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Algunas tipologías urbanas globales y el derecho a la ciudad

Fuentes: Rebelión

Marx se refirió a la ciudad como el gigantesco laboratorio de la historia. Cuál sea el experimento, la hipótesis que se quiere probar y el problema a solucionar, quizá tenga que ver con la dinámica conflictiva de las sociedades excedentarias, desde, digamos, el surgimiento de la cultura urbana en Jericó o Beida, en torno al 7.000 a.C., hasta el martirio de Gaza, su genocidio y urbicidio. En lo que sigue, voy a tratar de exponer ciertos rasgos o tendencias de la “ciudad-mundial” o la “ciudad-región”. Hablaré en términos globales y abstractos, seguramente; pero lo dicho podrá ser trasladado a otras ciudades, a otros lugares más concretos. Quizá habría que hablar mejor de postmetrópolis y no-lugares (Marc Augé), por las nuevas condiciones espaciales y culturales; quizá también habría que hablar de espacios postpolíticos, pues la idea de ciudad es inseparable de las ideas de democraciay ciudadanía, y estas son excrecencias para el capitalismo. A partir de los años 60 la concepción de la ciudad y el medio urbano comienza a alterarse, comienzan a desintegrarse las cartografías tradicionales con la crisis de la metrópolis. Comienzan a tener sentido títulos como El derecho a la ciudad, de Henri Lefebvre, o Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs. Luego viene el trabajo, entre otros muchos, de David Harvey, Mike Davis y Edward Soja. Lo siguiente es tantear, buscar en la oscuridad de lo aparentemente irrepresentable formas distinguibles, poner nombres, aprehender, tratar de conceptualizar esa otra-cosa-que-la-ciudad: “metrópolis industrial postfordista”, “cosmópolis”, “exópolis”, “ciudad fractal”, “archipiélago carcelario”, simcities… Vamos a aportar algunas ideas a la cuestión de la experiencia espacial bajo el capitalismo tardío.

Podemos partir de la idea de que los estados-nación ceden protagonismo a las ciudades-región, que constelan amplias zonas urbanas, periurbanas y rurales. Aquí también conceptualizar puede parecer un piadoso ejercicio de racionalidad para poner orden donde hay, ante todo, caos, ilimitación, desafío a nuestra capacidad de análisis y de orientación. La ciudad-región es una forma urbana integrada en la economía global, sometida a una constante acción recíproca del resto de elementos que conforman la estructura productiva conexionista mundial. Estas ciudades, vinculadas jerárquicamente, son nodos de decisiones organizativas y de reestructuración espacial a nivel global. Son, evidentemente, los principales lugares de concentración y acumulación del capital internacional, aglomeraciones urbanas sobre las que gravitan ejércitos de migrantes domésticos e internacionales. En estos espacios se hacen patentes las contradicciones del capitalismo industrial, especialmente el abismo de desigualdad entre clases, con sus correspondientes marcas socioeconómicas y urbanas. Estas contradicciones, acumuladas en una escala planetaria, generan unos costes sociales que tienden a desbordar la capacidad de los Estados. Convergen en ellas poblaciones relativamente sujetas al territorio, élites nómadas y turistas de ocio proletarizado, todos atravesados por la movilidad del capital internacional.

Se trata de ciudades fragmentadas espacialmente, pero integradas globalmente, como expone Saskia Sassen, por flujos de información y capital, desde los que se ejecutan las órdenes, las transacciones que conforman el caosmos actual –una secuencia inestable de órdenes socioeconómicos regionales–. Estas ciudades-mundo, asimismo, son las localizaciones clave para el capital financiero y la economía de servicios (sector postindustrial: finanzas, seguros e inmobiliarias, fundamentalmente), para la innovación científico-técnica (telecomunicaciones y tecnologías de procesado y almacenamiento de la información) y el consumo, en el contexto de una profunda reestructuración de los mercados de trabajo urbanos, alimentados, en buena medida, por mujeres, minorías y trabajadores pobres. En estas nuevas configuraciones, la economía informal cobra un extraordinario protagonismo. Esta polaridad socioeconómica se traduce en una radical desigualdad y en segregación espacial, al punto de que se puede hablar, en cuanto a las principales postmetrópolis, de “ciudad dual”: de un lado, una infraclase de migrantes, mujeres, trabajadores pobres y grupos dependientes de los subsidios estatales; de otro, la élite privilegiada del “capitalismo cibernético”, que discurre nómada y veloz por circuitos ajenos a la inseguridad y la miseria de amplias capas de la población.

Lejos de corregir la desigualdad de la ciudad industrial, suavizada por dispositivos institucionales entre los años 30 y 70, el nuevo régimen de acumulación flexible, el capitalismo informacional, crea unas formas urbanas crecientemente duales, pero sin una nítida distinción geográfica, lo que convierte en obsoletas las cartografías basadas en los ejes Norte-Sur, centro-periferia: diseminación y segregación al tiempo, fragmentación de las fronteras, esquirlas de desigualdad por todas partes. Como recordaba Manuel Castells, la economía y la sociedad se vuelven funcionalmente articuladas, aunque organizativa y socialmente segmentadas. Las continuas oleadas de inmigrantes desplazan, como en una especie de “juego de las sillas” laboral, a los contingentes inmediatamente superiores, relativamente cualificados y protegidos sindicalmente. Los lugares profesionales fordistas que se suprimen son disueltos en una miríada de formas flexibles, desreguladas y desprotegidas, informales, en gran medida.

