Muchos reirían si nos imagináramos que la historia es algo modificable. Que podemos malearla, cambiarla hacia atrás a nuestro antojo y darle otra forma y otro desarrollo. En términos literarios, sería como violar los derechos de autor de un libro. El problema es que estamos violando, en ese caso, los derechos de autor de la […]
Muchos reirían si nos imagináramos que la historia es algo modificable. Que podemos malearla, cambiarla hacia atrás a nuestro antojo y darle otra forma y otro desarrollo. En términos literarios, sería como violar los derechos de autor de un libro. El problema es que estamos violando, en ese caso, los derechos de autor de la humanidad entera. Eso es más o menos lo que hicieron algunos historiadores, violar los derechos de autor del ser humano como ser genérico. Hicieron aparecer a grandes revolucionarios y grandes hombres como responsables de una catástrofe, o de un terrible hecho particular, para, a su antojo, escribir la historia como responsabilidad de cabezas particulares, o de espíritus ajenos a la humanidad misma.
Si pudiésemos modificar la historia, seguramente todo sería justificable. Hasta nuestras más hondas vacilaciones. Pero la historia no se puede modificar. Los conceptos que la enredan, que la hacen historia, que la definen como ciencia histórica, son traducibles, como diría Gramsci, pero no «cambiables». Pongámonos un ejemplo para entender mejor esto de la historia modificada, violada, amputada por todas partes. Digamos, en vez de burguesía, «pobres que ascendieron por su propio esfuerzo». Entonces toda nuestra comprensión de la historia cambia, y con ello, cambian nuestras comprensiones del mundo en términos sociológicos, filosóficos y antropológicos. Cambia toda nuestra idea de lo que significa la revolución social, y por lo tanto, cambia nuestra lucha por el socialismo. Renunciamos a ella con sólo cambiar un concepto. ¡Un concepto!
El dogmatismo es el anquilosamiento gratuito de una parte de la teoría para transformarla en Biblia. Todo dogmatismo, como señaló alguna vez el mismo Trotsky, implica y conduce necesariamente a una forma particular de oportunismo, o al oportunismo de plano. Por que el dogmatismo teórico nos obliga a tomar una parte del conjunto de nuestras comprensiones acerca del mundo y la sociedad, y transformarlas en dogma. El dogmatismo es contrario al pensamiento relacional-sistémico, al pensamiento dialéctico: Ese pensamiento que piensa las cosas como relaciones sociales, y no relaciones entre cosas aisladas. Pues bien. Debemos partir por entender que los conceptos no son santísimas trinidades, ni dogmas. Son ideas-fuerzas, conceptos relacionados con otro concepto y así sucesivamente. Pero, pese a no ser dogmas, tampoco son ideas caprichosas, manipulables al antojo maquiavélico de determinada voluntad política, y menos si están en el contexto de una teoría social y filosófica (sea esta abierta o cerrada) como es el marxismo.
Volvamos al tema de la historia. Gramsci, en sus cuadernos de la Cárcel, nos muestra que Marx no es un científico, ni un economista. Es ante todo un historiador. Su labor de historiador es más poderosa que su labor como científico, economista, y filósofo. Su filosofía, es por algo, una filosofía historicista. El Manifiesto Comunista, constituye ante todo, un manifiesto histórico, un manifiesto que habla sobre la historia y que a partir de la historia incita a la transformación radical del mundo. Supongamos que podemos cambiar la naturaleza del Manifiesto Comunista, que podemos cambiarle palabras por aquí y por allá. Nos quedaría de la siguiente forma: «ya es hora de que los comunistas escondan a todo el mundo sus conceptos, que no digan sus verdaderos fines y tendencias y que opongan a la leyenda del fantasma del comunismo un manifiesto que no es el suyo y un programa que no es el suyo».
