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Exposición fotográfica de Eva Máñez en Madrid

Algunos motivos para odiar a los inmigrantes

Fuentes: Rebelión

Traficantes de Sueños, c/Embajadores 35, local 6, Madrid, hasta el 26 de febrero

En una época en la que, mucho más aún que la escritura, las imágenes se han desprendido de los objetos y corren, sueltas y resbaladizas, sin que nada ni nadie las retenga en el suelo, lo más difícil es sencillamente mirar. Pasamos y vemos pasar las cosas y lo que nos fascina es que nos las pasen por delante de los ojos y que este pasaje de una a otra no tenga fin. Pararse es cansado; pararlas es violentarlas. Mirar es prohibir el movimiento. Y esto, allí donde se nos ha hecho creer que circulación y libertad son lo mismo, tiene ya algo de subversivo. ¡No nos dejas pasar: nos miras! ¡No nos dejas circular: te importamos! ¡Nos cortas el camino: existimos!

Podría aducir mil razones contra la fotografía en la época de la reproductibilidad técnica del yo y en un medio ecológico mercantil en el que incluso el dolor nos alegra la vista, pero todavía podría alegar dos en defensa de los fotógrafos o, al menos, de esos fotógrafos que, como Eva Máñez, se han confundido de mundo y siguen creyendo que el nuestro es real. Hay que estar loco, sin duda, para creer que un molino de viento es un gigante; pero hay que estar mucho más loco para creer que un molino de viento es un molino de viento cuando todo el mundo sabe que un molino de viento es una imagen publicitaria de La Mancha. Hay que estar loco para creer que un rebaño es un ejército; pero hay que estar mucho más loco para creer que un ejército es un ejército cuando todo el mundo sabe que un ejército es una vistosa, luminosa, chisporroteante imagen de la Paz. Si no se padece de esta clase de locura, una cámara no es más que la prolongación líquida -la tubería- de esta pereza del movimiento perpetuo, de esta mecedora de la sucesión, de yo a yo, de un vacío a otro vacío, de una cosa negada a otra cosa negada. Pero si se tiene la locura, porque se ha leído demasiado o porque se ha visto poca televisión, de creer que una silla es una silla y un niño es un niño y una piedra es una piedra, entonces una cámara puede ser un freno. Para fotografiar hay que ponerse a mirar, como para alcanzar la mermelada hay que ponerse de puntillas o para explorar el mar hay que ponerse un traje de buzo. Se necesita un cierto artificio para sacudirse la artificiosísima naturalidad con la que aceptamos, cada vez que abrimos los ojos, perder el mundo. Hay que ponerse a mirar y eso es un trabajo; un trabajo que exige una herramienta que desactive el «montaje» rutinario, interiorizado, de nuestra visión. Eva Máñez se pone la mirada, como se pone los zapatos, y se encuentra de pronto ante un desbarajuste vivo, una enorme anomalía excitada e implorante. Es decir: ante la existencia. Es decir: ante una demanda de explicación.

Porque no basta con ponerse la mirada; después hay que escoger una dirección. En un mundo en el que el dolor ajeno nos alegra la vista, Eva Máñez elige, al contrario, alegrarnos la vista para inducir en el espectador una pizca de dolor. No es la primera vez que explora este camino. Hace ahora tres años -quizás un poco más-, al regreso de una estancia compartida en el Iraq devastado por el bloqueo, tuve la ocasión de escribir las leyendas de unas fotografías, tomadas por ella en Basora y en Bagdad, de gente que no sufría. Esos mismos iraquíes -ahora subsaharianos o latinoamericanos-, inmigrantes en Valencia, son los protagonistas de su exposición, orientada a captar, no la soledad, el sufrimiento y la miseria, sino la felicidad o la normalidad de nuestras víctimas. Los inmigrantes están entre nosotros, pero no los miramos. Los imaginamos viscosos y amenazadores, para poder despreciarlos, o tristes y desgraciados, para poder compadecerlos; es decir, para poder despreciarlos con un poco de nobleza. Pero lo que Eva Máñez nos muestra es que la nostalgia del inmigrante, tan difícil de reconocer, no es un vacío: agrupa, organiza, construye, arma y vincula, coloniza los resquicios en los que se la confina, segrega y cristaliza costumbres en los márgenes del capitalismo. Los inmigrantes de Río Seco juegan al fútbol, cantan y bailan, se reúnen y se cortejan, amontonan la satisfacción cultural que les permite soportar su nueva situación. La antropología de la inmigración es una lección para las sociedades de acogida (si es que «acoger» es un verbo apropiado a nuestro ceño fruncido). Me gustan todas las fotografías de Eva Máñez, pero hay una que se me antoja particularmente ejemplar: nos muestra dos culos cogidos -por así decirlo- de la mano; dos culos caribeños pacíficamente instalados en el mundo, abundantes y despreocupados; dos culos que sus propietarias llevan, como se debe, detrás de ellas y que se han desarrollado silenciosamente, y alcanzado silenciosamente la madurez, a sus espaldas, lo que sin duda resulta casi escandaloso para una sociedad que se empeña angustiosamente en mantener todas las partes del cuerpo -incluidos los culos o sobre todo los culos- delante del espejo. Esas dos carnosidades útiles y tranquilas, ni realzadas ni combatidas sino sencillamente transportadas, ofrecen la imagen acusatoria de una belleza más antigua y humana; si mi cuerpo no es mío, es mejor que sea suyo -del cuerpo- y no del mercado.

La nostalgia sonriente de los inmigrantes denuncia mejor que una chabola o un linchamiento la inhumanidad de nuestras sociedades. Justificamos nuestro odio a los inmigrantes alegando que nos quitan el trabajo cuando la verdad es que seguimos viviendo de explotar inicuamente el suyo; o que se dedican a la delincuencia cuando la verdad es que les hemos robado sus recursos. Pero si los odiamos es en realidad porque su nostalgia sonriente despierta la nuestra, activa en nosotros el recuerdo rencoroso de un mundo más bonito que ya no podremos recuperar, alimenta en nosotros la envidiosa remembranza de esa felicidad social que hemos cedido a cambio de un coche y un crédito bancario. Lo que no podemos perdonarles, nosotros que tenemos tanto, es que ellos tengan algo que nos gustaría tener y que no podemos arrebatarles: la alegría invencible de compartir sus soledades. Esta es la lección visual que extraemos de las magníficas fotografías de Eva Máñez.

(La exposición podrá verse también en el Puerto de Sagunto, Valencia, del 3 al 26 de marzo en la sala de exposiciones de Bancaixa).