En una situación de movilidad extrema, en la que, recogiendo la genial imagen propuesta por Lewis Carroll, hay que correr a toda velocidad para permanecer en el mismo lugar, una pluralidad de iniciativas de comunidades y asociaciones cívicas litigan para mejorar sus posibilidades de desplazamiento y sus posiciones en el espacio urbano; luchan por políticas de planificación urbana que contemplen los derechos de las personas, la justicia espacial y medioambiental, y la democracia regional.

La ciudad fordista había combinado simultáneamente una centralización y concentración de las bases financieras y corporativas en torno al núcleo urbano con la aceleración de la descentralización y dispersión residencial de la clase media (con las transformaciones en las redes de transporte y el sobreconsumo de energía fósil que ello implica), tendencia que ya observara Engels. La suburbanización (en sentido anglosajón) siguió un modelo anular en el que al primer white flight de los habitantes más ricos del centro de las ciudades le siguieron progresivos desplazamientos cada vez más excéntricos y numerosos, en un impulso que arrastra a los estratos de clase media que pueden permitirse este salto, esta fuga. Tarde o temprano, la fuerza atractora de la riqueza termina por generar ciudad también en esos espacios: mezcla de clases, culturas, desigualdad, diferencia… Y recuerdo constante de todos los conflictos aplazados propios de nuestra realidad urbana y capitalista.

Nombramos cuatro causas de este movimiento a modo de onda en una superficie líquida: la evitación del conflicto social y la repugnancia de esta clase por la mezcla étnica y el contagio de la pobreza urbana, la colonización urbanística del mundo rural, la descentralización de la industria y el fomento público de esta dinámica de acumulación y extensión de las rentas del suelo a través de la financiación de infraestructurales viales y normativas liberalizadoras. La clase media, en fin, se dispersó en torno a levittowns (paradigma del suburbio residencial en Estados Unidos, ideal de la clase media norteamericana) que cubren hectáreas y hectáreas otrora rurales de baja densidad poblacional y monocorde estructura urbana y arquitectónica cuya visión aérea provoca la sensación de estar ante hábitats más dignos de estudio por parte de un entomólogo que por un antropólogo urbano, una suerte de repetición de celdas de colmena, pero sin su vida social.

Este proceso de colmatación socioeconómica le lleva a José Manuel Naredo a hablar de la especie humana como patología parasitaria de la biosfera: la globalización económica comporta, además del uso masivo de mano de obra, la sobreexplotación y simplificación de la corteza terrestre, la hidrosfera, la biosfera y la atmósfera, al multiplicar asentamientos e infraestructuras a una mayor velocidad que el crecimiento demográfico, lo que deja evidentes huellas de deterioro territorial. Por lo que hace al modelo constructivo que acompaña la expansión urbana descontrolada, existe una obvia similitud entre la indiferenciación de células malignas y el llamado “estilo universal”. Este modelo supone, dado el progresivo abandono de las actividades agrarias tradicionales, la ruderización del medio rural y un consumo de recursos, territorio y energía, así como una producción de desechos, mucho mayor que el de la ciudad compacta, mediterránea, la ciudad clásica e histórica, previa a la industrialización. Esta, por su estructura nuclearizada y densa, es menos depredadora de materiales y energía (menos contaminante, por tanto) que la ciudad difusa. Son ciudades más peatonalizadas, con menor servidumbre hacia el automóvil y sus exigencias espaciales (con mayor espacio público para la comunicación y el uso de la ciudad). Sus funciones no están dispersas; el espacio, al menos comparativamente, no cuenta con el grado de especialización segregada con que cuenta la ciudad difusa. Es más compleja y heterogénea, más fértil en lo cultural y social. Otros de sus rasgos son la continuidad formal, la multifuncionalidad y una vida social mucho más cohesionada. Al haber una mayor mixticidad y diversidad de usos en un espacio concreto, aumentan los intercambios de información y la creatividad, lo cual permite en estas ciudades una mayor organización, una mayor contención de los efectos entrópicos de la vida urbana. Asimismo, esta forma urbana ahorra suelo, energía y agua; y es más respetuosa con sus sistemas agrícolas y naturales próximos. La diseminación de las funciones urbanas, por el contrario, multiplica los desplazamientos de personas, materiales y energía; y, tras un más o menos breve intervalo, la congestión o lentificación subsiguiente exigirá nuevas ampliaciones de la trama de infraestructuras viales. El arquitecto e historiador inglés Kenneth Frampton, en referencia al automóvil, emblema de la popmodernidad, en una entrevista realizada en el periódico El País, afirmaba que el automóvil es el invento más apocalíptico de todos los tiempos, incluso más que la bomba atómica, pues está por todo el mundo y no tiene vuelta atrás.

En todo caso, el paso de la metrópolis fordista a la exópolis no supone una ruptura, sino una evolución o despliegue en un único sentido: el de tupir todos los lugares posibles para convertirlos en espacios de revalorización y evitar las zonas de conflictividad social: calles y plazas. Esto tiene lugar en un contexto de desinstitucionalización, el ideal político para el más coherente despliegue de las lógicas capitalistas desde la ciudad manchesteriana hasta hoy.

La exociudad refleja el peso que las fuerzas exógenas de la globalización imponen a las antiguas ciudades modernas y fordistas. Se trata de nuevos modelos de vida urbana que modifican radicalmente, si no suprimen, los tradicionales rasgos de la vida en la ciudad que se han considerado específicos de esta forma de habitar (la civilidad, la regulación política de la vida en común, la multiplicación de contactos y experiencias…).

