Todos los fundamentalismos se encuentran de acuerdo para plantear los problemas de la conflictividad de los intereses sociales en términos culturalistas y esencialistas. Y de allí deducen posiciones políticas y militantes. Ahora bien, no se puede demostrar lo falso del contenido de sus afirmaciones, pues se trata de interpretaciones arbitrarias, de creencias más que de […]
Todos los fundamentalismos se encuentran de acuerdo para plantear los problemas de la conflictividad de los intereses sociales en términos culturalistas y esencialistas. Y de allí deducen posiciones políticas y militantes. Ahora bien, no se puede demostrar lo falso del contenido de sus afirmaciones, pues se trata de interpretaciones arbitrarias, de creencias más que de argumentos científicos. La única discusión posible consiste en preguntarse sobre su función y la manera de combatirlas. Desde el fundamentalismo americano hasta el integrismo religioso islámico, hay en este sentido complementariedad y continuidad. La temática del «choque de las culturas y civilizaciones» es una de ellas.
Primero, la tesis: se dice que existe ahora una visión del mundo, un sistema cultural, el occidental, que representa el cumplimiento perfecto de la civilización universal. Éste sistema afirma la primacía del individualismo, del liberalismo, de los derechos del hombre, del mercado libre. Según Huntington, la corriente que mejor representa esta visión es el protestantismo disidente norteamericano, que ha diseñado el american way of life. Según esta visión, el mundo está dividido en ocho culturas: occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslava, ortodoxa, latinoamericana y, posiblemente, africana (posiblemente, pues Huntington duda de que los africanos fueran capaces de crear una cultura homogénea). Para Occidente, las dos culturas más peligrosas, pues son las más homogéneas, son el confucianismo y el islam. A largo plazo, el peligro es asiático; a corto plazo, es islámico. La tesis de Huntington consiste en decir que hay que hacer todo para impedir la alianza de estas dos culturas frente a Occidente.
Este discurso, arbitrario (¿por qué 8 y no 10, 12, 15 culturas?), ha sido difundido masivamente por la industria cultural norteamericana, apoyada por los medios occidentales, y transformado en ideología guerrera por la Administración de Bush. En su fondo, significa dos cosas: a) la existencia de una situación mundial de guerra cultural; b) la necesidad absoluta de imponer la cultura occidental, tal y como está definida por Estados Unidos, al resto del mundo. En su último libro (¿Quiénes somos?), Huntington añade a estos dos adversarios (islam y confucianismo) un tercer enemigo, más peligroso para la identidad americana, pues actúa dentro de Estados Unidos: los católicos hispánicos, que representan un desafío demográfico en el corazón mismo del protestantismo disidente norteamericano.
Plantear los problemas en términos vitalistas, confesionalistas, culturalistas, ocultando la dimensión social, económica, política de los intereses en juego, siempre conduce a posiciones extremistas, innegociables, sobre todo si no existe un marco democrático para controlar los debates. No es por casualidad que todos los fundamentalismos identitarios necesitan destrozar el sistema democrático existente para poder proliferar como tales. Ahora bien, el actual sistema mundial no es democrático y no puede controlar la dinámica de los discursos extremistas. Prueba de ello es que cuando la ONU intentó bloquear la invasión de Irak por Estados Unidos, ningún mecanismo democrático pudo actuar en contra del fundamentalismo americano.
Así que estamos frente a una ideología esencialista, guerrera, cuya función es la dominación del mundo. Podría analizar de manera mucho más detallada esta ideología, pero también es importante plantearnos la cuestión de la respuesta, de la defensa frente a esta visión guerrera.
Hay varias posibilidades, pero principalmente dos posturas: defensiva y ofensiva. La postura defensiva consiste en decir: no hay contradicciones entre culturas; vivimos una época de interculturalidad, de mezcla, de pluralidad de identidades. Las religiones no son incompatibles, no son opuestas: son los grupos integristas, en todos lugares, los que transforman la convivencia entre culturas en antagonismos. Más: no existe un universalismo, no hay una revelación divina para la época de la globalización en nombre de la cual tendríamos derecho a imponer una visión del mundo determinada al resto del planeta. Tenemos el derecho de defender nuestros valores, pero no olvidamos el relativismo de todos los valores, precisamente por respeto a la diversidad del mundo. En vez de fomentar el choque de las culturas, debemos buscar el diálogo de las culturas, el encuentro, la alianza de las civilizaciones.
No es preciso subrayar aquí que este discurso, muy positivo, muy democrático, solidario, representa lo mejor de la tradición ilustrada occidental. Tampoco es por casualidad que, después del 11 de septiembre, cuando el presidente norteamericano reclamó una guerra de civilizaciones, los dirigentes europeos contestaron con un llamamiento al diálogo de las culturas, rechazando el conflicto de las identidades y negándose a acusar a todo el mundo islámico por culpa de los criminales integristas de Bin Laden. Tampoco es casualidad que, en febrero de 2003, cuando se realizó el debate sobre la intervención en Irak, el ministro francés de Exteriores, Dominique de Villepin, se opuso tajantemente a los Estados Unidos en nombre del diálogo de las civilizaciones; e impidió a este país y a sus aliados conseguir el apoyo del Consejo de Seguridad para la invasión colonial de Irak. Tampoco es casualidad que, en 2004, cuando el presidente Zapatero visitó la ONU, España abogara -reanudando su compromiso democrático e ilustrado- por la «alianza de las civilizaciones». Discurso de la razón, del respeto democrático, frente al fanatismo religioso, identitario, cualquiera que sea y de donde proceda.