Si seguimos con nuestra tarea especulativa, podemos cambiar también lo siguiente: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de los excluídos». «Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: Excluyentes y excluidos se enfrentaron siempre». El concepto de exclusión, en nuestra ficción acerca de la historia, ha reemplazado el de opresión. Con todo esto queremos mostrar que el concepto de exclusión, por muy moderno que sea, no puede reemplazar al de opresión. Así, la lucha contra la exclusión reemplaza nuestras otras luchas, luchas que son transversales a cualquier manifestación particular de la opresión, y que tienen su base en la lucha de clases.
Los defensores del concepto de exclusión alegan que éste plantea una perspectiva multidimensional. Esto, significa situar al concepto de exclusión en una especie de escritorio de las ideas «varitas mágicas», conceptos que abren las puertas de la teoría social y la modifican. ¿Por qué, para sus defensores, el concepto de exclusión es una varita mágica?. Por que supuestamente, a diferencia de otros conceptos, centra su atención en el proceso, más que en el resultado, y reconoce la «heterogeneidad» y «especificidad» de las situaciones. Así, el concepto de exclusión nos permite situarnos desde ella para entender los procesos de segregación social. Tiene superioridad sobre el concepto de pobreza, el de opresión, violencia y clase. El concepto de exclusión denota una situación en la que los sujetos siguen siendo parte de la sociedad, pero excluidos de ella. Pero la verdad, es que es un concepto, por su orientación sociológica, aparentemente dialéctica y del todo relacional, puramente europeo.
Las Ciencias Sociales entran en contacto con el concepto de exclusión en el año 70, en Francia. Durante los 80, exclusión se hace famoso en los círculos intelectuales y académicos. Sirvió para definir los procesos de desintegración social y de desgaste de la solidaridad nacional europea, como parte de los problemas que venían afectando a la sociedad moderna. Durante el gobierno de Chirac en Francia, éste concepto pasó a ser un arma de reconstrucción nacional. Así, las medidas sociales tomadas por el mencionado gobierno, responden a los reclamos que la exclusión provocaba en el seno de la sociedad. En realidad, la exclusión como concepto, respondía a una vieja necesidad de la burguesía europea de renovar el lenguaje reivindicativo de las clases populares. A través de esta renovación, sería posible desautorizar el discurso acerca de la lucha de clases como salida a la opresión social y económica del capitalismo. Por otra parte, en un principio, el concepto de exclusión se situó como un concepto nacional, que respondía a necesidades nacionales de la sociedad moderna. Su génesis está en los problemas-país, como dicen los estadistas contemporáneos. No tuvo ninguna pretensión de universalidad, ni de constituir parte de un gran relato acabado acerca de la opresión social.
Podríamos decir, parafraseando a Gramsci, que el concepto de exclusión nace como una de las armas conceptuales para la revolución pasiva, es decir, el proceso en que la burguesía nacional se echa al bolsillo las reivindicaciones de las clases subalternas, para hacer transformaciones mínimas, que no tocan en absoluto el modo de reproducción socio-económico.
Los Partidos marxistas reclaman, siempre, una visión de totalidad. La sociedad es comprendida como una totalidad social. Cuando la burguesía dice «esto no tiene nada que ver con esto otro», nosotros decimos «tiene todo que ver». Las relaciones sociales son relaciones precisamente por eso, por que cada cosa es una relación conectada con la totalidad del sistema. Dentro de ésta visión de totalidad, el concepto de exclusión aparece como un auxiliar. No puede ser considerado, de ninguna manera, como una punta de lanza táctica, ni menos estratégica, de transformación social. El punto de vista de la totalidad nos reclama estar siempre conscientes sobre lo que significan en realidad los problemas particulares de la sociedad, que tienen causas bien identificadas en nuestra tradición teórica. ¿Podremos reemplazar exclusión por opresión, o lucha contra la exclusión por lucha contra la burguesía?. En términos conceptuales esto parece un puro juego de palabras. Pero a la hora de definirnos a favor de una estrategia determinada, y de una definición de transformación social, tiene mucho peso el concepto, por que a través de él «vemos» el mundo y sin ver claro, es imposible transformar.