El historiador estadounidense Thomas Bender utiliza la denominación ciudad light para una novedosa realidad urbana en la que la vida se encuentra máximamente privatizada y mínimamente articulada social y cívicamente. Según este, la clase media concibe la ciudad, ante todo, como lugar de entretenimiento, como un Parque Temático para el consumo de ese historicismo “omnívoro y libidinal” del que hablaba Fredric Jameson. El urbanismo light prescribe para el hábitat humano una escenificación de la vida en la ciudad, sin la hibridación y yuxtaposición de gentes y acontecimientos de la ciudad histórica, sin el reconocimiento de la alteridad. La ciudad light se debe al entretenimiento y al consumo.

Carentes de densidad histórica y de arraigo a un lugar, pero ávidas de la experiencia de la nostalgia, el carácter de comunidad cívica pasa a ser simulado, a ser manufacturado y ofrecido en forma de lo que Rem Koolhaas, en Delirio de Nueva York, definió como “lo sintético irresistible”: la recreación artificial y comercializada de experiencias vicarias que el mismo alejamiento de ciertas coordenadas antropológicas y políticas promueve. La industria del entretenimiento y el maquinismo ofrecen simulaciones para aquello que la forma urbana capitalista aliena, ofrecen una versión sintética de la naturaleza, la historia y la sociabilidad: prometen la experiencia de Tener Experiencias aún más intensas. Gracias a la “tecnología de lo fantástico” es posible recuperar lo perdido, recuperar esas coordenadas antropológicas, el sentido del tiempo y el espacio, y la intención cívica, si bien de una forma apta para el consumo de masas.

Por lo que hace al urbanismo, esta propensión está encarnada en proyectos planificadores e inmobiliarios como la Planificación Urbana Neotradicional y el Nuevo Urbanismo, a través de los que, de forma más o menos bienintencionada, pero con evidentes finalidades comerciales, se pretende recrear distintos modelos de “origen” y “autenticidad”, al tratar de insertar, como en el caso del arquitecto León Krier, la ciudad preindustrial en la Europa postindustrial. En gran medida, estas iniciativas parten de la demanda de la nueva gentry procedente del sector financiero y la industria del entretenimiento. La conversación colectiva cede su lugar a la multitud atomizada de los consumidores.

La hiperespecialización de las funciones urbanas, la dispersión residencial, la diseminación del tejido socioeconómico, ha supuesto un dramático aumento de los costes de la fricción de la distancia entre unas y otras funciones urbanas, un fuerte desequilibrio entre las oportunidades de empleo (crecientemente inseguro y precarizado) y las oportunidades residenciales. Todo ello transforma la política espacial en lo relativo al transporte, la reestructuración industrial, la política medioambiental, la gobernanza local y regional, y las nuevas luchas por la justicia social y espacial. Las ya considerables marcas de la desigualdad económica y espacial se multiplican, desde el radical contraste de las zonas de negocio y las torres corporativas de la “nebulosa” central de la megaciudad hasta las zonas exopolitanas. Los fenómenos del desempleo, la escasez de vivienda y los trabajadores pobres, han crecido a la sombra de los bajos salarios y la economía informal que orbita sobre la economía informacional, el sector turístico e inmobiliario.

A pesar del borrado de las huellas de la historia social, aún son visibles las marcas del tiempo en muchos lugares, la sedimentación de luchas obreras y vecinales, espacios de esperanza, de energía creativa y cultura popular, “semillas del tiempo”, podríamos decir, astillas del pasado con las que rehabilitar y rehabitar el presente y el futuro, que dan un impulso al activismo comunitario y al discurso público acerca del empoderamiento político. (En este punto querría citar el trabajo que una asociación como La Liminal realiza respecto a algunos espacios de la ciudad y la comunidad de Madrid, que rescata la deriva urbana y enseña a mirar con atención los sedimentos de utopía de luchas obreras y feministas, más allá del tráfico mercantil, la rutina laboral y el ocio proletarizado.)

En la cúspide del sistema social encontramos una élite altamente móvil, nómada, conectada a los circuitos de la economía global y desconectada cívica y fiscalmente de amplias zonas urbanas (Mike Davis hablaba de “la secesión fiscal de los ricos”). Alimentada por el capital global, esta franja socioeconómica se caracteriza por empleos intensivos en conocimiento; son expertos en la organización empresarial y las nuevas tecnologías al mando de la “ciudad informacional”. (La imagen de estos condotieros del tiempo y el espacio a nivel global tiene algo de seductora, si la comparamos a las élites hispanas y castizas, a nuestro capitalismo parasitario y rentista, cortesano y corrupto, más próximo al esperpento de Valle-Inclán que a los personajes de, por ejemplo, Don DeLillo en Cosmópolis.)

Sus conocimientos y competencias les permiten rentabilizar al máximo los movimientos espaciales y los nuevos procesos de urbanización, así como escapar de los obstáculos creados por la transición postmetropolitana; se encuentran a salvo de los mares de creciente desigualdad protegidos en búnkeres residenciales. Ya en 1973, David Harvey señalaba el desastre que suponía una financiación local, no progresiva ni redistributiva, que conducía a que los pobres controlaran su propia pobreza mientras los ricos aumentaban su opulencia.

