos y de colectivos. Todos ellos necesitan de la red clientelar para sobrevivir o, al menos, para medrar, incluso aunque ello no les agrade. Su propio interés concreto e inmediato les conduce, por esta razón, a mantenerla en funcionamiento, con lo cual refuerzan a cada momento la posición de aquel que la encabeza, lo que, en cierto modo, les convierte también en sus cómplices. Este clientelismo es hoy por hoy la gran lacra de todas estas sociedades, aunque también lo sea, claro está, de otras muchas en otras partes del mundo. Es un sistema que condena a la marginación a quienes carecen de contactos y desvía hacia el consumo ostentoso de unos pocos los recursos necesarios para desarrollar la economía nacional, constituyéndose así en el mayor obstáculo para una modernización real y efectiva. Desde el momento en que las actuales revoluciones se han alzado de manera expresa y simultánea contra la opresión política y el empobrecimiento masivo, es decir, contra la exclusión política y la exclusión social, podemos definirlas en última instancia como levantamientos contra ese clientelismo generalizado que es el principal responsable de la una y de la otra y, por tanto, como una lucha de la mayoría social por liberarse de esa camisa de fuerza que la atenaza.
Pero si este clientelismo en gran escala es una tragedia compartida por todos estos países, las modalidades en que se presenta no son luego las mismas en cada lugar. Y estas diferencias quizá nos ayuden a entender la distinta fortaleza de unos regímenes en comparación con otros. De este modo, el estudio de estas diversas formas de clientelismo podría suministrarnos algunas claves explicativas muy prometedoras. En esta línea, podemos formular un par de hipótesis que creemos que merecería la pena explorar más a fondo. La primera de ellas atañe a las relaciones entre modernidad y clientelismo. Parece razonable pensar que aquellas sociedades que más han avanzado por la senda de la modernización son también aquellas en donde el clientelismo resulta ahora más difícil de soportar. No en vano, una sociedad moderna es también una sociedad en la cual existe una mayor necesidad de racionalidad técnica. Requiere para subsistir de un mínimo de meritocracia, del mismo modo que exige también un mínimo de gestión eficiente. De ahí que el clientelismo sea vivido de un modo especialmente doloroso por la población y haya de ser condenado asimismo con una singular dureza, como una realidad injusta de la que habría que deshacerse de una vez por todas. Lo que antes se percibía como más o menos «natural» pasa a ser motivo de escándalo. Desde este punto de vista, no tendría que sorprendernos que la revolución haya triunfado con tanta facilidad justamente en Túnez y en Egipto, países cuyos niveles de modernización, en ciertos aspectos, son más que evidentes, mientras que la victoria se le está resistiendo allí donde pervive un mayor arcaísmo social.
Nuestra segunda hipótesis se refiere, en cambio, a las diferentes maneras en que las cúpulas dirigentes han sabido gestionar este sistema clientelista. Mientras que la anterior propuesta nos remitía a las realidades más estructurales, ésta última nos conduce, por el contrario, a fijarnos en las distintas estrategias con las cuales es posible manejarse dentro de una estructura social ya dada. A veces la falta de habilidad en el manejo de las redes clientelistas podría estar debilitándolas. Es lo que ocurrirá allí donde el acaparamiento de los recursos por parte de una minoría se vuelva «excesivo» a ojos de los interesados, de modo que éstos se sientan expoliados. El apoyo a la red clientelista existente dejaría entonces de ser rentable para ellos. Como dice el refrán, «la avaricia rompe el saco». De nuevo, los casos tunecino y egipcio parecen ejemplificar perfectamente este proceso autodestructivo. Frente a los errores cometidos por los autócratas de ambos países, un buen «patrón» clientelista debe saber moderarse, como debe saber también distribuir sus dádivas entre un número suficientemente amplio de gente. Pero este conocimiento del terreno en el que uno se mueve se ve seriamente dificultado por la naturaleza dictatorial del régimen en el que se asienta. Las dictaduras promueven una peculiar ceguera entre quienes las dirigen. Obligan a todos a asentir y a poner buena cara y hacen más difícil detectar el descontento que se va gestando, así como ponerle freno cuando todavía se está a tiempo de actuar. Los gobiernos personalistas prolongados, como los que azotan al mundo árabe, suelen acabar llevando todo este proceso hasta su máximo punto de desarrollo. La degeneración del sistema acostumbra a discurrir además de la mano de la propia degeneración de su principal dirigente, envejecido, aprisionado por su propio narcisismo y aislado de la realidad por una cohorte de aduladores, lo que le impide reconducir la situación.