Pero esta posición tiene un defecto: acepta el debate en términos culturalistas. Es una respuesta democrática, tolerante, pero culturalista. Una actitud defensiva que comparte la idea de que el conflicto es cultural e identitario, aunque apueste en el reconocimiento mutuo y la tolerancia. Pero el combate en contra del identitarismo culturalista extremista no se puede ganar en términos culturalistas. Debemos cambiar de terreno, fundamentar otros presupuestos, abrir los problemas ocultos, apuntar al corazón de los conflictos. Se pueden diseñar los ejes de una alternativa radical frente a este culturalismo.
1. Siempre hay que demostrar el vacío del discurso culturalista identitario, la arbitrariedad del esencialismo que lo sostiene, el dogmatismo del sustancialismo que lo apoya, el totalitarismo potencial que lo anima. No tiene fundamentos universalistas, pues el único medio de lograr el universalismo cultural es necesariamente mediante un consenso democrático que supere los particularismos culturales. Si cada cultura se piensa como universal comparada con las demás, es necesariamente particular. Lo universal es lo consensuado como universal.
2. Demostrar que el vacío del discurso del choque de las civilizaciones tiende a impedir el diálogo intercultural para reemplazarlo por la dominación cultural global. Es su objetivo fundamental. No se diferencia de los discursos imperialistas o nacionalistas en nombre de los cuales se hicieron las invasiones y las colonizaciones en los siglos XIX y XX.
3. Oponerle la educación para la tolerancia, o sea, dar legitimidad a la pluralidad de las culturas del mundo. Esto no significa compartirlas, aprobarlas, sino sólo reconocer su legitimidad en función de la historia propia de cada pueblo, sin afirmar que una puede ser superior o inferior. Cada uno tiene derecho a aceptar o rechazar los valores y creencias. Pero eso no debe impedir el reconocimiento del derecho de cada uno de creer y pensar en función de sus propios valores. Pues educar en la diversidad es aceptar el encuentro, aprender el lenguaje del otro, correr el riesgo de la confrontación, juzgar al otro no en relación con yo mismo, sino en relación con sí mismo. Son sus parámetros los que lo definen, no los míos. Sustituir al análisis analógico la aproximación interna a cada cultura.
4. Eso significa precisamente afrontar, en el encuentro cultural, los problemas conflictivos. No temer analizar francamente lo que divide, lo que opone, lo que está en conflicto. Ver, más allá de los choques culturales, los presupuestos escondidos: económicos, sociales, políticos. Hablar de los conflictos de valores, por ejemplo, en cuanto a la idea que cada uno tiene de la igualdad, de la democracia, etcétera. Desvelar, por supuesto, las formas de dominación de Occidente sobre el resto del mundo, pero, a la vez, criticar radicalmente los valores que nos parecen arcaicos y contrarios a la dignidad de las personas. Aquí el diálogo es también conflicto, y hay que asumirlo.
5. Abrir «un diálogo para la modernidad», en continuidad con la batalla para la «Alianza de las civilizaciones». Es la única manera de abogar por una posición ofensiva, o sea, de oponer una alternativa radical al choque de las civilizaciones. Diálogo de la modernidad no en el sentido de las organizaciones internacionales oficiales, donde se escucha al otro, pero no se consigue nada, sino en la búsqueda de un núcleo común de valores compartidos, de normas que fomentan la universalidad del encuentro. Dicho de otra manera, no buscar un consenso débil, sino lo más profundo posible.
6. Favorecer, en el marco de este diálogo para la modernidad, el apoyo democrático a las fuerzas modernizadoras, las que defienden estos valores en sus países. Es decir, el diálogo no debe ser limitado a los gobiernos, ni únicamente a los representantes de las confesiones, sino extendido a las sociedades civiles, a los grupos independientes que abogan en su país por la libertad y la modernidad. Esto significa brindar solidaridad política a las fuerzas que luchan por la democracia. Todo lo contrario de la injerencia militar que produce derramamiento de sangre.
7. Plantear, frente al mundo unilateralista de los más poderosos, la posibilidad de una res publica mundial, un espacio de derechos y de deberes compartidos, un proyecto de civilización en la época de la mundialización. Lo que significa buscar valores comunes, democracia en el sistema mundial, y enfrentar los problemas reales de la humanidad: reparto de la riqueza, lucha en contra de la pobreza, transmisión de saber y conocimientos, ayuda al desarrollo, organización común de los flujos de población, control del medio ambiente, etcétera. Son éstos los verdaderos problemas de civilización. Son éstos los focos del choque entre los pueblos. Frente a todos los extremismos culturales, religiosos y terroristas, la civilización humana puede ganar; basta con elegir la franqueza en los debates, la justicia y la solidaridad como soluciones.
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III