Esta aristocracia dispone del poder de tocar sin ser tocados, de alterar el ecosistema urbano con sus decisiones individuales hasta desencadenar con su decantación gigantescos efectos sistémicos padecidos –o gozados– de forma muy desigual. El extremo superior de la escala social ha vivido una “extraordinaria expansión”, según Edward Soja, al incorporar a su seno lo que llama “lumpenburguesía”, un “ejército de reserva de los ricos”, formado por promotores y estrellas de la cultura, los medios de comunicación y el deporte, empresarios de la construcción y del sector inmobiliario, propietarios de viviendas, cazatalentos, traficantes de droga, diseñadores de moda y corredores de bolsa. Para el geógrafo estadounidense, quizá nunca antes la estructura de renta de las clases altas haya sido tan heterogénea, tan fragmentada y déclassé. Su evolución política, sostiene, es impredecible. De cualquier forma, estos nuevos profesionales forman un ejército de gentrificadores que impone sobre el centro de la ciudad sus gustos y preferencias, sus marcas de distinción. A diferencia de los burgueses que describiera Engels y de los grandes directivos y propietarios fordistas, de sensibilidad más centrífuga y suburbana, se trata de un grupo preferentemente urbano. Quizá esta lumpenburguesía no tenga tanto poder económico como las élites aparentemente sempiternas, pero unas y otras tienen una gran capacidad para modificar el espacio y el imaginario urbano al margen de las instituciones democráticas: hacen inútil la capacidad del voto y debilitan la fuerza negociadora de los sectores más desfavorecidos. A este menoscabo se suman en la actualidad el clima antipolítico y antidemocrático que promueven sectores de la derecha y ultraderecha populista, así como la posición reaccionaria de buena parte de la judicatura y los medios de comunicación. Todos conspiran, en definitiva, para diluir el poder de la democracia en favor de los propietarios. (Me vienen a la cabeza, en este lugar, algunos pasajes de textos publicados por Karl Polanyi entre los años 1923 y 1944, que recogió Virus Editorial bajo el título La naturaleza del fascismo. Su semejanza con tendencias actuales –por ejemplo, la cuestión tan debatida del lawfare– deja bastante perplejo, la verdad.)

En el otro extremo de la geografía cada vez más polarizada de las grandes ciudades-región se encuentran una multitud de trabajadores pobres que alimentan la colosal máquina urbana de forma barata y flexible. Uno de los efectos de esta masiva incorporación es la fragmentación política de las clases subalternas y el crecimiento de los conflictos y el odio étnico que parte de la clase obrera nativa siente al ver derrumbados sus sueldos y tener que competir por las ayudas estatales reducidas por los “guerrilleros del déficit” (M. Davis). En este espacio los cuerpos son presa de la proximidad a fuentes de empleo precario y de muy baja calidad, presa de los efectos negativos y exteriores del metabolismo económico (delincuencia, contaminación…); son incapaces de volar hacia pastos suburbanos o exopolitanos más seguros por su descualificación y los elevados costes de la distancia. La población pobre de los centros urbanos es prisionera de dos imperialismos, como explica D. Harvey en algunos pasajes de Urbanismo y desigualdad social: el “imperialismo de los barrios comerciales del centro” y la “explotación suburbana del centro de la ciudad”. Las exigencias formativas de la economía informacional agravan el desajuste espacial al añadirle el desajuste educacional, lo que refuerza aún más el aislamiento y marginación de la “infraclase urbana”.

Entre un polo y otro, la fracción inferior de la clase media (noción bastante borrosa, por otra parte) chapotea en la “modernidad líquida”, trata de alcanzar el extremo superior e intenta no ser arrastrada, corriente abajo, hacia la proletarización, en un mercado de trabajo cada vez más segmentado y angosto. Aquellos capaces de seguir el desplazamiento de las nuevas industrias hacia espacios exteriores, facilitado por las nuevas tecnologías y la disponibilidad de suelo barato, son capaces de salvar el desajuste espacialprovocado por la reestructuración urbana y reengancharse a los ritmos de destrucción creativa, a las industrias especializadas y flexibles. Si bien en términos estadísticos, basados en meros agregados monetarios, la reducción de la clase media no ha sido tan grande como cupiera esperar, ello ha supuesto un coste familiar, social y psicológico considerable. A fin de mantener unos determinados niveles de confort y consumo, la mujer ha debido incorporarse de forma masiva al mercado laboral, ha debido crecer el número de salarios por hogar, se han prolongado las jornadas (un hecho inédito en 150 años de tendencia contraria, como recuerda Soja en Postmetrópolis) y multiplicado los trabajos por obra, temporales y a jornada parcial (por no hablar del sector informal, que ha vivido una auténtica explosión en los últimos años). Neologismos relativos al empleo del tipo “burguerkingización”, “ikeización” o “uberización” dan cuenta de algunas transformaciones jurídicas y salariales en el paso de la economía industrial a la economía informacional y de servicios.

La desigualdad no es precisamente un fenómeno nuevo en el hábitat urbano; lo que sí parece representar una cierta novedad es la mayor complejidad y fragmentación interna dentro de las diversas clases más o menos tradicionales en el contexto postmetropolitano, en el que convergen de forma confusa las variables de clase, etnia, género, sexo, religión, lugar de residencia, etc., sobre las que se imbrican formas de sociabilidad y producción de todo tipo (grupos étnicos, redes de parentesco, organizaciones de carácter mafioso, peonaje, esclavitud doméstica), siempre subsumidas, como vector dominante, por el modo de producción capitalista en un ecosistema altamente desregulado, con una mínima intervención estatal en su función redistribuidora de la riqueza: el ambiente perfecto para la libertad de mercado, el progreso y el aprovechamiento oportunista y violento de la entropía. Las polaridades más discernibles se extienden y multiplican microscópicamente por todos los estratos; se replica en las partes el funcionamiento de la totalidad, haciendo la legibilidad de estas dinámicas sociales y espaciales tan compleja que, buscando los conceptos a tientas, bien podemos denominar a esta situación como fractal.