Pero los peligros inherentes una mala gestión del clientelismo no concluyen aquí. Del mismo modo que una codicia desaforada acaba por erosionar una red de este tipo, tampoco parece conveniente que tales redes resulten demasiado excluyentes, que dejen fuera a demasiadas personas. Un exceso de discriminación puede volverse contraproducente. Por lo menos, conviene que los excluidos no posean una identidad compartida que les ayude a organizarse a la contra. Esto es, sin embargo, lo que sucede en una buena parte del mundo árabe. Desde el momento en que el control monopolístico sobre el Estado recae en los integrantes de ciertos grupos familiares o de ciertas confesiones religiosas, quienes obedecen a otras adscripciones colectivas lo tienen más fácil para articular su resentimiento como excluidos. Los casos del Iraq de Sadam Hussein o el de la Siria actual son de lo más ilustrativo, pero no son tampoco los únicos. Algo parecido ocurre cuando el Estado ostenta una orientación ideológica muy marcada, de modo que quienes no comulgan con ella se ven también marginados. Tanto da en este punto que esta orientación sea luego más secularista o religiosa o más modernista o conservadora. Al final las divisiones derivadas de la afinidad ideológica se convierten también en la frontera entre los excluidos y los incluidos dentro del sistema de intercambios informales. Se diría, así, que nos hallamos ante unos regímenes empeñados sin descanso en fabricarse nuevos enemigos, a los que quizá llegué un día en que no logren ya mantener a raya.
Frente a este estado de cosas tan extendido, el régimen marroquí se erige, sin embargo, como una suerte de modelo alternativo. Lo que le caracteriza ante todo es el hecho de hacer gala de un clientelismo más inclusivo, capaz de integrar dentro de sus redes a un mayor número de sectores sociales. Sin duda, el norte del país y sobre todo el Rif ha sufrido históricamente una fuerte exclusión en todos los aspectos, pero, con todo, esta discriminación no ha alcanzado los niveles presentes en otros Estados de la región y con la llegada del nuevo monarca ha tenido lugar una relativa reconciliación con los antiguos súbditos levantiscos, algo que, empero, no se ha logrado con la población saharaui, al menos de momento. En lo que concierne a los distintos actores sociales y políticos, la capacidad integradora es también evidente. En dos décadas se ha logrado domesticar a buena parte de la izquierda nacionalista, otrora tan combativa, al igual que más recientemente se ha ido haciendo lo mismo con una parte del islamismo. Con todas estas operaciones de ingeniería política, el sistema consigue cooptar a sectores diversos y a veces enfrentados. Su enfrentamiento le beneficia además, pues es el Monarca, en última instancia, el que media entre unos y otros, ejerciendo de árbitro y concediendo a cada cual una porción de la tarta que él y su entorno siguen repartiendo según su propio parecer. Semejante capacidad integradora permite una mayor tolerancia en lo ideológico, de modo que la represión se reserva solamente para los adversarios incorregibles. Pero ello no le convierte en una democracia, ni siquiera necesariamente en un país embarcado en una secular transición democrática, como a veces se pretende. Se trata sencillamente de un clientelismo de base más amplia, que contenta a más gente y tiene algo más de capacidad para escuchar a la sociedad y responder a algunas de sus peticiones. Un clientelismo tan amplio requiere asimismo de un cierto eclecticismo ideológico. Frente al totalitarismo de algunos países vecinos, en donde la opción por una ideología determinada, sea ésta cual sea, ha desembocado en una política de imposición forzosa de la misma, con lo que nos encontramos aquí es con una cierta vaguedad doctrinal, con una ideología oficial más bien confusa y contradictoria, pero que tiene la virtud de que en ella cada uno puede encontrar parte de lo que busca. Es por eso por lo que el régimen juega en ocasiones la carta del modernismo y en otras la del tradicionalismo. Y es por eso también por lo que quien lo encabeza logra servirse de varias legitimidades a un mismo tiempo, presentándose según se tercie como Emir de los Creyentes, como Monarca constitucional, como caudillo nacional o como líder modernizador y abanderado de la justicia social. Al obrar así multiplica sus puntos de apoyo, lo que le otorga al sistema una flexibilidad de la que carecen otros países de su entorno. Seguramente por ello, se ha estado enfrentando en los últimos meses a un nivel de contestación interna mucho más débil y sobre todo marcadamente menos exigente, ya que más que un cambio radical lo que se reclama por ahora son ciertas reformas. En esta tesitura, el régimen podría muy bien lograr encauzar el movimiento de protesta, haciendo concesiones, pero sin excederse. A no ser, por supuesto, que la movilización desde abajo crezca en intensidad, algo que todavía está por ver.
Juan Ignacio Castien Maes. Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid. E-mail: [email protected] .
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