A diferencia de la vía armada, que durante la década de 1960 estalló en distintos países a través de guerrillas que creyeron posible la reedición de la Revolución Cubana, Allende y la Unidad Popular que encabezó su triunfo en las elecciones de 1970, confiaron en la “vía pacífica y democrática al socialismo».
El 11 de septiembre de 2001 se produjo en los EE.UU. el criminal ataque a las Torres Gemelas de New York. Los canales de TV internacionales permitieron seguir, en directo, un acontecimiento que conmovió al mundo. Después se supo la trama del terrorismo, que quiso dejar una huella de muerte y destrucción. El gobierno de George W. Bush (2001-2009) anunció que el hecho no quedaría en la impunidad. Poco tiempo después, una coalición de fuerzas de la OTAN, encabezadas por los EE.UU., lanzaba una ofensiva militar en Afganistán, para acabar con los “talibanes”. Su presencia de 20 años ha concluido con la retoma del poder de los talibanes, la proclamación de un Emirato Islámico y el impacto mundial de la derrota norteamericana en Afganistán.
El 11 de septiembre de 1973 se produjo en Chile el criminal golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende (1970-1973). También los canales de TV internacionales permitieron seguir, en directo, el bombardeo a La Moneda, un acontecimiento que ya no conmovió a todo el mundo, sino a una parte de América Latina, porque hubo otra que se encantó y lo festejó. La situación no quedó allí. Se instaló un gobierno militar terrorista, presidido por el general Augusto Pinochet (1973-1990), que inauguró en la región una inédita política de exterminio de todo “comunista” a través del secuestro, la desaparición forzosa de personas, los campos de concentración, la tortura como método normal, el asesinato y la muerte por razones de “guerra interna”, además de la quema de libros “subversivos”, la intervención en las universidades para “limpiarlas” de izquierdistas, la vigilancia de toda actividad política, el control de los medios de comunicación, la conversión de toda la institucionalidad del Estado en aparato para el ejercicio del poder total, sin contemplaciones.
Quienes han estudiado el proceso chileno saben bien que el complot no solo fue militar, sino que tuvo el activo soporte de las burguesías nacionales, los grandes medios de comunicación, una serie de grupos políticos de la derecha y, sobre todo, de la CIA que, en el marco de la guerra fría todavía vigente, ejecutó las órdenes y estrategias provenientes del gobierno de Richard Nixon (1969-1974). Hoy contamos con suficiente documentación desclasificada que comprueba lo sucedido, además de una amplia bibliografía sobre el tema, entre la que destaco el bien documentado libro de Alfredo Sepúlveda titulado La Unidad Popular. Los mil días de Salvador Allende y la vía chilena al socialismo (2020).
A diferencia de la vía armada, que durante la década de 1960 estalló en distintos países a través de guerrillas que creyeron posible la reedición de la Revolución Cubana, Allende y la Unidad Popular que encabezó su triunfo en las elecciones de 1970, confiaron en la “vía pacífica y democrática al socialismo”, una tesis inédita en las convicciones marxistas de la época. Una vez en el poder, las acciones de gobierno se enfocaron en la estatización de recursos esenciales; la nacionalización de las minas, que daba continuidad a la “chilenización del cobre” iniciada por el democristiano Eduardo Frei y que ahora avanzó sobre empresas transnacionales como Anaconda y Kennecott, a las que no se pagó indemnización alguna, pues, de acuerdo con el gobierno, habían acumulado ganancias extraordinarias incluso evadiendo impuestos; la reforma agraria, igualmente iniciada por Frei, pero que pudo radicalizarse con la “toma de tierras” de los campesinos; el fortalecimiento de las clases trabajadoras y los sindicatos; la imposición del Estado a los intereses privados y al capital interno; una conducción económica en términos de soberanía. La economía, que inicialmente progresó y creció, entró en progresiva crisis desde 1972 y se agravó en 1973, provocando desabastecimientos, grandes colas para obtener productos, mercado negro y especulación, que naturalmente repercutieron en las masas, al mismo tiempo que levantaron la arremetida de las derechas políticas, económicas y mediáticas, hasta desembocar en el golpe de Estado.
La imagen de lo que era el socialismo en aquellos días provenía tanto de la URSS (y los países de Europa del Este) como de China y, sin duda, de Cuba. Teóricamente la estatización completa de los medios de producción, bajo un gobierno revolucionario con apoyo de los sectores populares, encaminaba, definitivamente, a la nueva sociedad, acabando con el capitalismo. No solo la liquidación manu militari de la vía chilena, sino también el bloqueo norteamericano contra Cuba, así como la forma en la que fue cortado el camino de la Revolución Sandinista en Nicaragua y el imprevisible desenlace del derrumbe del socialismo en la URSS, junto a las reformas que tuvo que realizar Cuba durante el “período especial”, pero, además, las que introdujo China, alteraron el concepto del socialismo y los procesos de su construcción.
La generalizada incertidumbre sobre el “socialismo” encontró una solución histórica inesperada en América Latina con el primer ciclo de gobiernos progresistas. El paso que dieron frente al impresionante dominio que habían alcanzado los modelos empresariales neoliberales en la región, fue el de superarlos mediante la construcción de economías sociales basadas en la recuperación del Estado, contar con amplio apoyo de sectores medios y populares, y utilizar los mecanismos de la democracia representativa. Hugo Chávez (1999-2013) también comenzó a hablar de “socialismo del siglo XXI”. Esta vía, que no ha implicado “destrucción” del capitalismo, pero que ha sido capaz de desplazar del control total del Estado a los grandes grupos económicos, a las derechas políticas y a los medios de comunicación empresariales identificados con la economía neoliberal, ha provocado las reacciones de esos mismos sectores, dispuestos a impedir, por todos los medios, incluyendo la arremetida contra la misma democracia representativa, que el progresismo latinoamericano avance, se difunda y se consolide.
La situación ha sido particularmente visible en Bolivia, con el golpe de Estado en contra de Evo Morales (2019), Ecuador, con la persecución del gobierno de Lenín Moreno (2007-2017) al “correísmo” o en Perú, donde no solo se hizo todo lo posible para que Pedro Castillo no ocupara la presidencia, sino que se ha persistido en la confabulación política hasta el presente.
Si bien el primer ciclo del progresismo fue revertido en la mayoría de países emblemáticos por gobiernos conservadores que restauraron el neoliberalismo, el segundo ciclo progresista (Argentina, Bolivia, México, Perú, entre los recientes), recobra los principios y orientaciones del primero. Al mismo tiempo, desde una perspectiva histórica de largo plazo, cabría comprender que el avance de las economías sociales y la superación de las empresariales, también constituyen vías de construcción de mejores sociedades y apuntalan la posibilidad de edificación del socialismo, que no se agota en las tesis tradicionales sobre la revolución proletaria, la dictadura del proletariado y la “estatización” de los medios de producción. Es un camino de vía pacífica y democrática que se ha vuelto válida en América Latina, recuperándose así la temprana previsión que en su momento pudo tener Salvador Allende.
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