En una organización espacial tan inestable y conflictiva, el papel del control social y espacial mediante los dispositivos de vigilancia, privatizados o no, junto a un diseño y planificación urbana basados en la seguridad y la prevención del delito, adquiere una dimensión importantísima. Mike Davis habla de una expansiva y lucrativa ecología del miedo en la que las fortificaciones, las cámaras de seguridad, las patrullas de vigilancia, alarmas, sensores, alambradas y obstáculos de todo tipo generan espacios de confinamiento seguro y confortable, máximamente aislados del entorno urbano. Por otra parte, el espacio público pasa a ser sospechoso o innecesario, y la planificación urbana y la arquitectura lo reflejan al privilegiar los espacios de circulación y consumo sobre los de encuentro, parada, reconocimiento y discusión.

En algunos capítulos del libro Ciudades muertas Davis hace hincapié en el papel protagonista del miedo en la sociedad estadounidense, en el carácter social y políticamente constituyente de esta emoción primaria, hobbesiana. En el prefacio a este libro se hace un breve repaso a la imaginería de los terrores urbanos, bélicos y fantásticos que asedian infatigablemente, entre la histeria y la paranoia, al imaginario norteamericano y que eran y son, en buena medida, expresiones oblicuas de cierto inconsciente neoliberal ante su negativa a corregir las verdaderas condiciones de la desigualdad. A los factores causales del movimiento exurbano de las industrias (suelo barato, buena comunicación, menor coste y desorganización de la fuerza de trabajo), Davis añade el terror urbano como principio de las mutaciones contemporáneas de la ciudad, como acelerador de los procesos de dispersión espacial.

También Soja explora en Postmetrópolis los paisajes de este “miedo-ambiente” compuesto por ciudades carcelarias, espacios suburbanos fortificados y comunidades atrincheradas por parapetos de tecnologías securitarias que desgajan definitivamente islas privatizadas del espacio público, lo que provoca desconocidas formas de represión espacial y de la movilidad.

En muchas ciudades globales, en efecto, es bien visible este urbanismo y arquitectura obsesionados con el miedo y la desconfianza hacia los espacios públicos, unas formas urbanas que oponen la luminosidad y seguridad de espacios como los centros comerciales y las comunidades residenciales a la oscuridad, viscosidad y peligro de los lugares obsoletos de la ciudad. En estas postmetrópolis encontramos una original mezcla de diseño urbano, arquitectura y maquinaria policial vinculadas por una estrategia de seguridad global, generada por una “demanda paranoica” que, si bien no consigue del todo garantizar la protección individual, sí consigue eficazmente el aislamiento personal en los lugares de residencia, consumo, trabajo y tránsito, respecto a grupos, individuos, multitudes y espacios de “contagio” urbano.

Para Davis, la guerra civilurbana que comenzó en los años 60 se ha solidificado en los volúmenes fortificados y en el diseño de un cierto sadismo urbano, lo que supone el abandono de las metas liberales de reforma por una abierta represión en un juego de suma cero entre las clases medias y los pobres urbanos. No se trata de casos más o menos numerosos de un blindaje espacial privado y privatizador que fuera fácilmente acotable, sino de la cosmovisión de una amplia clase media que desea permanecer aislada, de una invariable del espacio urbano postmetropolitano, en el que los espacios públicos son crecientemente insignificantes. La desigualdad y la práctica extinción de cualquier espacio genuinamente democrático –encuentro, diálogo, confrontación, negociación pública, prácticas comunes– son ostensibles en estas zonas, por excelencia, en los grandes centros comerciales y de ocio (“versiones mustias y mutiladas”, dice Lefebvre, de lo que fueron los centros de las ciudades antiguas), en los que trabaja en condiciones precarias un numeroso proletariado encarcelado socialmente del Tercer Mundo y que es, precisamente, quien hace posible estos edenes de consumo, fractales, metonimias del funcionamiento global de la economía postfordista, en la que el miedo, a decir de Davis, tiene un rol capital.

El sadismo urbanístico está presente en la mayoría de las ciudades y postmetrópolis actuales, en las que deja sus marcas antipolíticas y antipobres por todas partes: zonas plagadas de púas para evitar, como se hace con las palomas, que los indigentes ensucien la ciudad, plazas reducidas a espacios de frenética circulación o devoradas por la actividad comercial, sin sombras ni lugares de encuentro, jardineras en las que la instalación de estructuras de forja hace imposible sentarse, tapiado de oquedades para evitar que se instalen allí los pobres, superficies inclinadas en las que permanecer supone un ejercicio de equilibrismo, bancos sin respaldos ni apoyabrazos, individuales o segmentados para impedir que alguien se tumbe, y un fecundo e imaginativo etcétera de modos más o menos agresivos con los que impedir las funciones públicas del espacio, el uso de la ciudad, y con los que invisibilizar y expulsar hacia los márgenes una pobreza creciente e insoportable.

Steven Flusty, en Bulding Paranoia. The Proliferation of Interdictory Space and the Erosion of Spatial Justice ofrece un amplio catálogo de dispositivos tecnológicos y arquitectónicos con los que llenar la ciudad de miedo y ansiedad, con los que interceptar, disuadir y repeler a quienes pretendan usarlos espacios urbanos. Esto supone la emergencia de un entorno urbano paranoico, un espacio prohibitivo, preventivo, autoritario y criminalizador. Para ello se diseñan una variedad de estrategias de exclusión espacial con alguna o algunas de estas características defensivas: la ocultación o el disimulo, las superficies resbaladizas, rugosas o incómodas, espinosas o ansiógenas. La combinación de estos y otros elementos constructivos da lugar a ciertas tipologías paranoides urbanas (también llamadas “unfriendly mutant typologies”), como la “casa-bloque”, los “laager de lujo” o los centros comerciales fortificados. Todos estos hechos parecen conducir a las grandes ciudades actuales hacia “un estado policial fragmentado” en el que las comunidades en descomposición son sustituidas progresivamente por aglomeraciones fortificadas. A ello hay que añadir la cada vez menor puesta en escena de prácticas en común. Para Davis, este fenómeno forma parte de una reacción de la clase media contra el asentamiento en el corazón de la utopía popmoderna de amenazantes contingentes de trabajadores; supone una reafirmación del privilegio social de aquella.

Este autor es una referencia imprescindible para pensar la realidad postneolítica de un proceso de urbanización a nivel planetario mucho más veloz y a mayor escala que el dado en Europa en el siglo XIX. Nos enfrentamos a hábitats humanos cuyas dimensiones urbanas y demográficas ponen contra las cuerdas nuestra capacidad perceptiva y teórica, unas aglomeraciones que amenazan con convertir amplísimas regiones en alfombras urbanas sin discontinuidad. Aquí nos encontramos también con la dificultad de medir esta realidad con nuestros conceptos tradicionales, al punto que, según Davis, el crecimiento de las áreas urbanas de muchas ciudades pobres del Sur Global nos obliga a redefinir el concepto de periferia. El geógrafo estadounidense analiza el desarrollo de un gran número de megaciudades de más de 8 millones de habitantes y de hiperciudades que superarán los 20 millones. El mayor número de estas “estructuras posturbanas” está surgiendo en el este de Asia. Estas acumulaciones se constelan formando grandes ejes, ciudades-región y corredores económicos con su propia jerarquía integradas en una despiadada competencia mundial, zonas ampliamente desreguladas, con una asignación especializada de papeles productivos que ha aumentado dramáticamente la desigualdad inter e intraurbana. No sería apropiado decir que la pobreza rural se ha exacerbado, pues la polaridad campo-ciudad está desapareciendo o siendo diluida en su otro extremo: el campo está siendo intensa y masivamente urbanizado, al punto que este autor llega a afirmar que la población no tiene que emigrar a la ciudad: ella viene sola.

Algunas de estas ciudades-región, especialmente las chinas, siguen un patrón clásico (y dickensiano) entre crecimiento industrial y migraciones. Otras, sin embargo, desvinculan sus procesos de crecimiento respecto a la industrialización, progresivamente desmantelada en lugares como Bombay, Johannesburgo, Buenos Aires, Belo Horizonte y São Paulo.

La tipología residencial propia de esta masiva y forzada “urbanización” va de la vivienda formal hasta las aceras, pasando por chamizos, alquileres informales y divisiones-pirata del espacio. Aquel término entrecomillado queda desfasado para la realidad urbana transformada; quizá sean más adecuados términos como “favelización” o “chabolización”. En comparación con estas tipologías, algunas ciudades neolíticas representan un progreso fabuloso.

Replicada a una escala global la dinámica de esa superpoblación relativa analizada por Marx –en este caso, hablaríamos de “columnas inmóvilesde pestilencia”–, de esos “vagabundos de la cosecha” de los que hablara Steinbeck –ahora permanentemente acampados–, nos hallamos ante áreas urbanas hiperdegradadas caracterizadas por el hacinamiento, la vivienda pobre o informal, la ausencia de servicios de sanidad y agua potable, la inseguridad de la propiedad y la marginación económica y social. Aunque en los países desarrollados el fenómeno se encuentra acotado, en los países del Sur Global alcanza unas dimensiones difícilmente imaginables. Mike Davis nos recuerda que mientras que en los países desarrollados la población de las áreas degradadas representa el 6 por 100 de la población urbana total, en los países en vías de desarrollo la cifra se dispara hasta el 78,2, lo que supone un tercio de la población urbana mundial. Cuando estos barrios de chabolas se enlazan unos con otros a través de la continuidad urbana puede hablarse de “mega-áreas urbanas hiperdegradadas”, mares de miseria entre los que parecen flotar pequeñas y dispersas zonas no degradadas. Las variables que los pobres urbanos deben contemplar a la hora de decidir su emplazamiento y optimizar su vivienda son la seguridad de la propiedad, la calidad del abrigo, la fricción de la distancia respecto a la fuente de ingresos y la seguridad personal. El movimiento de población intraurbano (si bien ya sabemos de la dificultad de establecer estas distinciones) sigue el patrón hausmanniano de desalojo forzoso de la población sin recursos de los centros urbanos (especialmente allí donde puede existir un aprovechamiento turístico o donde la nueva planificación debe dejar espacio a los rascacielos, las flamantes infraestructuras, los centros comerciales o las viviendas de lujo), lo que reproduce, asimismo, en algunos lugares del Tercer Mundo el modelo estadounidense de segregación espacial y los movimientos tipo white flight,de clases medias poscoloniales que escapan del centro para instalarse en urbanizaciones exclusivas de la periferia y edge cities.

Una parte no menor de los altamente rentables y degradados modelos habitacionales propiedad de terratenientes urbanos, caciques locales, organizaciones mafiosas y paraestatales, que conforman el mercado informal, se encuentran en ocupaciones ilegales, chabolas, barracones, casas de adobe, azoteas (con la consiguiente exposición a la contaminación), patios de ventilación, cementerios, barcos y otros confortables espacios, que albergan unas densidades que, en algunos lugares céntricos, ponen a prueba la imaginación. La progresiva desaparición de “tierras libres” y la especulación del suelo en un contexto de estancamiento o caída del empleo formal, dispara la densidad en las áreas urbanas hiperdegradadas hasta, en algunos casos (Cité Soleil, por ejemplo), alcanzar concentraciones de población similares a las de las granjas de pollos. Si nos parecieran indignos este tipo de habitáculos, además de caros, aún nos quedaría la calle; pero el libre mercado cuando es realmente libre no tiene fronteras, y ni siquiera estos espacios urbanos están eximidos de algún tipo de transacción financiera. La decisión de la ocupación, por otro lado, que en principio parece “un subsidio inesperado” para los pobres, a menudo debe contar con costes iniciales importantes, como los sobornos regulares a funcionarios, policías o mafias. Además, hay que sumar la probable fricción de la distancia respecto a los lugares de actividad (fundamentalmente informal) y los costes de las malas comunicaciones. (En todo caso, si nos parecen lejanas estas áreas hiperdegradadas, nos quedan más cerca los pisos patera de Ibiza y otros muchos paraísos turísticos, donde diez, doce, catorce migrantes africanos se hacinan para abastecer la pulsión del ocio proletarizado europeo. Las rentas crecen al mismo tiempo que la masificación.)

Los únicos lugares libres de la extracción de algún tipo de renta son los altamente peligrosos, ya sea por contaminación, por ser fácilmente anegables, por una inclinación del terreno que lo haga vulnerable al deslizamiento, a las avenidas de agua o lodo, o por alguna razón semejante. Son espacios que coquetean diariamente con el desastre. (Dicho esto, cuando lo excepcional se convierte en la norma, cuando los efectos de la crisis climática convierten las calamidades coyunturales en estructurales –más frecuentes, más intensas–, habría que ampliar considerablemente el radio de la “alta peligrosidad” geográfica.)

Aun dentro de las capas sociales más desfavorecidas encontramos una compleja y fragmentaria estructura económica que desciende varios grados de la pobreza a la desolación. Este mercado segmentado y desregulado de la vivienda, en un contexto de masiva urbanización, ha proporcionado un buen sustrato para el emprendimiento, donde pequeños arrendamientos y traspasos convierten a los pobres en explotadores de otros pobres. Al final de los últimos escalones de la cadena trófica económico-espacial están los arrendatarios de las áreas hiperdegradadas, sin derechos y expuestos constantemente al desahucio, sin organización ni solidaridad que oponer a los caseros.

Hagamos una breve mención a la ecología de las áreas urbanas hiperdegradadas. A fin de evitar desalojos y esquivar los costes de algunas zonas densamente pobladas –prueba de su carácter emprendedor y capacidad adaptativa a los más inhóspitos ambientes– los pobres postmetropolitanos son capaces de colonizar montañas de basura, vertederos químicos, zonas pantanosas o altamente inestables, ruinas de infraestructuras y otros desoladores paisajes. Esta población convive con incendios (instrumentos recurrentes de renovación urbana), terremotos, inundaciones, desplazamientos de tierra… A este catálogo hay que añadir la proximidad a industrias contaminantes y el “tráfico salvaje” de áreas superpobladas deficitarias en transporte público (subfinanciado) y carentes de inversiones en infraestructuras de movilidad más allá de las carreteras y autopistas. El desbordamiento humano de estas áreas y los desechos que generan, asimismo, destruyen ecosistemas naturales y tierras de cultivo frecuentemente contaminadas por aguas residuales. La acumulación de excrementos humanos hace que expresiones como “vivir entre la mierda” o “respirar mierda” pasen de ser metáforas a experiencias periódicas, como en el caso del polvo fecal que se respira en Ciudad de México, procedente del lago Texcoco, durante la estación cálida.

Mike Davis apunta a un comportamiento que nos es familiar: el de las élites urbanas y las clases medias del Tercer Mundo, quienes han tenido un gran éxito, como sus modelos occidentales, en la evasión fiscal o “contabilidad creativa”, al eludir la recaudación y privar así al Estado de fondos para su función redistributiva (al menos, en una dirección), institución que, para enjugar la crisis presupuestaria (asesorada por instituciones financieras internacionales, generalmente), pasa a aplicar impuestos indirectos regresivos y tasas sobre usuarios, lo que inclina la carga fiscal sobre las capas empobrecidas. En amplias zonas de estas áreas degradadas la democracia es completamente inoperante, casi más un ritual mágico que un ejercicio de soberanía popular. Por decirlo rápidamente, estas clases medias y altas antiurbanas presionan políticamente para conformar una morfología universal de archipiélagos fortificados conectados por grandes vías para el automóvil y redes telemáticas sobre un océano de desigualdad y violencia. Las élites poscoloniales, a pesar de retóricas revolucionarias, han reproducido el modelo anterior al defender agresivamente sus privilegios de clase y su hegemonía sobre el espacio. La guerra social contra los pobres urbanos y el chabolismo consigue temporales victorias estéticas e higiénicas de gobiernos alentados por la clase media, pero no puede evitar que reaparezcan los mismos patrones de asentamiento en lugares próximos a los desalojados, de idéntica forma a como Engels constataba la reaparición de callejones y callejas en París tras la cirugía del barón Haussmann (podríamos también recordar, con Marshall Berman, a Robert Moses, un “Napoleón con bulldozer” atravesando Nueva York). El papel coercitivo lo representan, en este caso, agencias de desarrollo financiadas por organismos como el Banco Mundial, inmunes a la política local y a las necesidades urbanas insatisfechas.

Tampoco las megaciudades del Tercer Mundo escapan al borrado de las referencias históricas que produce la disneyficación, el “urbicidio” cometido por las nuevas clases medias y altas que tratan de imitar la exclusiva vida de algunas zonas de Los Ángeles: Orange County, Long Beach, Palm Springs y Sunnyvale están, también, en Pekín, Hong Kong y Bangalore. Las tecnologías y elementos de “protección total”, los “archipiélagos carcelarios”, toda la “arquitectura del miedo”, se reproducen en las zonas residenciales y comerciales hasta lo absurdo. Si Engels se sorprendía por la separación entre clases a finales del siglo XIX, difícilmente habría imaginado la distancia que en el siglo XXI separaría a los ricos de los pobres, hasta qué punto la estanqueidad de los espacios de clase media, la multiplicación de no-lugares y su despegue del territorio local destruye la idea de espacio ciudadano, de comunidad discursiva. Los espacios que se vacían políticamente, en fin, se llenan policialmente. En la obra Planeta de ciudades miseria, a la que estoy haciendo referencia en estos párrafos, Davis incluye una certera cita del escritor norteamericano John Seabrook, en la que se afirma que la burguesía urbana del Tercer Mundo deja de ser ciudadana de su propio país y se convierte en nómada que pertenece y debe lealtad a una topografía del dinero, que es patriota de la riqueza y nacionalista de un no lugar exclusivo y dorado.

El modelo estudiado por Marx en El capital se repite de forma ampliada: destrucción del campesinado libre, industrialización del agro, emigración rural forzosa, proletarización, creación de superpoblación y debilitamiento de la fuerza de trabajo cualificada y organizada sustituida por inagotables oleadas de trabajo barato. Reproducción ampliada del capital y socavamiento, en efecto, de las dos fuentes originales de toda riqueza: la tierra y el ser humano. Karl Polanyi, en La gran transformación, se expresa en términos casi idénticos cuando afirma que la idea de un mercado autorregulado implicaba una utopía total. Una institución así no podría existir durante largo tiempo sin aniquilar la sustancia humana y natural de la sociedad, sin destruir físicamente al hombre y transformar su ambiente en un desierto. Una parte importante de la humanidad parece condenada a ser un producto excedente y sin cualificación, destinado a vegetar entre el trabajo informal y la desesperación. Las áreas urbanas hiperdegradadas, en ausencia de verdaderos programas de reforma urbana, son los nuevos focos de insurgencia en el mundo: Karachi y Mogadiscio, pero también Detroit y Los Ángeles. Como sugiere Davis, el capitalismo y sus centros políticos y militares, tras la guerra en las junglas contra el campesinado mundial, se rediseñan para soportar una larga guerra de baja intensidad contra segmentos criminalizados de los pobres urbanos. “Este es el auténtico choque de civilizaciones”. 

Henri Lefebvre publicó en 1968 El derecho a la ciudad. Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs, es de 1961. En ambos libros se subraya cómo la especialización y segregación funcional de la ciudad destruía la vida urbana, destruía su complejidad, corroía la comunicación y la confianza social. Máxima funcionalidad en el envés estructural, invisible, de la economía capitalista, y disfuncionalidad en el haz de la vida social, en la cotidianidad benzodiacepinada de nuestras vidas, si puedo decirlo así. Del lado del capital, crecimiento descontrolado, “dinero cataclísmico”, acumulación ilimitada; del lado de la sociedad, disociación, uniformización, desigualdad extrema. Una única ley, recuerda el francés en aquel texto, gobierna el crecimiento urbano: la especulación del suelo. Las instituciones democráticas, surgidas del conflicto de las relaciones de clase y propiedad, se ven impotentes para regular los efectos socialmente desintegradores de la autorregulación del mercado y de la estrategia anticívica de los propietarios. El valor de cambio (la compra-venta de edificios y solares, el consumo de bienes, lugares y signos) socava el valor de uso de la ciudad: la conversación colectiva, la democracia urbana, la multiplicación de contactos al margen del mercado, la búsqueda, sí, de la felicidad y seguridad colectivas en una simultaneidad no subsumida por la lógica capitalista. Estamos hablando de la conquista de la clase obrera del derecho a tener derechos y a la institucionalización permanente de los mismos a través de las constituciones: trabajo digno, instrucción, educación, salud, alojamiento, ocio, creación de obras frente a producción de mercancías, participación política, vida buena, el derecho a la ciudad, el reino del uso. Como recuerda Lefebvre, la clase obrera ha sido expropiada y desposeída de los mejores frutos de su actividad. Solo esta podría impedir una segregación dirigida esencialmente contra ella. Si calla o se vuelve (neurotizada por los espantajos de la okupación o la invasión migrante, por ejemplo) contra los estratos más empobrecidos o marginados, además de abrirle la puerta a la peste negra del fascismo, falta el sujeto de la historia, falta la agencia y solo hay estructura, simulacro y ausencia de acontecimiento; entonces, como dijera Marx, “el autómata es el sujeto”.

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